La Octava de Pascua va llegando a su fin y no debemos perder de vista todo lo que hemos recibido en estos días hermosos –el gozo de este ‘gran domingo’ que ha de prolongarse el resto del Tiempo Pascual– . Sin duda, desde el cielo seguirán cayendo torrentes de gracia sobre nuestras vidas si nos disponemos a cooperar con ella y fortalecer nuestra fe en Cristo resucitado. Con Él crece la esperanza en que algún día también nosotros habremos de resucitar. Que siga resonando fuerte en nuestros corazones: ¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!
La Liturgia de la Palabra, como en los días previos, presenta los hechos acontecidos tras la resurrección de Cristo; aunque el Evangelio de hoy muestra un giro que apunta a la misión apostólica.
En la Primera Lectura, también tomada de los Hechos de los Apóstoles, Juan y Pedro, tras comparecer ante el sanedrín, son conminados a dejar de proclamar y obrar en nombre de Jesús. No obstante, esta resulta una reacción tardía por parte de los ancianos y saduceos. Ellos mismos se han percatado de un hecho inexorable: “En aquellos días, los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas, se quedaron sorprendidos al ver el aplomo con que Pedro y Juan hablaban, pues sabían que eran hombres del pueblo sin ninguna instrucción” (ver: Hch 4, 13-21) .
Sábado de la Octava de Pascua
Hoy, sábado 26 de abril, celebramos el séptimo día de la Octava de Pascua. La lectura del Evangelio está tomada de San Marcos (Mc 16, 9-15), quien, haciendo un recuento de las recientes apariciones de Jesús resucitado, fuerza a tomar conciencia de la debilidad humana, de nuestra poca fe -débil como la de sus discípulos-. A pesar de eso, el final del pasaje evangélico resulta por demás esperanzador: el Señor expresa su incondicional confianza en los hombres y les encomienda la misión de predicar su Evangelio por el mundo.
San Marcos recuerda cómo a María Magdalena los discípulos no le creyeron cuando dio testimonio del encuentro con Jesús en la mañana de su resurrección. Los apóstoles tampoco les creyeron a los discípulos de Emaús, aún cuando lo que decían portaba una fuerza inusitada. Aunque en ambos casos los testigos -María Magdalena y los discípulos de Emaús- eran absolutamente confiables y sus testimonios elocuentes, igual el muro de la incredulidad bloqueaba los corazones. Finalmente, Jesús se aparece a los Once topándose con sus dudas y temores. ¡Qué podría haber hecho el Maestro sino reprochar semejante incredulidad! Inevitablemente las cosas deberán tomar un curso nuevo: aquellos que no creyeron, serán ahora los que den testimonio –“Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura”–.