23 de noviembre de 2024 Donar
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Catequesis completa del Papa Francisco sobre la ira

El Papa Francisco entra en el Aula Pablo VI este 31 de enero/ Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa

Continuando con su ciclo de catequesis sobre los vicios y las virtudes, el Papa Francisco reflexionó en la Audiencia General de este miércoles 31 de enero sobre la ira, “un vicio particularmente tenebroso”.

A continuación, la catequesis completa del Santo Padre:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

Hoy nos detenemos a reflexionar sobre el vicio de la ira. Nosotros, ahora estamos hablando de los vicios y las virtudes y hoy toca reflexionar sobre el vicio de la ira. Es un vicio particularmente  tenebroso, y es quizás el más simple de individualizar desde un punto de vista físico. La persona  dominada por la ira difícilmente logra disimular este ímpetu: lo reconoces por los movimientos  del cuerpo, por la agresividad, por la respiración agitada, por la mirada torva y ceñuda.  

En su manifestación más aguda la ira es un vicio que no deja tregua. Si nace de una  injusticia padecida (o considerada como tal), a menudo no se desata contra el culpable, sino  contra el primer desafortunado. Hay hombres que contienen su ira en  el lugar de trabajo, demostrándose tranquilos y compasivos, pero que una vez llegados a la casa  se vuelven insoportables para la esposa y los hijos. La ira es un vicio desenfrenado: es capaz de  quitar el sueño y de hacernos continuamente maquinar en nuestra mente, sin lograr encontrar una  barrera para razonamientos y pensamientos.  

La ira es un vicio destructivo de las relaciones humanas. Expresa la incapacidad de aceptar la  diversidad del otro, especialmente cuando sus decisiones de vida difieren de las nuestras. No se  detiene a los malos comportamientos de una persona, sino que lo arroja todo a la caldera: es el  otro, el otro tal como es, el otro como tal el que provoca la ira y el resentimiento. Se empieza a  detestar el tono de su voz, sus banales gestos cotidianos, sus formas de razonar y de sentir.  

Cuando la relación alcanza este nivel de degeneración, ya se ha perdido la lucidez. La ira hace perder la lucidez. Porque  a veces, una de las características de la ira, es la de no calmarse con el tiempo. En esos casos,  incluso la distancia y el silencio, en lugar de calmar el peso de los malentendidos, lo magnifican.  Por ese motivo, el apóstol Pablo -como hemos escuchado- recomienda a sus cristianos que  aborden inmediatamente el problema e intenten la reconciliación, y dice así: “No permitan que la noche los  sorprenda enojados”. Es importante que todo se disuelva inmediatamente, antes de la puesta del  sol. Si durante el día puede surgir algún malentendido, y dos personas dejan de entenderse,  percibiéndose de pronto alejadas, no hay que entregar la noche al diablo. El vicio nos mantendría  despiertos en la oscuridad, rumiando nuestras razones y errores inexplicables que nunca son  nuestros y siempre del otro. Es así, cuando una persona está bajo la ira, siempre, siempre dice que el problema es del otro. Nunca es capaz de reconocer los propios defectos y faltas. 

En el “Padre nuestro” Jesús nos hace orar por nuestras relaciones humanas que son un  terreno minado: un plan que nunca está en equilibrio perfecto. En la vida tenemos que tratar con  los deudores incumplidores frente a nosotros; como ciertamente nosotros no siempre hemos  amado a todos en justa medida. A algunos no les hemos devuelto el amor que se les debe. Todos  somos pecadores, todos, y todos tenemos las cuentas en números rojos y somos deudores, tenemos la cuenta en rojo. Por tanto, todos tenemos que aprender a  perdonar para ser perdonados. Los hombres no están juntos si no se practican también en el arte del perdón, siempre que esto sea humanamente posible. Lo que contrarresta la ira es la benevolencia, la amplitud de  corazón, la mansedumbre, la paciencia. 

Pero sobre el tema de la ira, hay que decir una última cosa. Es un vicio terrible, se dijo, está en el origen de las guerras y la violencia. El poema de la Ilíada describe "la cólera de  Aquiles", que será causa de "luto infinito". Pero no todo lo que nace de la ira es malo. Los  antiguos eran muy conscientes de que hay una parte irascible en nosotros que no puede ni debe  negarse. Las pasiones son hasta cierto punto inconscientes: suceden, son experiencias de la vida.  No somos responsables de la ira en su surgimiento, sino siempre en su desarrollo. Y a veces es  bueno que la ira se desahogue de la manera adecuada. Si una persona no se enfada nunca, si no se  indigna ante la injusticia, si no siente algo que le estremece las entrañas ante la opresión de un  débil, entonces significaría que no es humana, y mucho menos cristiana. 

Existe una santa indignación, que no es una ira, sino un movimiento del interior, una santa indignación. Jesús la conoció varias veces en su vida (cf.Mc 3, 5): nunca  respondió al mal con el mal, pero en su alma experimentó este sentimiento y, en el caso de los mercaderes en el Templo, realizó una acción fuerte y profética, dictada no por la ira, sino por el  celo para la casa del Señor (cf. Mt 21, 12-13).  Debemos distinguir bien. Una cosa es el celo, la santa indignación, y otra cosa es la ira, que es mala. Nos corresponde a nosotros, con la ayuda del Espíritu Santo, encontrar la justa medida de  las pasiones. Educarlas bien para que vuelvan hacia el bien, y no al mal. 

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