Les doy las gracias por estar aquí. Doy las gracias al Obispo por la acogida y por todo el trabajo que está realizando junto con ustedes. Es agradable estar en esta basílica románica, una de las más bellas de Italia, que también inspiró a poetas como Dante y Carducci. Y estar aquí juntos, obispo, sacerdotes y religiosos, y contemplar este espléndido techo del casco nos hace sentir que estamos dentro de una gran barca, y nos hace pensar en el misterio de la Iglesia, la barca del Señor que navega por el mar de la historia para llevar a todos la alegría del Evangelio.
Esta imagen evangélica nos recuerda al menos dos cosas sobre las que me gustaría detenerme con ustedes: la primera es la llamada, la llamada recibida y que siempre hay que aceptar, acoger; y la segunda es la misión, que hay que desempeñar con audacia, con valentía.
En primer lugar, acoger la llamada que recibe. Primer punto de nuestra reflexión. Al comienzo de su ministerio en Galilea, Jesús pasa por la orilla del lago y fija su mirada en una barca y en dos parejas de hermanos pescadores, los primeros echando las redes y los otros arreglándolas. Se acerca y les llama para que le sigan (cf. Mt 4,18- 22; Mc 1,16-20). No lo olvidemos: en el origen de la vida cristiana está la experiencia del encuentro con el Señor, que no depende de nuestros méritos o de nuestro compromiso, sino del amor con el que Él viene a buscarnos, llamando a la puerta de nuestro corazón e invitándonos a una relación con Él. Yo me pregunto y les pregunto: ¿Me he encontrado con al Señor? ¿Me dejo encontrar por el Señor? Más aún, en el origen de la vida sacerdotal y de la vida consagrada no estamos nosotros, nuestros dones o algún mérito especial, sino que está la sorprendente llamada del Señor, su mirada misericordiosa que se ha inclinado sobre nosotros y nos ha elegido para este ministerio, aunque no seamos mejores que los demás. Somos pecadores como los demás. Y esto, hermanas, hermanos, es pura gracia. ¡pura gracia!Me gusta lo que san Agustín decía: Mira de una lado al otro, busca el mérito y no encontrarás nada. Solo gracia. Es pura gracia, pura gratuidad, un don inesperado que abre nuestro corazón al estupor ante la condescendencia de Dios.
La gracia provoca este estupor. Yo nunca me imaginaba algo como esto. El asombro cuando estamos abiertos a la gracia.
Queridos hermanos sacerdotes, queridas religiosas y hermanos religiosos: ¡no perdamos nunca el asombro de la llamada! Recordad el día en el cual el día el Señor nos llamó. Tal vez cada uno de nosotros recuerda bien cómo fue la llamada o al menos el tiempo de la llamada. Recordadlo. Esto nos trae alegría, también no lleva a llorar de alegría por el momento de la llamada. -Tú, ven aquí. -¿Este, aquél? -No, tú. -Per Señor, aquél es mejor que yo. -Tú, desgraciado perscador. Como eres, pero tú. No olvidemos el momento de la llamada. Este asombro ¡qué cosa bella! Esto se alimenta de la memoria del don recibido por gracia, memoria que debemos mantener siempre viva en nosotros. Este es el primer fundamento de nuestra consagración y de nuestro ministerio: acoger la llamada recibida, acoger el don con el que Dios nos ha sorprendido. Si perdemos esta conciencia y esta memoria, corremos el riesgo de ponernos a nosotros mismos en el centro en lugar del Señor; csin esta memoria corremos el riesgo de agitarnos en torno a proyectos y actividades que sirven a nuestras propias causas más que a la del Reino; corremos el riesgo de vivir incluso el apostolado en la lógica de promocionarnos a nosotros mismos y de buscar el consenso, incluso buscando hacer carrera y esto es feísimo, en lugar de gastar nuestra vida por el Evangelio y por el servicio gratuito a la Iglesia.
Es Él quien nos ha elegido (cf. Jn 15,16) Es Él. Él , al centro: si lo recordamos, incluso cuando sentimos el peso del cansancio y de alguna decepción, permanecemos serenos y confiados, seguros de que Él no nos dejará con las manos vacías, nunca. Nos hará esperar, eso es cierto, pero no nos dejará con las manos vacías. Como los pescadores, entrenados en la paciencia, también nosotros, en medio de los complejos desafíos de nuestro tiempo, estamos llamados a cultivar la actitud interior de espera, de paciencia, así como la capacidad de afrontar lo inesperado, los cambios, los riesgos asociados a nuestra misión. Con esa apertura, pero con el corazón despierto. Y pedir al Espíritu Santo esa capacidad de discernir los signos de los tiempos: esto sí, esto n ova bien. Pero podemos hacerlo porque en el origen de nuestro ministerio está su llamada, y no nos dejará solos. Podemos echar las redes y esperar con confianza. Esto nos salva, incluso en los momentos más difíciles; por eso, recordemos la llamada, aceptémosla cada día y permanezcamos con el Señor. Todos sabemos que hay momentos difíciles. Momentos de oscuridad, momentos de desolación, ¿verdad? En esos momentos oscuros, recordad la llamada, la primera llamada. Y de ahí, tomar fuerzas. Cuando esta experiencia está firmemente arraigada en nosotros, entonces podemos ser audaces en la misión a realizar. Y pienso de nuevo en el mar de Galilea, esta vez después de la resurrección de Jesús.