Del Mediterráneo he hablado muchas veces, porque soy Obispo de Roma y porque es emblemático: el mare nostrum, lugar de comunicación entre pueblos y civilizaciones, se ha convertido en un cementerio. Y la tragedia es que muchos, la mayoría de estos muertos, podrían haberse salvado. Hay que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los emigrantes. Y esto, cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave.
No olvidemos lo que dice la Biblia: “No maltratarás ni oprimirás al emigrante” (Ex 22,20). El huérfano, la viuda y el forastero son los pobres por excelencia a los que Dios siempre defiende y pide defender.
También algunos desiertos, por desgracia, se convierten en cementerios de migrantes. A menudo, tampoco aquí se trata de muertes “naturales”. No. A veces los llevan al desierto y los abandonan allí. Todos conocemos la foto de la mujer y la hija de Pato. Muertas de hambre y sed en el desierto. En la era de los satélites y de los drones, hay hombres, mujeres y niños migrantes que nadie debe ver. Los esconden. Solo Dios los ve y escucha su clamor. Y esta es una crueldad de nuestra civilización.
De hecho, el mar y el desierto son también lugares bíblicos cargados de valor simbólico. Son escenarios muy importantes en la historia del éxodo, la gran migración del pueblo guiada por Dios a través de Moisés desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Estos lugares son testigos del drama del pueblo que huye de la opresión y la esclavitud. Son lugares de sufrimiento, de miedo, de desesperación, pero al mismo tiempo son lugares de paso hacia la liberación, cuánta gente pasa por los mares y los desiertos para liberarse hoy, hacia la redención, hacia la libertad y el cumplimiento de las promesas de Dios (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2024).
Hay un salmo que, dirigiéndose al Señor, dice: “Tú te abriste camino por las aguas, | un vado por las aguas caudalosas, | y no quedaba rastro de tus huellas” (77,20). Y otro canta así: “Guió por el desierto a su pueblo: | porque es eterna su misericordia” (136,16). Estas palabras santas nos dicen que, para acompañar al pueblo en el camino de la libertad, Dios mismo atraviesa el mar y el desierto; Dios no permanece a distancia, no, comparte el drama de los emigrantes, está allí con ellos, sufre con ellos, llora y espera con ellos. Nos hará bien hoy. El Señor está con nuestros migrantes en el mare nostrum, el Señor está con ellos, no con aquellos que les rechazan.
Hermanos y hermanas, en una cosa podemos estar todos de acuerdo: en esos mares y desiertos mortíferos, los migrantes de hoy no deberían estar, pero están, por desgracia. Pero no es mediante leyes más restrictivas, no es mediante la militarización de las fronteras, no es mediante rechazos como lo conseguiremos. Por el contrario, lo conseguiremos ampliando las rutas de acceso seguras y legales para los migrantes, facilitando el refugio a quienes huyen de la guerra, la violencia, la persecución y diversas calamidades; lo conseguiremos fomentando por todos los medios una gobernanza mundial de la migración basada en la justicia, la fraternidad y la solidaridad. Y aunando esfuerzos para combatir el tráfico de seres humanos, para detener a los traficantes criminales que se aprovechan sin piedad de la miseria ajena. Queridos hermanos y hermanas, pensad en las tantas tragedias de los migrantes, cuántos mueren en el Mediterráneo, pensad en Lampedusa, Crotone, cuántas cosas feas y tristes.