En este comienzo de año resuena con toda su actualidad la exhortación del Concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes: “Existen sobre la guerra y sus problemas varios tratados internacionales, suscritos por muchas naciones, para que las operaciones militares y sus consecuencias sean menos inhumanas [...]. Hay que cumplir estos tratados; es más, están obligados todos, especialmente las autoridades públicas y los técnicos en estas materias, a procurar cuanto puedan su perfeccionamiento, para que así se consiga mejor y más eficazmente atenuar la crueldad de las guerras”.[2]
Puede que no caigamos en la cuenta de que las víctimas civiles no son “daños colaterales”; son hombres y mujeres con nombres y apellidos que pierden la vida. Son niños que quedan huérfanos y privados de un futuro. Son personas que sufren el hambre, la sed y el frío o que quedan mutiladas a causa de la potencia de las armas modernas. Si fuésemos capaces de mirar a cada uno de ellos a los ojos, de llamarlos por su nombre y de evocar su historia personal, miraríamos la guerra por lo que es: tan sólo una inmensa tragedia y “una inútil masacre”[3], que golpea la dignidad de cada persona sobre esta tierra.
Por otra parte, las guerras pueden proseguir gracias a la enorme disponibilidad de armas. Es necesario aplicar una política de desarme, porque es ilusorio pensar que los armamentos tienen un valor disuasorio. Más bien ocurre lo contrario; la disponibilidad de armas incentiva su uso e incrementa su producción. Las armas crean desconfianza y desvían recursos. ¿Cuántas vidas se podrían salvar con los recursos que hoy se destinan a los armamentos? ¿No sería mejor invertir en favor de una verdadera seguridad global?
Los desafíos de nuestro tiempo trascienden las fronteras, como demuestran las varias crisis que caracterizan el inicio del siglo: alimentaria, ambiental, económica y sanitaria. En esta sede, reitero la propuesta de constituir un Fondo mundial para eliminar de una vez por todas el hambre [4] y promover un desarrollo sostenible para todo el planeta.
Entre las amenazas causadas por tales instrumentos de muerte, no puedo dejar de mencionar la que provocan los arsenales nucleares y el desarrollo de artefactos cada vez más sofisticados y destructivos. Reitero una vez más la inmoralidad de fabricar y poseer armas nucleares. A este respecto, expreso la esperanza de que se puedan retomar lo antes posible las negociaciones para la reanudación del Plan de Acción Integral Conjunto ̧ mejor conocido como “Acuerdo sobre el programa nuclear de Irán”, para garantizar un futuro más seguro para todos.
Sin embargo, para conseguir la paz, no es suficiente eliminar los instrumentos bélicos, es necesario extirpar de raíz las causas de las guerras, la primera de todas es el hambre, una plaga que golpea todavía hoy zonas enteras de la tierra, mientras que en otras se verifica un considerable desperdicio de alimentos. Está además la explotación de los recursos naturales, que enriquece a unos pocos, dejando en la miseria y en la pobreza a poblaciones enteras, que serían las beneficiarias naturales de esos recursos. A esta causa se puede conectar en cierto modo la explotación de las personas, obligadas a trabajar mal pagadas y sin perspectivas reales de un crecimiento profesional.
Entre las causas de conflicto están también las catástrofes naturales y ambientales. Ciertamente hay desastres que la mano del hombre no puede controlar. Pienso en los recientes terremotos en Marruecos y China, que han causados centenares de víctimas, como también al que ha golpeado duramente a Turquía y parte de Siria, dejando tras de sí una tremenda estela de muerte y destrucción. Pienso también al aluvión que golpeó a Derna en Libia, destruyendo de hecho la ciudad, también a causa del derrumbe simultaneo de dos presas.
Hay, sin embargo, desastres que también son atribuibles a la acción o la negligencia humanas y que contribuyen gravemente a la actual crisis climática, como la deforestación de la Amazonia, que es el “pulmón verde” de la tierra.
La crisis climática y medioambiental ha sido el tema de la XXVIII Conferencia de los Estados Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP28), celebrada en Dubái el mes pasado, a la que lamento no haber podido asistir personalmente. Esa comenzó coincidiendo con el anuncio de la Organización Meteorológica Mundial de que 2023 fue el año más caluroso jamás registrado, en comparación con los 174 años anteriores. La crisis climática exige una respuesta cada vez más urgente y requiere la plena implicación de todos, así como de toda la comunidad internacional[5].
