14 de diciembre de 2024 Donar
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Discurso completo del Papa Francisco a los sacerdotes y consagrados en Verona

El Papa Francisco se dirige a los sacerdotes y consagrado en la basílica de San Zenón en Verona (Italia)./ Crédito: Vatican Media

En su primer acto durante su visita apostólica a Verona (Italia), el Papa Francisco se ha reunido con el clero y los consagrados de la ciudad, a los que ha ofrecido una extensa reflexión sobre su vocación y la necesidad de la audacia para llevar adelante su labor apostólica.

A continuación, ofrecemos el texto completo del discurso pronunciado por el Pontífice en la Basílica de San Zeno, en Verona:

Quise comenzar saludando a etas mujeres que son las monjas de clausura. ¿han visto cómo estaban todas? Porque en la clausura, no se pierde la alegría. Está la alegría. Y son muy buenas: nunca chismorrean, son buenas. Gracias, hermanas.

¿Tienen paciencia? Ocho páginas.

Queridos sacerdotes, queridas religiosas y queridos religiosos, ¡buenos días!

Les doy las gracias por estar aquí. Doy las gracias al Obispo por la acogida y por todo el trabajo que está realizando junto con ustedes. Es agradable estar en esta basílica románica, una de las más bellas de Italia, que también inspiró a poetas como Dante y Carducci. Y estar aquí juntos, obispo, sacerdotes y religiosos, y contemplar este espléndido techo del casco nos hace sentir que estamos dentro de una gran barca, y nos hace pensar en el misterio de la Iglesia, la barca del Señor que navega por el mar de la historia para llevar a todos la alegría del Evangelio.

Esta imagen evangélica nos recuerda al menos dos cosas sobre las que me gustaría detenerme con ustedes: la primera es la llamada, la llamada recibida y que siempre hay que aceptar, acoger; y la segunda es la misión, que hay que desempeñar con audacia, con valentía.

En primer lugar, acoger la llamada que recibe. Primer punto de nuestra reflexión. Al comienzo de su ministerio en Galilea, Jesús pasa por la orilla del lago y fija su mirada en una barca y en dos parejas de hermanos pescadores, los primeros echando las redes y los otros arreglándolas. Se acerca y les llama para que le sigan (cf. Mt 4,18- 22; Mc 1,16-20). No lo olvidemos: en el origen de la vida cristiana está la experiencia del encuentro con el Señor, que no depende de nuestros méritos o de nuestro compromiso, sino del amor con el que Él viene a buscarnos, llamando a la puerta de nuestro corazón e invitándonos a una relación con Él. Yo me pregunto y les pregunto: ¿Me he encontrado con al Señor? ¿Me dejo encontrar por el Señor? Más aún, en el origen de la vida sacerdotal y de la vida consagrada no estamos nosotros, nuestros dones o algún mérito especial, sino que está la sorprendente llamada del Señor, su mirada misericordiosa que se ha inclinado sobre nosotros y nos ha elegido para este ministerio, aunque no seamos mejores que los demás. Somos pecadores como los demás. Y esto, hermanas, hermanos, es pura gracia. ¡pura gracia!Me gusta lo que san Agustín decía: Mira de una lado al otro, busca el mérito y no encontrarás nada. Solo gracia. Es pura gracia, pura gratuidad, un don inesperado que abre nuestro corazón al estupor ante la condescendencia de Dios.

La gracia provoca este estupor. Yo nunca me imaginaba algo como esto. El asombro cuando estamos abiertos a la gracia.

Queridos hermanos sacerdotes, queridas religiosas y hermanos religiosos: ¡no perdamos nunca el asombro de la llamada! Recordad el día en el cual el día el Señor nos llamó. Tal vez cada uno de nosotros recuerda bien cómo fue la llamada o al menos el tiempo de la llamada. Recordadlo. Esto nos trae alegría, también no lleva a llorar de alegría por el momento de la llamada. -Tú, ven aquí. -¿Este, aquél? -No, tú. -Per Señor, aquél es mejor que yo. -Tú, desgraciado perscador. Como eres, pero tú. No olvidemos el momento de la llamada. Este asombro ¡qué cosa bella! Esto se alimenta de la memoria del don recibido por gracia, memoria que debemos mantener siempre viva en nosotros. Este es el primer fundamento de nuestra consagración y de nuestro ministerio: acoger la llamada recibida, acoger el don con el que Dios nos ha sorprendido. Si perdemos esta conciencia y esta memoria, corremos el riesgo de ponernos a nosotros mismos en el centro en lugar del Señor; csin esta memoria corremos el riesgo de agitarnos en torno a proyectos y actividades que sirven a nuestras propias causas más que a la del Reino; corremos el riesgo de vivir incluso el apostolado en la lógica de promocionarnos a nosotros mismos y de buscar el consenso, incluso buscando hacer carrera y esto es feísimo, en lugar de gastar nuestra vida por el Evangelio y por el servicio gratuito a la Iglesia.

