Comencemos con los dos primeros versículos de toda la Biblia, que dicen así: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba informe y desierta, y las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1,1-2). El Espíritu de Dios se nos presenta aquí como el poder misterioso que hace que el mundo pase de su estado inicial informe, desierto y sombrío a su estado ordenado y armonioso. El Espíritu hace la armonía, la armonía en la vida y la armonía en el mundo. En otras palabras, es Él quien hace que el mundo pase del caos al cosmos, es decir, de la confusión a algo bello y ordenado. Este es, de hecho, el significado de la palabra griega kosmos, así como de la palabra latina mundus, es decir, algo hermoso, ordenado, limpio y armónico, porque el Espíritu es armonía.
Este indicio aún vago de la acción del Espíritu Santo en la creación se hace más preciso en la siguiente revelación. En un salmo leemos: “Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca todos sus ejércitos” (Sal 33,6); y de nuevo: “Envías tu espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104,30).
Esta línea de desarrollo resulta muy clara en el Nuevo Testamento, que describe la intervención del Espíritu Santo en la nueva creación utilizando precisamente las imágenes que leemos en relación con el origen del mundo: la paloma que se cierne sobre las aguas del Jordán en el bautismo de Jesús (cf. Mt 3,16); Jesús que, en el Cenáculo, sopla sobre los discípulos y les dice: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20,22), igual que al principio Dios sopló su aliento sobre Adán (cf. Gn 2,7).
El apóstol Pablo introduce un nuevo elemento en esta relación entre el Espíritu Santo y la creación. Habla de un universo que “gime y sufre como con dolores de parto” (cf. Rm 8,22). Sufre a causa del hombre que lo ha sometido a la “esclavitud de la corrupción” (cf. vv. 20-21). Es una realidad que nos concierne de cerca y de forma dramática. El Apóstol ve la causa del sufrimiento de la creación en la corrupción y el pecado de la humanidad que la ha arrastrado a su alejamiento de Dios. Esto sigue siendo tan cierto hoy como entonces. Vemos los estragos que la humanidad ha causado y sigue causando en la creación, especialmente en la parte de ella que tiene mayor capacidad para explotar sus recursos.
San Francisco de Asís nos muestra una salida, bella, una salida para volver a la armonía del Espíritu Creador: el camino de la contemplación y la alabanza. Él quería que desde las criaturas se elevara un cántico de alabanza al Creador, recordamos : “Alabado seas, mi Señor…”, el Cántico de San Francisco de Asís.
“Los cielos cuentan la gloria de Dios” - canta un salmo (19:1) - pero necesitan al hombre y a la mujer para dar voz a este grito mudo suyo. Y en el “Santo” de la Misa repetimos cada vez: “Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria”. Están, por así decirlo, “grávidos” de ella, pero necesitan las manos de una buena comadrona para dar a luz esta alabanza suya. Nuestra vocación en el mundo, nos recuerda de nuevo Pablo, es ser “alabanza de su gloria” (Ef 1,12). Se trata de anteponer la alegría de contemplar a la alegría de poseer. Y nadie se ha alegrado más de las criaturas que Francisco de Asís, que no quería poseer ninguna de ellas.