A continuación, la homilía que el Papa Francisco pronunció en la celebración de las Segundas Vísperas por la Solemnidad de la Conversión de San Pablo, llevada a cabo en la Basílica de San Pablo de Extramuros:
En el Evangelio que hemos escuchado, el doctor de la Ley, aunque se dirige a Jesús llamándolo “Maestro”, no quiere dejarse instruir por él, sino “ponerlo a prueba”. Pero una falsedad aún mayor emerge de su pregunta: “¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?” (Lc 10,25). Hacer para heredar, hacer para tener: he aquí una religiosidad distorsionada, basada en la posesión más que en el don, donde Dios es el medio para obtener lo que quiero, no el fin a amar con todo el corazón. Pero Jesús es paciente e invita a ese doctor a encontrar la respuesta en la Ley de la que era experto, que prescribe: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27).
Entonces aquel hombre, “queriendo justificarse”, plantea una segunda pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10,29). Si la primera pregunta corría el riesgo de reducir a Dios al propio “yo”, esta trata de dividir: dividir a las personas entre las que se deben amar y las que se pueden ignorar.
Y dividir nunca es de Dios, sino del diablo, el divisor. Jesús, sin embargo, no responde teorizando, sino con la parábola del buen samaritano, con una historia concreta, que nos involucra también a nosotros. Porque, queridos hermanos y hermanas, quienes se comportan mal y con indiferencia, son el sacerdote y el levita, que anteponen a las necesidades del que sufre la tutela de sus tradiciones religiosas. El que da sentido a la palabra “prójimo” es, en cambio, un hereje, un samaritano, porque se hace prójimo: siente compasión, se acerca y se inclina tiernamente sobre las heridas de ese hermano; se ocupa de él, independientemente de su pasado y de sus culpas, y lo sirve con todo su ser (cf. Lc 10,33-35).
Esto permite a Jesús concluir que la pregunta correcta no es “¿quién es mi prójimo?” sino: “¿me hago yo prójimo?” Sólo este amor que se convierte en servicio gratuito, sólo este amor que Jesús proclamó y vivió, acercará a los cristianos separados los unos a los otros. Sí, sólo este amor, que no vuelve al pasado para poner distancia o señalar con el dedo; sólo este amor, que en nombre de Dios antepone el hermano a la férrea defensa del propio sistema religioso, nos unirá. Primero el hermano, luego el sistema.
Hermanos y hermanas, entre nosotros nunca deberíamos preguntarnos “¿quién es mi prójimo?”. Porque todo bautizado pertenece al mismo Cuerpo de Cristo; y más aún, porque toda persona en el mundo es mi hermano o mi hermana, y todos componemos la “sinfonía de la humanidad”, de la que Cristo es primogénito y redentor. Como recuerda san Ireneo, que tuve la alegría de proclamar “Doctor de la unidad”: “el amante de la verdad no debe dejarse engañar por el intervalo particular de cada tono, ni suponer un creador para uno y otro para otro […], sino uno sólo” (Adv. Haer. II, 25, 2).