El Papa Francisco celebró este 24 de diciembre la Misa de Nochebuena en la Basílica de San Pedro, desde donde animó redescubrir la adoración eucarística, al ser el único camino para acoger la encarnación y abrazar la ternura del Niño Dios.
A continuación la homilía completa del Papa Francisco:
«Un censo en todo el mundo» (Lc 2,1). Este es el contexto en el que nació Jesús y en el que se detiene el Evangelio. Podría haberlo mencionado rápidamente, en cambio habla de ello con precisión. Y así pone de manifiesto un gran contraste: mientras el emperador contabiliza los habitantes del mundo, Dios entra en él casi a escondidas; mientras el que manda intenta convertirse en uno de los grandes de la historia, el Rey de la historia elige el camino de la pequeñez. Ninguno de los poderosos se percata de Él, sólo algunos pastores, relegados a los márgenes de la vida social.
Pero el censo revela aún más. En la Biblia no dejaba un buen recuerdo. El rey David, cediendo a la tentación de los grandes números y a una malsana pretensión de autosuficiencia, había cometido un pecado grave, haciendo precisamente el censo del pueblo. Quería conocer su fuerza y al cabo de un poco más de nueve meses obtuvo el número de los que eran aptos para empuñar la espada (cf. 2 Sam 24,1-9). El Señor, indignado, asoló al pueblo con una desgracia. En esta noche, en cambio, después de nueve meses en el vientre de María nace Jesús, el “Hijo de David”, en Belén, la ciudad de David, y no castiga por el censo, sino que se deja contabilizar humildemente. No vemos un dios iracundo que castiga, sino al Dios misericordioso que se encarna, que entra débil en el mundo, precedido del anuncio: «en la tierra, paz a los hombres» (Lc 2,14). Y nuestro corazón esta noche está en Belén, donde el Príncipe de la Paz sigue siendo rechazado por la lógica perdedora de la guerra, con el rugir de las armas que también hoy le impiden encontrar una posada en el mundo (cf. Lc 2,7).
El censo de toda la tierra, en definitiva, manifiesta, por una parte, la trama demasiado humana que atraviesa la historia: la de un mundo que busca el poder y la fuerza, la fama y la gloria, donde todo se mide con los éxitos y los resultados, con las cifras y los números. Es la obsesión del beneficio.
Pero, al mismo tiempo, en el censo se destaca el camino de Jesús, que viene a buscarnos a través de la encarnación. No es el dios del beneficio, sino el Dios de la encarnación. No combate las injusticias desde lo alto con la fuerza, sino desde abajo con el amor; no irrumpe con un poder sin límites, sino que desciende a nuestros límites; no evita nuestras fragilidades, sino que las asume.