Es Él quien nos ha elegido (cf. Jn 15,16) Es Él. Él , al centro: si lo recordamos, incluso cuando sentimos el peso del cansancio y de alguna decepción, permanecemos serenos y confiados, seguros de que Él no nos dejará con las manos vacías, nunca. Nos hará esperar, eso es cierto, pero no nos dejará con las manos vacías. Como los pescadores, entrenados en la paciencia, también nosotros, en medio de los complejos desafíos de nuestro tiempo, estamos llamados a cultivar la actitud interior de espera, de paciencia, así como la capacidad de afrontar lo inesperado, los cambios, los riesgos asociados a nuestra misión. Con esa apertura, pero con el corazón despierto. Y pedir al Espíritu Santo esa capacidad de discernir los signos de los tiempos: esto sí, esto n ova bien. Pero podemos hacerlo porque en el origen de nuestro ministerio está su llamada, y no nos dejará solos. Podemos echar las redes y esperar con confianza. Esto nos salva, incluso en los momentos más difíciles; por eso, recordemos la llamada, aceptémosla cada día y permanezcamos con el Señor. Todos sabemos que hay momentos difíciles. Momentos de oscuridad, momentos de desolación, ¿verdad?   En esos momentos oscuros, recordad la llamada, la primera llamada. Y de ahí, tomar fuerzas. Cuando esta experiencia está firmemente arraigada en nosotros, entonces podemos ser audaces en la misión a realizar. Y pienso de nuevo en el mar de Galilea, esta vez después de la resurrección de Jesús.

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Él, a orillas de ese mismo lago, vuelve a encontrarse con los discípulos y los encuentra decepcionados, amargados por un sentimiento de derrota, porque habían salido a pescar "pero aquella noche no habían pescado nada" (cf. Jn 21,3). Cuántas veces no sucede esto en la vida religiosa, apostólica. Entonces les sacude de su resignación, les exhorta a intentarlo de nuevo, a echar de nuevo la red; y ellos "la echaron y no pudieron volver a sacarla por la gran cantidad de peces" (v.6). En los momentos de la desilusión, no detenerse., sino insistir. Resistir. ¡Tantas veces nos olvidamos de esto! A ninguno de nosotros cuando hemos empezado este camino el Señor nos ha dicho que todo seria bello, conformante, no. La vida está llena de alegría, pero también de momentos oscuros. Resistid. La capacidad de seguir adelante y el coraje de resistir.

La audacia apostólica es un don que esta Iglesia conoce bien. Si hay, en efecto, una característica de los sacerdotes y religiosos veroneses, es precisamente la de ser emprendedores, creativos, capaces de encarnar la profecía del Evangelio. ¡Gracias! Gracias por esto. Es un espíritu emprendedor que ha marcado su historia: basta pensar en la huella dejada por tantos sacerdotes, religiosos y laicos en el siglo XIX, a los que hoy podemos venerar como Santos y Beatos. Testigos de la fe que supieron unir el anuncio de la Palabra con el servicio generoso y compasivo a los necesitados, con una "creatividad social" que propició el nacimiento de escuelas de formación, hospitales, residencias de ancianos, casas de acogida y lugares de espiritualidad. Esta audacia de ser creativos por el Pueblo de Dios.

Muchos de estos santos y santas del siglo XIX se encontraban entre sus contemporáneos e, inmersos en la turbulenta historia de su tiempo, gracias a la imaginación de la caridad animada por el Espíritu Santo, lograron crear una especie de "santa fraternidad", capaz de atender las necesidades de los más marginados y los más pobres y de hacerse cargo de sus heridas.

No olviden esto: las heridas de la Iglesia, las heridas de los pobres. No olvidéis al buen samaritano, que se detiene, va allí a curar a las heridas. Una fe, la de ustedes, que se tradujo en la audacia de la misión. Lo necesitamos también hoy: la audacia del testimonio y del anuncio, la alegría de una fe empeñada en la caridad, la inventiva de una Iglesia que sabe acoger los signos de los tiempos y responder a las necesidades de los que más luchan. Audacia, valentía, capacidad de comenzar, capacidad de arriesgarse.  A todos, lo repito, a todos debemos llevar la caricia de la misericordia de Dios.

Y sobre esto, queridos hermanos sacerdotes, me detengo en una cosa. Ustedes no [dirigiéndose a las religiosas]. A los sacerdotes, que son ministros del sacramento de la Penitencia: por favor, perdonen todo. Y cuando la gente va a confesarse, no ir “ahí”: ¿Pero cómo? No, nada. Y si no entienden, si no son capaces en ese momento de entender sigan adelante, el Señor ha entendido. Pero, por favor, no torturen a los penitentes.

Me decía un gran cardenal que, ha sido penitenciario, muy conservador. No digo rígido, pero conservador. Frente a la penitencia, le escuché decir: cuando una persona viene a mí y siento que tiene dificultad en decir las cosas, dije: siga adelante. Yo no entendí, pero Dios entendió.

