A continuación, la homilía completa del Papa Francisco en la Misa de canonización de Mama Antula, la primera santa argentina que ha sido elevada a los altares este 11 de febrero:
La primera lectura (cf. Lv 13,1-2.45-46) y el Evangelio (cf. Mc 1,40-45) hablan de la lepra: una enfermedad que conlleva la progresiva destrucción física de la persona y a la que, en algunos lugares, lamentablemente, con frecuencia se asocian todavía actitudes de marginación. Lepra y marginación son dos males de los que Jesús quiere liberar al hombre que encuentra en el Evangelio. Veamos su situación.
Aquel leproso se ve obligado a vivir fuera de la ciudad. Frágil a causa de su enfermedad, en vez de ser ayudado por sus compatriotas es abandonado a su suerte, y se le hiere aún más con el alejamiento y el rechazo. ¿Por qué? Ante todo, por miedo, por el miedo a ser contagiados y terminar como él: “¡Que no nos suceda también a nosotros! ¡No nos arriesguemos, permanezcamos alejados!”. Y viene el miedo. Después, por prejuicio: “Si tiene una enfermedad tan horrible —era la opinión común— seguramente es porque Dios lo está castigando por alguna culpa que haya cometido; y entonces, claramente, se lo merece”. Esto es el prejuicio. Y, finalmente, la falsa religiosidad. En aquel tiempo, en efecto, se consideraba que quien tocaba a un muerto se volvía impuro, y los leprosos eran gente a quienes la carne “se les moría encima”. Por tanto, se pensaba que rozarlos significaba volverse impuros como ellos. Esta es una religiosidad distorsionada, que crea barreras y sepulta la piedad.
Miedo, prejuicio y falsa religiosidad, he aquí tres causas de una gran injusticia, tres “lepras del alma” que hacen sufrir a una persona débil descartándola como un desecho. Hermanos, hermanas, no pensemos que son sólo cosas del pasado. ¡Cuántas personas que sufren encontramos en las aceras de nuestras ciudades! ¡Y cuántos miedos, prejuicios e incoherencias, aun entre los que creen y se profesan cristianos, contribuyen a herirlas aún más! También en nuestro tiempo hay tanta marginación, hay barreras que derribar, “lepras” que sanar. Pero, ¿cómo? Veamos lo que hace Jesús. Él realiza dos gestos: toca y sana.
Primer gesto: tocar. Jesús, ante el grito de ayuda de aquel hombre (cf. v. 40), siente compasión, se detiene, extiende la mano y lo toca (cf. v. 41), aun sabiendo que, haciéndolo, se convertirá a su vez en un “rechazado”. Es más, paradójicamente, los papeles se invertirán: el enfermo, cuando sea sanado, podrá ir a presentarse a los sacerdotes y ser readmitido en la comunidad. Jesús, en cambio, no podrá entrar más en ninguna ciudad (cf. v. 45). El Señor habría podido entonces evitar tocar a aquella persona, habría sido suficiente con “curarla a distancia”. Pero Cristo no es así, su camino es el del amor que se acerca al que sufre, que entra en contacto, que toca sus heridas. Nuestro Dios, queridos hermanos y hermanas, no permaneció distante en el cielo, sino que en Jesús se hizo hombre para tocar nuestra pobreza. Y frente a la “lepra” más grave, la del pecado, no dudó en morir en la cruz, fuera de los muros de la ciudad, repudiado como un pecador, para tocar nuestra realidad humana hasta lo más hondo.
Y nosotros, que amamos y seguimos a Jesús, ¿sabemos hacer nuestro su “toque”? No es fácil. Por eso debemos vigilar cuando en el corazón se asoman los instintos contrarios a su “hacerse cercano” y a su “hacerse don”. Por ejemplo, cuando tomamos distancia de los demás para centrarnos en nosotros mismos, cuando reducimos el mundo a los recintos de nuestro “estar bien”, cuando creemos que el problema son siempre y solamente los demás. En estos casos tengamos cuidado, porque el diagnóstico es claro: se trata de “lepra del alma”; una enfermedad que nos hace insensibles al amor, a la compasión, que nos destruye por medio de las “gangrenas” del egoísmo, del prejuicio, de la indiferencia y de la intolerancia. Estemos atentos también porque sucede como en el caso de las primeras manchitas de lepra, las que aparecen en la piel en la fase inicial del mal: si no se actúa de inmediato, la infección crece y se vuelve devastadora. Pero, ¿cuál es el tratamiento?