La adopción del documento final en la COP28 representa un paso estimulante y revela que, frente a las múltiples crisis que estamos viviendo, existe la posibilidad de revitalizar el multilateralismo a través de la gestión de la cuestión climática global, en un mundo en el que los problemas medioambientales, sociales y políticos están estrechamente entrelazados. En la COP28 ha quedado claro que la década actual es la decisiva para hacer frente al cambio climático. El cuidado de la creación y la paz “son los problemas más acuciantes y están interrelacionados”[6].
Espero, por tanto, que lo acordado en Dubái conduzca a “una aceleración decisiva hacia la transición ecológica, por medio de formas que [...] se realicen en cuatro campos: la eficiencia energética, las fuentes renovables, la eliminación de los combustibles fósiles y la educación a estilos de vida menos dependientes de estos últimos”[7].
Las guerras, la pobreza, el abuso de nuestra casa común y la continua explotación de sus recursos, que están en el origen de los desastres naturales, son también causas que empujan a miles de personas a abandonar su patria en busca de un futuro de paz y seguridad. En su viaje ponen en riesgo sus vidas debido a rutas peligrosas, como en el desierto del Sahara, en la selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá; en Centroamérica, en el norte de México, frontera con Estados Unidos y, sobre todo, en el Mar Mediterráneo.
Lamentablemente, esta última ruta se ha convertido en un gran cementerio en la última década, con tragedias que se siguen produciendo, también a causa de traficantes de seres humanos sin escrúpulos. Entre las numerosas víctimas, no lo olvidemos, hay muchos menores no acompañados.
El Mediterráneo debería ser más bien un laboratorio de paz, un “lugar donde países y realidades diferentes se encuentren sobre la base de la común humanidad que todos compartimos” [8], como he podido señalar en Marsella, durante mi viaje —por el que doy las gracias a los organizadores y a las autoridades francesas, con ocasión de los encuentros Mediterránaneos—. Ante esta ingente tragedia fácilmente acabamos cerrando nuestros corazones, atrincherándonos tras el miedo a una “invasión”. Olvidamos fácilmente que se trata de personas con rostros y nombres y pasamos por alto la vocación del Mare Nostrum, que es la de ser un lugar de encuentro y enriquecimiento mutuo entre personas, pueblos y culturas. Esto no quita que la migración tenga que ser reglamentada para acoger, promover, acompañar e integrar a los migrantes, en el respeto a la cultura, la sensibilidad y la seguridad de las poblaciones que se encargan de la acogida y la integración. Por otra parte, también es necesario recordar el derecho a poder permanecer en la propia patria y la consiguiente necesidad de crear las condiciones para que ese derecho se pueda realmente poner en práctica.
Ante este reto, ningún país puede quedarse solo y ninguno puede pensar en abordar la cuestión de forma aislada mediante una legislación más restrictiva y represiva, aprobada a veces bajo la presión del miedo o en busca de un consenso electoral. Por ello, acojo con satisfacción el compromiso de la Unión Europea de buscar una solución común mediante la adopción del nuevo Pacto sobre la Migración y el Asilo, aunque señalando algunas de sus limitaciones, especialmente en lo que se refiere al reconocimiento del derecho de asilo y al peligro de detención arbitraria.
Queridos Embajadores:
El camino hacia la paz exige el respeto de la vida, de toda vida humana, empezando por la del niño no nacido en el seno materno, que no puede ser suprimida ni convertirse en un producto comercial. En este sentido, considero deplorable la práctica de la llamada maternidad subrogada, que ofende gravemente la dignidad de la mujer y del niño; y se basa en la explotación de la situación de necesidad material de la madre. Un hijo es siempre un don y nunca el objeto de un contrato. Por ello, hago un llamamiento para que la Comunidad internacional se comprometa a prohibir universalmente esta práctica. En cada momento de su existencia, la vida humana debe ser preservada y tutelada, aunque constato, con pesar, especialmente en Occidente, la persistente difusión de una cultura de la muerte que, en nombre de una falsa compasión, descarta a los niños, los ancianos y los enfermos.
El camino hacia la paz exige el respeto de los derechos humanos, según la sencilla pero clara formulación contenida en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo 75 aniversario hemos celebrado recientemente. Se trata de principios racionalmente evidentes y comúnmente aceptados. Desgraciadamente, los intentos que se han producido en las últimas décadas de introducir nuevos derechos, no del todo compatibles respecto a los definidos originalmente y no siempre aceptables, han dado lugar a colonizaciones ideológicas, entre las que ocupa un lugar central la teoría de género, que es extremadamente peligrosa porque borra las diferencias en su pretensión de igualar a todos. Tales colonizaciones ideológicas provocan heridas y divisiones entre los Estados, en lugar de favorecer la construcción de la paz.