Esto, en el sacramento de la reconciliación, por favor, que no sea una sesión de tortura. Por favor, perdonen todo. Todo. Y perdonar sin hacer sufrir. Perdonar abriendo el corazón a la esperanza. A ustedes sacerdotes, les pido esto. La Iglesia necesita perdón y ustedes son los instrumentos para perdonar., A todos, a todos debemos llevar la caricia de la misericordia de Dios. Especialmente a los que tienen sed de esperanza, a los que se ven forzados a vivir en los márgenes, heridos por la vida, o por algún error que han cometido, o por las injusticias de la sociedad, que siempre se cometen a costa de los más frágiles. ¿Entendido? Perdonar a todos.

La audacia de una fe que obra en la caridad, la han heredado ustedes de su historia. Por eso quisiera decirles con san Pablo: "No se desanimen haciendo el bien" (2 Tes 3,13). No cedan al desaliento: sean audaces en su misión, sepan todavía ser una Iglesia que se hace cercana, que se acerca a las encrucijadas, que sana las heridas, que da testimonio de la misericordia de Dios. De este modo, la barca del Señor, en medio de las tormentas del mundo, puede poner a salvo a tantos que, de otro modo, correrían el riesgo de naufragar. Las tormentas, como sabemos, no faltan en nuestros días; hay muchas, no faltan; muchas de ellas tienen sus raíces en la avaricia, la codicia, la búsqueda desenfrenada de la autosatisfacción del propio yo, y son alimentadas por una cultura individualista, indiferente y violenta. Las tormentas, la mayor parte, vienen de nosotros, de aquí.

En este sentido, son tan pertinentes las palabras de San Zenón: "No es una falta aislada, queridísimos hermanos, dejarse cautivar por los grilletes de la avaricia. [...] Pero desde que el mundo entero ha sido abrasado por el fuego de esta plaga inextinguible, la avaricia, según se cree, ha dejado de ser una falta, porque no ha dejado a nadie que se la reproche. Todo el mundo se lanza de cabeza a viles ganancias y no se ha encontrado a nadie que le imponga la mordedura de la justicia. [...] De ahí que todas las naciones caigan momento a momento a consecuencia de las heridas de las demás" (Sermón 5 [I, 9], Sobre la avaricia). El riesgo es este, incluso para nosotros: que el mal se convierta en "normal":

Pero esto es “normal”. No . Es un riesgo esto. El mal no debe ser normal. En el infierno sí, pero aquí no. El mal no puede ser normal. Y nos acostumbremos a las cosas feas: “Todo el mundo lo hace”… Y así nos convertimos en cómplices. En cambio, dirigiéndose a los Veroneses, San Zenón dice: "Sus casas están abiertas a todos los caminantes, debajo de ustedes nadie vivo o muerto fue visto desnudo durante mucho tiempo. Ahora nuestros pobres ignoran lo que es mendigar comida" (Sermón 14 [I, 10], Sobre la avaricia). ¡Que estas palabras sean hoy verdad para ustedes!

Hermanos y hermanas, ¡gracias! Gracias por entregar sus vidas al Señor y por su compromiso con el apostolado. Hace algunos días estuve reunido con los sacerdotes con los sacerdotes que ya están jubilados, entre comillas, 40 años de sacerdocio uy más. Y lvi a esos sacerdotes que han dado la vida al Señor y tienen esa sabiduría en el corazón- Y les dije lo mismo. Gracias por su compromiso con el apostolado.

Sigan adelante con valentía. Mejor: ¡adelante con valentía! Tenemos la gracia y la alegría de estar juntos en la barca de la Iglesia, entre horizontes maravillosos y tempestades alarmantes, pero sin miedo, porque el Señor está siempre con nosotros, y es Él quien tiene el timón, quien nos guía, quien nos sostiene. Y esto no sólo lo digo a los sacerdotes, sino a los religiosos y las religiosas. ¡Adelante, coraje! A nosotros nos toca aceptar la llamada y ser audaces en la misión. Como decía uno de sus grandes santos, Daniele Comboni: "Santos y capaces. [...] Lo uno sin lo otro vale poco para quien sigue una carrera apostólica. El misionero y la misionera no pueden ir solos al cielo. Solos irán al infierno. El misionero y la misionera deben ir al cielo acompañados de las almas salvadas.  Por tanto, en primer lugar: santos, [...] pero esto no basta: es necesaria la caridad" (Escritos, 6655). Esto es lo que les deseo a ustedes y a sus comunidades: una "santidad capacitada", una fe viva que con caridad audaz siembre el Reino de Dios en cada situación de la vida cotidiana. Y si el genio de Shakespeare se inspiró en la belleza de este lugar para contarnos las atormentadas vicisitudes de dos amantes, obstaculizados por el odio de sus respectivas familias, nosotros, cristianos, inspirados por el Evangelio, comprometámonos a sembrar por doquier un amor, “donde hay odio que yo ponga amor”, un amor más fuerte que el odio, hoy hay tanto odio en el mundo. Sembrar un amor más fuerte que el odio y más fuerte que la muerte. Sueñen así a Verona, como la ciudad del amor, no sólo en la literatura, sino en la vida. Y que el amor de Dios los acompañe y los bendiga. Y por favor, recen por mí. Pero recen a favor, no en contra. Gracias.

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