Los días de la Octava de Pascua son días en los que el Señor se acerca a nosotros de una manera especial: en las circunstancias más cotidianas, sencillas o habituales Él “se aparece” para compartir con nosotros. Así lo hizo con los discípulos de Emaús, así también con los apóstoles en el lago de Tiberíades. Por eso, mantengamos encendida la llama de la alegría porque Cristo resucitado está a nuestro lado, cerca, pase lo que pase, aún si le hemos fallado. Que siga resonando fuerte: ¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!
La Liturgia de la Palabra en estos días continúa presentando los hechos extraordinarios acontecidos tras la resurrección de Cristo. El Señor se muestra sin aspavientos, irradiando caridad, suscitando cercanía y confianza; está fortaleciendo a sus discípulos para la misión más grande y hermosa.
Por su parte, los discípulos habrán de seguir lidiando con sus temores y dudas, pero ya no son los mismos. La Resurrección lo ha transformado todo. Los apóstoles van dejando al ‘hombre viejo’ para dar paso al ‘hombre nuevo’ (Cf. Ef 4, 20-24). Así lo evidencia la secuencia que se sigue esta semana en la Primera Lectura, siempre tomada de los Hechos de los Apóstoles. Juan y Pedro han curado a un paralítico y ahora proclaman la resurrección de los muertos. Cuestionados por los saduceos y los ancianos sobre el origen de su tal autoridad, Pedro contesta con firmeza que ellos actúan “en el nombre de Jesús de Nazaret”. Esto viene del cielo y no por mérito humano (Hch 4, 1-12).
Viernes de la Octava de Pascua
Hoy, viernes 5 de abril, celebramos el sexto día de la Octava de Pascua. La lectura del Evangelio está tomada del relato de San Juan (Jn 21, 1-14), quien da cuenta del encuentro de Cristo resucitado con sus discípulos a orillas del lago de Tiberíades.
Juan llama a esta “la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos”. Dice la Escritura que estaban Simón Pedro, Tomás, Natanael, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos más, quienes salieron juntos a pescar. Las horas pasan y no logran pescar nada. Cuando estaba por amanecer, Jesús se aparece en la orilla -los discípulos no lo reconocen- y desde allí les pregunta si han logrado pescar algo. La respuesta fue más que contundente: “No”. Jesús entonces les dice: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Así lo hicieron y pescaron tal cantidad de peces que las redes parecían reventar. Al ver lo que acababa de suceder frente a sus ojos, Juan se da cuenta de que esta pesca no puede venir sino de Dios. Entonces le dice a Pedro: “¡Es el Señor!”; quien, embargado por la emoción, se lanza al mar en el acto, y nada en dirección a donde estaba Jesús. El resto permanece en la barca, tirando de la red también hacia la orilla. Llegados a tierra ven que Jesús los esperaba con el fuego encendido, y sobre este un pescado y un pan. “Traigan algunos pescados de los que acaban de pescar”, pidió el Señor, y Pedro acude a la orden de inmediato. Y aunque nadie se atrevía a preguntar, todos sabían bien que era Jesús a quien tenían enfrente. Él tomó el pan y el pescado y lo repartió entre ellos.