Pero “el mayor truco del diablo es hacer creer que no existe”, como escribió alguien (Charles Baudelaire). Es astuto, él nos hace creer que no existe, y así domina todo. Es listo. Sin embargo, nuestro mundo tecnológico y secularizado está repleto de magos, ocultismo, espiritismo, astrólogos, vendedores de amuletos y hechizos y, por desgracia, de verdaderas sectas satánicas. Expulsado de la puerta, el diablo ha vuelto a entrar, podría decirse, por la ventana. Expulsado de la fe, vuelve a entrar con la superstición. Si tú eres supersticioso, inconscientemente estás dialogando con el diablo. Con el diablo no se dialoga.
La prueba más fuerte de la existencia de Satanás no se encuentra en los pecadores ni en los obsesos, ¡sino en los santos! Es cierto que el diablo está presente y activo en ciertas formas extremas e “inhumanas” de mal y maldad que vemos a nuestro alrededor. Por esta vía, sin embargo, es prácticamente imposible llegar, en casos particulares, a la certeza de que se trata efectivamente de él, ya que no podemos saber con precisión dónde termina su acción y donde comienza nuestra propia maldad. Por eso la Iglesia es muy prudente y estricta en el ejercicio del exorcismo, ¡a diferencia de lo que ocurre, por desgracia, en ciertas películas!
Es en la vida de los santos donde el demonio se ve obligado a salir a la luz, a ponerse “contra la luz”. Unos más, otros menos, todos los santos y grandes creyentes dan testimonio de su lucha contra esta oscura realidad, y no se puede suponer honestamente que todos ellos fueran unos ilusos o meras víctimas de los prejuicios de su época.
La batalla contra el espíritu del mal se gana como la ganó Jesús en el desierto: a golpes de la palabra de Dios. Jesús no dialoga con el demonio, nunca ha dialogado con el demonio, o lo expulsa o lo condena. Pero nunca dialoga. En el desierto no responde con su Palabra, sino con la Palabra de Dios. Hermanos, hermanas, nunca dialoguen con el diablo. Cuando viene con la tentación: “Sería bueno esto, sería bueno aquello otro…” Detente, alza tu corazón al Señor, reza a la Virgen y expúlsalo cómo Jesús nos ha enseñado a expulsarlo.
San Pedro sugiere también otro medio, que Jesús no necesitaba, pero nosotros sí, la vigilancia: “Sean sobrios, vigilen. Su enemigo, el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pe 5,8). Y San Pablo, por su parte, amonesta: “No den ocasión al diablo” (Ef 4,27).
Después de que Cristo, en la cruz, derrotara para siempre el poder del “príncipe de este mundo” (Jn 12,31), el diablo -decía un Padre de la Iglesia- “está atado, como un perro a una cadena; no puede morder a nadie, salvo a los que, desafiando el peligro, se acercan a él... Puede ladrar, puede apremiar, pero no puede morder, salvo quien lo desee”.