Ofrecemos la versión oficial facilitada por el Vaticano del discurso dirigido por el Papa Francisco a los obispos, sacerdotes, diáconos, personas consagradas, seminaristas y catequistas en la Catedral de la Inmaculada Concepción en Dili, Timor Oriental.
Queridos hermanos obispos,
queridos sacerdotes y diáconos,
religiosas, religiosos, seminaristas,
queridos catequistas,
hermanos y hermanas todos, buenos días.
Muchos de los más jóvenes (seminaristas, religiosas jóvenes) se quedaron afuera. Y ahora, cuando vi al obispo [le dije] que tiene que hacer más grande la catedral porque es una gracia el tener tantas vocaciones. Agradezcamos al Señor y agradezcamos también a los misioneros que estuvieron antes que nosotros. Cuando vimos a este hombre [Florentino de Jesús Martins de 89 años, al que el Papa le dijo que “había competido con el apóstol san Pablo”], que fue catequista toda la vida, podemos entender la gracia de la misión encomendada. Agradezcamos al Señor esta bendición a esta Iglesia.
Y estoy contento de encontrarme aquí en medio de ustedes, en el marco de un viaje en el que yo me veo más bien como peregrino en las tierras de Oriente. Agradezco a Mons. Norberto de Amaral por las palabras que me ha dirigido, recordando que Timor-Leste es un país “en los confines del mundo”. Yo también vengo de los confines del mundo, pero ustedes más que yo. Y me gusta decir: precisamente porque está en los confines del mundo, se encuentra en el centro del Evangelio. Y esta es una paradoja que tenemos que aprender: en el Evangelio, los confines son el centro y una Iglesia que no tiene capacidad de confines y que se esconde en el centro es una Iglesia muy enferma. En vez, cuando una Iglesia piensa afuera, envía misioneros, se mete en esos confines que son el centro, el centro de la Iglesia. Gracias por estar en los confines. Porque sabemos bien que en el corazón de Cristo las periferias de la existencia se encuentran en el centro. El Evangelio está poblado de personas que se hallan en los márgenes, en los confines, pero que son convocados por Jesús y se vuelven protagonistas de la esperanza que Él nos vino a traer.
Me alegro con ustedes y por ustedes porque son los discípulos del Señor en esta tierra. Pensando en los esfuerzos de ustedes y en los desafíos que tienen que enfrentar, se me vino a la mente un pasaje muy sugestivo del Evangelio de san Juan, que nos narra una escena tierna e íntima que tuvo lugar en la casa de los amigos de Jesús; Lázaro, Marta, María (cf. Jn 12,1-11). En cierto momento, durante la cena, María «tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume» (v. 3).
María ungió los pies de Jesús y ese perfume se difundió en la casa. Sobre esto quisiera detenerme con ustedes: el perfume, el perfume de Cristo, el perfume de su Evangelio, es un don que ustedes tienen, un don que se les dio gratuitamente, pero que tienen que custodiar y que todos juntos estamos llamados a difundir. Custodiar el perfume, custodiar el perfume, este don del Evangelio que el Señor dio a esta tierra del Timor-Leste, y difundir el perfume.