El diálogo, por su parte, debe ser el alma de la comunidad internacional. La situación actual se debe también al debilitamiento de las estructuras de la diplomacia multilateral que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial. Esos Organismos que fueron creados para fomentar la seguridad, la paz y la cooperación ya no logran reunir a todos sus miembros en torno a una misma mesa. Existe el riesgo de una “monadología” y de la fragmentación en clubes que sólo admiten a los Estados considerados ideológicamente afines. Incluso aquellos organismos, hasta ahora eficaces, centrados en el bien común y en cuestiones técnicas, corren el riesgo de paralizarse debido a polarizaciones ideológicas al ser instrumentalizados por algunos Estados.
Para relanzar un compromiso común al servicio de la paz, es necesario recuperar las raíces, el espíritu y los valores que dieron origen a esos organismos, teniendo en cuenta al mismo tiempo el nuevo contexto y prestando la debida atención a quienes no se sienten adecuadamente representados por las estructuras de las Organizaciones internacionales.
Por supuesto, el diálogo requiere paciencia, perseverancia y capacidad de escucha, sin embargo, cuando se hace un intento sincero de poner fin a la discordia, pueden lograrse resultados significativos. Pienso, por ejemplo, en el Acuerdo de Belfast, conocido también como Acuerdo del Viernes Santo, firmado por los gobiernos británico e irlandés, cuyo 25 aniversario se conmemoró el año pasado. Ese poner fin a treinta años de conflicto violento, puede tomarse como ejemplo para incitar y estimular a las autoridades a creer en los procesos de paz, a pesar de las dificultades y sacrificios que exigen.
El camino hacia la paz pasa por el diálogo político y social, pues es la base de la convivencia civil en una comunidad política moderna. En el año 2024 se convocarán elecciones en muchos Estados. Las elecciones son un momento fundamental en la vida de un país, pues permiten a todos los ciudadanos elegir responsablemente a sus gobernantes. Las palabras de Pío XII resuenan hoy más que nunca: “Manifestar su parecer sobre los deberes y los sacrificios que se le imponen; no verse obligado a obedecer sin haber sido oído: he ahí dos derechos del ciudadano que encuentran en la democracia, como lo indica su mismo nombre, su expresión. Por la solidez, armonía y buenos frutos de este contacto entre los ciudadanos y el gobierno del Estado se puede reconocer si una democracia es verdaderamente sana y equilibrada, y cual es su fuerza de vida y de desarrollo”[9].
Por ello, es importante que los ciudadanos, especialmente las generaciones más jóvenes que serán llamadas a las urnas por primera vez, sientan que es su principal responsabilidad contribuir a la construcción del bien común, mediante la participación libre e informada en las votaciones. Por otra parte, la política debe entenderse siempre no como la apropiación del poder, sino como la “forma más elevada de caridad” [10] y, por tanto, de servicio al prójimo dentro de una comunidad local y nacional.
El camino hacia la paz pasa también por el diálogo interreligioso, que exige ante todo la protección de la libertad religiosa y el respeto de las minorías. Nos duele, por ejemplo, constatar que cada vez más países adoptan modelos de control centralizado de la libertad religiosa, con el uso masivo de la tecnología. En otros lugares, las comunidades religiosas minoritarias se encuentran a menudo en una situación cada vez más dramática. En algunos casos corren peligro de extinción, debido a una combinación de acciones terroristas, atentados contra el patrimonio cultural y medidas más solapadas, como la proliferación de leyes anticonversión, la manipulación de las normas electorales y las restricciones financieras.
Particularmente preocupante es el aumento de actos de antisemitismo que se han verificado en los últimos meses; y quiero reiterar una vez más que esta lacra debe ser erradicada de la sociedad, sobre todo con la educación en la fraternidad y la aceptación del otro.
Es igualmente preocupante el aumento de la persecución y discriminación contra los cristianos, sobre todo en la última década. No pocas veces se trata, aunque sea de manera incruenta, pero de forma socialmente relevante, de esos fenómenos de lenta marginación y exclusión de la vida política y social y del ejercicio de ciertas profesiones que se dan incluso en tierras tradicionalmente cristianas. En total, más de 360 millones de cristianos en todo el mundo sufren un alto grado de persecución y discriminación a causa de su fe, y son cada vez más aquellos que se ven obligados a huir de sus países de origen.
