21 de noviembre de 2024 Donar
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Catequesis completa del Papa Francisco sobre la Encarnación del Verbo por obra del Espíritu Santo

El Papa Francisco, a su llegada a la audiencia general del 7 de agosto de 2024./ Crédito: Daniel Ibáñez / EWTN News.

A continuación, ofrecemos el texto completo de la catequesis pronunciada por el Papa Francisco en el Aula Pablo VI del Vaticano sobre el papel del Espíritu Santo en la obra de la Redención mediante la Encarnación del Verbo, Jesucristo. 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Con la catequesis de hoy entramos en la segunda fase de la historia de la salvación. Después de haber contemplado al Espíritu Santo en la obra de la Creación, lo contemplaremos durante algunas semanas en la obra de la Redención, es decir, en Jesucristo. Pasemos, pues, al Nuevo Testamento.

El tema de hoy es el Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo. En el Evangelio de Lucas leemos: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (1,35). El evangelista Mateo confirma este dato fundamental que concierne a María y al Espíritu Santo, diciendo que María «se encontró encinta por obra del Espíritu Santo» (1,18).

La Iglesia ha recogido este dato revelado y pronto lo colocó en el corazón de su Símbolo de fe. En el Concilio Ecuménico de Constantinopla, del 381 –el que definió la divinidad del Espíritu Santo–, tal artículo entró en la fórmula del “Credo”.

Se trata, por lo tanto, de un dato de fe ecuménico, porque todos los cristianos profesan juntos ese mismo Símbolo de fe. La piedad católica, desde tiempos inmemoriales, ha derivado de ello una de sus oraciones diarias, el Ángelus. 

Este artículo de fe es el fundamento que permite hablar de María como de la Esposa por excelencia, que es figura de la Iglesia. En efecto, Jesús –escribe San León Magno– «así como nació por obra del Espíritu Santo de una madre virgen, así hace fecunda a la Iglesia, su Esposa inmaculada, con el soplo vital del mismo Espíritu». Este paralelismo es retomado en la Constitución dogmática Lumen gentium, que dice así: «Por su fe y obediencia, María engendró en la tierra al mismo Hijo de Dios, sin contacto con varón, sino adumbrada [cubierta por la sombra, N. de la R.]  por el Espíritu Santo. [...] Pues bien, la Iglesia, contemplando la santidad misteriosa de la Virgen, imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, por medio de la Palabra de Dios acogida con fidelidad, se convierte también en madre, ya que con la predicación y el bautismo genera a una vida nueva e inmortal a los hijos, concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (nn. 63, 64).

Concluimos con una reflexión práctica para nuestra vida, sugerida por la insistencia de la Escritura en los verbos “concebir” y “parir”. «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo», se lee en la profecía de Isaías (7,14); y el Ángel dice a María: «Concebirás un hijo, y lo darás a luz» (Lc 1,31). María primero concibió, luego dio a luz a Jesús: primero lo acogió en su interior, en el corazón y en la carne, luego lo dio a luz.

Así sucede también con la Iglesia: primero acoge la Palabra de Dios, deja que “hable a su corazón” (cf. Os 2,16) y le “llene las entrañas” (cf. Ez 3,3), según dos expresiones bíblicas, para luego darla a luz con la vida y la predicación. La segunda operación es estéril sin la primera. 

También a la Iglesia, frente a tareas superiores a sus fuerzas, le surge espontáneamente la misma pregunta: “¿Cómo es posible esto?”. ¿Cómo es posible anunciar a Jesucristo y su salvación a un mundo que parece buscar solo el bienestar? También la respuesta es la misma que entonces: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8). Sin el Espíritu Santo la Iglesia no puede seguir adelante, la Iglesia no crece, la Iglesia no puede predicar. 

Lo que se dice de la Iglesia en general, vale para cada bautizado en particular. Cada uno de nosotros se encuentra a veces, en la vida, en situaciones superiores a sus fuerzas y se pregunta: “¿Cómo puedo afrontar esta situación?”. Ayuda, en estos casos, recordar y repetirse uno mismo lo que el ángel dijo a la Virgen: «Nada es imposible para Dios» (Lc 1,37). Hermanos, hermanas retomemos entonces también nosotros, cada vez, nuestro camino con esta reconfortante certeza en el corazón: “Nada es imposible para Dios”.

Y si nosotros creemos en esto, haremos milagros. Nada es imposible para Dios. Gracias. 

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