Cuando la relación alcanza este nivel de degeneración, ya se ha perdido la lucidez. La ira hace perder la lucidez. Porque a veces, una de las características de la ira, es la de no calmarse con el tiempo. En esos casos, incluso la distancia y el silencio, en lugar de calmar el peso de los malentendidos, lo magnifican. Por ese motivo, el apóstol Pablo -como hemos escuchado- recomienda a sus cristianos que aborden inmediatamente el problema e intenten la reconciliación, y dice así: “No permitan que la noche los sorprenda enojados”. Es importante que todo se disuelva inmediatamente, antes de la puesta del sol. Si durante el día puede surgir algún malentendido, y dos personas dejan de entenderse, percibiéndose de pronto alejadas, no hay que entregar la noche al diablo. El vicio nos mantendría despiertos en la oscuridad, rumiando nuestras razones y errores inexplicables que nunca son nuestros y siempre del otro. Es así, cuando una persona está bajo la ira, siempre, siempre dice que el problema es del otro. Nunca es capaz de reconocer los propios defectos y faltas.
En el “Padre nuestro” Jesús nos hace orar por nuestras relaciones humanas que son un terreno minado: un plan que nunca está en equilibrio perfecto. En la vida tenemos que tratar con los deudores incumplidores frente a nosotros; como ciertamente nosotros no siempre hemos amado a todos en justa medida. A algunos no les hemos devuelto el amor que se les debe. Todos somos pecadores, todos, y todos tenemos las cuentas en números rojos y somos deudores, tenemos la cuenta en rojo. Por tanto, todos tenemos que aprender a perdonar para ser perdonados. Los hombres no están juntos si no se practican también en el arte del perdón, siempre que esto sea humanamente posible. Lo que contrarresta la ira es la benevolencia, la amplitud de corazón, la mansedumbre, la paciencia.
Pero sobre el tema de la ira, hay que decir una última cosa. Es un vicio terrible, se dijo, está en el origen de las guerras y la violencia. El poema de la Ilíada describe "la cólera de Aquiles", que será causa de "luto infinito". Pero no todo lo que nace de la ira es malo. Los antiguos eran muy conscientes de que hay una parte irascible en nosotros que no puede ni debe negarse. Las pasiones son hasta cierto punto inconscientes: suceden, son experiencias de la vida. No somos responsables de la ira en su surgimiento, sino siempre en su desarrollo. Y a veces es bueno que la ira se desahogue de la manera adecuada. Si una persona no se enfada nunca, si no se indigna ante la injusticia, si no siente algo que le estremece las entrañas ante la opresión de un débil, entonces significaría que no es humana, y mucho menos cristiana.
Existe una santa indignación, que no es una ira, sino un movimiento del interior, una santa indignación. Jesús la conoció varias veces en su vida (cf.Mc 3, 5): nunca respondió al mal con el mal, pero en su alma experimentó este sentimiento y, en el caso de los mercaderes en el Templo, realizó una acción fuerte y profética, dictada no por la ira, sino por el celo para la casa del Señor (cf. Mt 21, 12-13). Debemos distinguir bien. Una cosa es el celo, la santa indignación, y otra cosa es la ira, que es mala. Nos corresponde a nosotros, con la ayuda del Espíritu Santo, encontrar la justa medida de las pasiones. Educarlas bien para que vuelvan hacia el bien, y no al mal.
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