Ofrecemos la versión oficial en español facilitada por el Vaticano de la homilía del Papa Francisco durante la Santa Misa en el Estadio “Gelora Bung Karno” en Indonesia, en el curso de su viaje apostólica a Asia y Oceanía:
El encuentro con Jesús nos llama a vivir dos actitudes fundamentales, que nos hacen capaces de llegar a ser sus discípulos. La primera actitud es escuchar la Palabra y la segunda es vivir la Palabra. Primero escucharla, porque todo nace de la escucha, de abrirse a Él, de acoger el don precioso de su amistad. Pero después es importante vivir la Palabra recibida, para no ser oyentes superficiales que se engañan a sí mismos (cf. St 1,22), para no arriesgarnos a escuchar sólo con los oídos sin que la semilla de la Palabra llegue al corazón y cambie nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar, y esto no es bueno. La Palabra que se nos da y que escuchamos tiene que hacerse vida, transformar la vida, encarnarse en nuestra vida.
Estas dos actitudes esenciales: escuchar la Palabra y vivir la Palabra, podemos contemplarlas en el Evangelio que se acaba de proclamar.
En primer lugar, escuchar la Palabra. El evangelista narra que mucha gente acudía a Jesús y que «la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios» (Lc 5,1). Lo buscaban, tenían hambre y sed de la Palabra del Señor y la oyeron resonar en las palabras de Jesús. Por eso, esta escena, que se repite tantas veces en el Evangelio, nos dice que el corazón del hombre está siempre en búsqueda de una verdad que sea capaz de alimentar y saciar su deseo de felicidad, que no podemos conformarnos sólo con las palabras humanas, con los criterios de este mundo o con sus juicios mundanos. Necesitamos siempre una luz que venga de lo alto para iluminar nuestro camino, un agua viva que pueda calmar la sed de los desiertos del alma, un consuelo que no defrauda porque proviene del cielo y no de las cosas efímeras del mundo. En medio del aturdimiento y la vanidad de las palabras humanas, hermanos y hermanas, necesitamos la Palabra de Dios, la única que sirve de brújula en nuestro camino, la única que, frente a tantas heridas y pérdidas, es capaz de devolvernos al significado auténtico de la vida.
Hermanos y hermanas, no olvidemos esto: la primera tarea del discípulo —todos nosotros somos discípulos— no es la de vestir el hábito de una religiosidad exteriormente perfecta, ni de hacer cosas extraordinarias o dedicarse a grandes proyectos. No. Por el contrario, la primera tarea, el primer paso, consiste en saber ponerse a la escucha de la única Palabra que salva, la de Jesús, como podemos ver en el episodio del Evangelio cuando el Maestro sube a la barca de Pedro para distanciarse un poco de la orilla y así poder predicar mejor a la gente (cf. Lc 5,3). Nuestra vida de fe comienza cuando acogemos humildemente a Jesús en la barca de nuestra existencia, cuando le hacemos un espacio, cuando nos ponemos a la escucha de su Palabra y dejamos que esta nos interpele, nos agite y nos cambie.
Asimismo, hermanos y hermanas, la Palabra del Señor nos pide que la encarnemos concretamente en nosotros, por eso estamos llamados a vivir la Palabra. Sólo repetir la Palabra, sin vivirla, nos convierte en pagayos. Sí, la decimos, pero no la entendemos, no la vivimos. En efecto, después de que Jesús terminó de predicar a la multitud desde la barca, se dirigió a Pedro y lo exhortó a asumir el riesgo de apostar por esa Palabra: «Navega mar adentro, y echen las redes» (Lc 5,4). La Palabra del Señor no puede permanecer como una bonita idea abstracta, o suscitar sólo la emoción del momento, más bien nos pide que cambiemos nuestra mirada, que nos dejemos transformar el corazón a imagen del de Cristo; la Palabra nos llama a echar con valentía las redes del Evangelio en medio del mar del mundo, “corriendo el riesgo”, sí, corriendo el riesgo de vivir el amor que Él nos ha enseñado y ha vivido primero. También a nosotros, hermanos y hermanas, con la fuerza abrasante de su Palabra, el Señor nos pide ir mar adentro, alejándonos de las orillas pantanosas de los malos hábitos, de los miedos y de las mediocridades, para atrevernos a emprender una nueva vida. Al diablo le gusta la mediocridad, porque se introduce en nosotros y nos arruina.