Por último, el camino hacia la paz pasa por la educación que es la principal inversión en el futuro y en las jóvenes generaciones. Aún guardo vivos recuerdos de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Portugal, el pasado mes de agosto. Al tiempo que agradezco una vez más a las autoridades portuguesas, tanto civiles como religiosas, sus esfuerzos para organizarla, conservo en mi corazón el encuentro con más de un millón de jóvenes, procedentes de todo el mundo, llenos de entusiasmo y de ganas de vivir. Su presencia fue un gran himno a la paz y un testimonio de que “la unidad es superior al conflicto” [11] y que es «posible desarrollar una comunión en las diferencias”[12].
En los tiempos modernos, parte del reto educativo se refiere al uso ético de las nuevas tecnologías. Estas pueden convertirse fácilmente en instrumentos de división o de difusión de mentiras, como las llamadas fake news; pero también son un medio de encuentro, de intercambio mutuo y un importante vehículo para la paz. «Los notables progresos de las nuevas tecnologías de la información, especialmente en la esfera digital, presentan, por tanto, interesantes oportunidades y graves riesgos, con serias implicaciones para la búsqueda de la justicia y de la armonía entre los pueblos” [13]. Por eso me ha parecido importante dedicar el Mensaje anual de la Jornada Mundial de la Paz a la inteligencia artificial, que es uno de los retos más importantes de los próximos años.Es esencial que el desarrollo tecnológico se lleve a cabo de manera ética y responsable, preservando la centralidad de la persona humana, cuya contribución no puede ser ni será nunca sustituida por un algoritmo o una máquina. «La dignidad intrínseca de cada persona y la fraternidad que nos une como miembros de la única familia humana deben sustentar el desarrollo de las nuevas tecnologías y servir de criterios incuestionables para evaluarlas antes de su uso, de modo que el progreso digital pueda tener lugar respetando la justicia y contribuyendo a la causa de la paz»[14].
Se impone, pues, una atenta reflexión a todos los niveles, nacional e internacional, político y social, para que el desarrollo de la inteligencia artificial permanezca al servicio del hombre, fomentando y no obstaculizando —sobre todo en los jóvenes— las relaciones interpersonales, un sano espíritu de fraternidad y un pensamiento crítico capaz de discernimiento.
En esta perspectiva, adquieren especial relevancia las dos Conferencias Diplomáticas de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, que tendrán lugar en 2024 y en las que la Santa Sede participará como Estado miembro. Para la Santa Sede, la propiedad intelectual está orientada fundamentalmente a la promoción del bien común y no puede desvincularse de las limitaciones éticas pues ello conduciría a situaciones de injusticia y de explotación indebida. También debe prestarse especial atención a la protección del patrimonio genético humano, impidiendo que se realicen prácticas contrarias a la dignidad humana, como la patentabilidad de material biológico humano y la clonación de seres humanos.
Excelencias, señoras y señores:
En este año la Iglesia se prepara para el Jubileo que comenzará la próxima Navidad. Agradezco en particular a las Autoridades italianas, tanto nacionales como locales, los esfuerzos que están realizando para preparar la ciudad de Roma a fin de acoger a numerosos peregrinos y permitirles sacar frutos espirituales del camino jubilar.
Quizá hoy más que nunca necesitemos el año jubilar. Frente a tantos sufrimientos, que provocan desesperación no sólo en las personas directamente afectadas, sino en todas nuestras sociedades, frente a nuestros jóvenes, que en lugar de soñar con un futuro mejor a menudo se sienten impotentes y frustrados; y frente a los nubarrones que, en lugar de retroceder, parecen cernirse sobre el mundo, el Jubileo es el anuncio de que Dios nunca abandona a su pueblo y siempre mantiene abiertas las puertas de su Reino. En la tradición judeocristiana, el Jubileo es un tiempo de gracia en el que se experimenta la misericordia de Dios y el don de su paz. Es un tiempo de justicia en el que los pecados son perdonados, la reconciliación supera la injusticia y la tierra reposa. Puede ser para todos —cristianos y no cristianos— el tiempo en que se rompan las espadas y de ellas se hagan los arados; el tiempo en que una nación ya no levante la espada contra otra, ni se aprenda el arte de la guerra (Cf. Is 2,4).
Este es mi más sincero deseo para cada uno de ustedes, queridos Embajadores, para sus familias, colaboradores y los pueblos a los que ustedes representan.
¡Gracias y Feliz Año Nuevo a todos!
Dona a ACI Prensa
Si decides ayudarnos, ten la certeza que te lo agradeceremos de corazón.
Donar