La unción de los catecúmenos pone inmediatamente en claro que al cristiano no se salva de la lucha, que un cristiano debe luchar: su existencia, como la de todos los demás, tendrá también que bajar a la arena, porque la vida es una sucesión de pruebas y tentaciones.
Un famoso dicho atribuido a Abba Antonio, el primer gran padre del monacato, dice así: "Quita la tentación y nadie se salvará". Los santos no son hombres que se han librado de la tentación, sino personas bien conscientes de que en la vida aparecen repetidamente las seducciones del mal, que hay que desenmascarar y rechazar. Todos nosotros tenemos experiencia de esto, todos: que te sale un mal pensamiento, que te vienen ganas de hacer esto o de hablar mal del otro... Todos, todos tenemos tentaciones, y tenemos que luchar para no caer en esas tentaciones. Si alguno de ustedes no tiene tentaciones, que lo diga, ¡porque sería algo extraordinario! Todos tenemos tentaciones, y todos tenemos que aprender a comportarnos en esas situaciones.
Hay muchas personas que se “autoabsuelven”, que piensan que "están bien", "en lo correcto". "No, yo estoy bien, soy bueno, soy buena, no tengo estos problemas". Pero ninguno de nosotros está bien; si alguien se siente que está bien, está soñando; cada uno de nosotros tiene tantas cosas que arreglar, y también tiene que vigilar. Y a veces sucede que vamos al Sacramento de la Reconciliación y decimos, con sinceridad: “Padre, no me acuerdo, no sé si tengo pecados…”. Pero eso es falta de conocimiento de lo que pasa en el corazón. Todos somos pecadores, todos.
Y un poco de examen de conciencia, una pequeña introspección nos hará bien. De lo contrario, corremos el riesgo de vivir en tinieblas, porque ya nos hemos acostumbrados a la oscuridad, y ya no sabemos distinguir el bien del mal. Isaac de Nínive decía que, en la Iglesia, el que conoce sus pecados y los llora es más grande que el que resucita a un muerto.
Todos debemos pedir a Dios la gracia de reconocernos pobres pecadores, necesitados de conversión, conservando en el corazón la confianza de que ningún pecado es demasiado grande para la infinita misericordia de Dios Padre.
Esta es la lección inaugural que nos da Jesús. Lo vemos en las primeras páginas de los Evangelios, en primer lugar, cuando se nos habla del bautismo del Mesías en las aguas del río Jordán. El episodio tiene algo de desconcertante: ¿por qué Jesús se somete a un rito tan purificador? ¡Él es Dios, es perfecto! ¿De qué pecado debe arrepentirse Jesús? ¡De ninguno! Incluso el Bautista se escandaliza, hasta el punto de que el texto dice: “Juan quería impedírselo, diciendo: ‘Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?’” (Mt 3,15).