La Liturgia de la Palabra durante los días de la Octava de Pascua se caracteriza por mantener vivo el espíritu dominical del día de la Resurrección, lo que se evidencia en los pasajes seleccionados de los evangelios a ser proclamados día a día.
Al mismo tiempo, habrán de ser subrayados momentos claves de la vida de los apóstoles después de la Resurrección de Cristo. Los discípulos, quienes en su mayoría habían sido golpeados interiormente por la muerte del Maestro, ahora aparecen impregnados de un espíritu nuevo, llenos de la fuerza espiritual que brota del acontecimiento más significativo de la historia: el Dios-Hecho-Hombre ha vuelto a la vida. Por esta razón, la primera lectura de cada día de la Octava está tomada de los Hechos de los Apóstoles.
Martes de la Octava de Pascua
Hoy, martes 2 de abril, celebramos el tercer día de la Octava de Pascua. La lectura del Evangelio está tomada del relato de San Juan, quien presenta el momento del encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado (Jn 20, 11-18). Son solo ocho versículos, pero de elocuencia impactante.
María está llorando frente al sepulcro y por su mente pasa una y otra vez la idea de que se han robado el cuerpo de Jesús. Sin que las lágrimas dejen de brotar de sus ojos, se acerca al sepulcro y se asoma para ver el interior. De pronto se percata que está en presencia de dos ángeles. Estos le preguntaron: «“¿Por qué estás llorando, mujer?” Ella les contestó: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo habrán puesto”». La mujer mira hacia atrás y se topa con Jesús, a quien no reconoce y cree el jardinero del lugar. Jesús le hace la misma pregunta que los ángeles: “Mujer, ¿por qué estás llorando?”, y ella insiste en la sospecha de que alguien se ha llevado el cuerpo del Señor. Entonces se precipita el dulce final. Jesús la llama por su nombre “¡María!” y como si sus ojos recién se hubiesen abierto, la mujer lo reconoce e instantáneamente responde: ¡Maestro! El Señor resucitado se aparta y María Magdalena se enrumba hacia donde están los apóstoles para contarles que Cristo, el Señor, ha resucitado.
San Anastasio de Antioquía en el siglo VI decía: “El Mesías, pues, tenía que padecer, y su pasión era totalmente necesaria, como él mismo lo afirmó cuando calificó de hombres sin inteligencia y cortos de entendimiento a aquellos discípulos que ignoraban que el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria. Porque él, en verdad, vino para salvar a su pueblo, dejando aquella gloria que tenía junto al Padre antes que el mundo existiese (...) Y vemos, en cierto modo, cómo aquella gloria que poseía como Unigénito, y a la que por nosotros había renunciado… le es restituida a través de la cruz (...) El evangelista [San Juan] identifica la gloria con la muerte en cruz”.