La primera es fe. Indonesia es un país grande, con abundantes recursos naturales, sobre todo en flora, fauna, recursos energéticos y materia prima, entre otros. Si se considera superficialmente, una gran riqueza como esta podría convertirse en motivo de orgullo o arrogancia, pero, si la vemos con una mente y un corazón abiertos, esta riqueza puede en cambio recordarnos a Dios, su presencia en el cosmos y en nuestra vida, como nos enseña la Sagrada Escritura (cf. Gn 1; Si 42,15-43,33). Es el Señor, en efecto, quien nos da todo esto. No hay un centímetro del maravilloso territorio indonesio, ni un instante de la vida de cada uno de sus millones de habitantes que no sea don suyo, signo de su amor gratuito y providente de Padre. Y mirar todo esto con humildes ojos de hijos nos ayuda a creer, a reconocernos pequeños y amados (cf. Sal 8), y a cultivar sentimientos de gratitud y responsabilidad.
Agnes nos ha hablado de esto, a propósito de nuestra relación con la creación y con los hermanos, especialmente los más necesitados, a vivir con un estilo personal y comunitario caracterizado por el respeto, el civismo y la humanidad; con sobriedad y caridad franciscana.
Después de la fe, la segunda palabra del lema es fraternidad. Una poetisa del siglo pasado usó una expresión muy hermosa para describir esta actitud; escribió que ser hermanos quiere decir amarse reconociéndose «diferentes cual dos gotas de agua»[1]. Y es justo así. No hay dos gotas de agua iguales, ni hay dos hermanos, ni siquiera gemelos, completamente idénticos. Vivir la fraternidad, entonces, significa acogerse mutuamente reconociéndose iguales en la diversidad.
También esto es un valor estimado en la tradición de la Iglesia indonesia, y se manifiesta en la apertura con la que esta se relaciona con las diferentes realidades que la componen y la rodean, tanto en el ámbito cultural, étnico, social y religioso, como valorando el aporte de todos y ofreciendo generosamente el suyo en cada contexto. Este aspecto es importante, porque anunciar el Evangelio no significa imponer o contraponer la propia fe a la de los demás, sino dar y compartir la alegría del encuentro con Cristo (cf. 1 P 3,15-17), siempre con gran respeto y afecto fraterno por cada persona. Y en esto los invito a mantenerse siempre así: abiertos y amigos de todos —“tomados de la mano”, como dijo don Maxi— profetas de comunión en un mundo donde, sin embargo, parecería que crece cada vez más la tendencia a dividirse, imponerse y provocarse mutuamente (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 67).
Y sobre este punto, quiero decirles algo: ¿saben quién es el ser más divisor del mundo? El gran divisor, el que siempre divide, pero es Jesús quien une. El diablo es el que divide, así que ¡cuidado!
Es importante que intentemos llegar a todos, como nos recordó sor Rina, con el deseo de poder traducir en Bahasa Indonesia, no sólo los textos de la Palabra de Dios, sino también las enseñanzas de la Iglesia, para que lleguen al mayor número de personas posible. Y lo señaló también Nicholas, describiendo la misión del catequista con la imagen de un “puente” que une. Esto me llamó la atención, y me hizo pensar en el maravilloso espectáculo que sería, en el gran archipiélago indonesio, la presencia de miles de “puentes del corazón” que unen a todas las islas, y aún más, en millones de esos “puentes” que unen a todas las personas que las habitan. Hay otra hermosa imagen de la fraternidad: un bordado inmenso de hilos de amor que atraviesan el mar, superan las barreras y abrazan todo tipo de diversidad, haciendo de todos «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). ¡Es el lenguaje del corazón, no lo olviden!