México y Venezuela comparten una gracia especialísima del Cielo. Ha querido Dios que su Santa Madre se apareciese en ambos países. Pero existe un vínculo más profundo, desconocido para muchos, que une la historia de fe mariana de ambas naciones: Nuestra Señora de Guadalupe.
Guadalupe y Coromoto serían además las únicas manifestaciones marianas de la historia que han dejado “imágenes vivas” de la Santísima Virgen: la tilma de San Juan Diego y la imagen milagrosa que apareció en la mano del cacique Coromoto, un pequeño lienzo de 2.5 centímetros de alto que tiene impresa la imagen de la Virgen con el Niño Jesús.
Corría el mes de junio de 1531, cuando en Venezuela se fundó la primera sede episcopal de Sudamérica, la Diócesis de Coro (hoy Arquidiócesis) en el estado Falcón. Aquel mismo año, en diciembre, “la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive” se revelaría al indio Juan Diego.
A aquella diócesis venezolana, casi 200 años después de su fundación, llegaría también la “morenita del Tepeyac”. Un buen día de febrero de 1723, un grupo de indios caquetíos se disponía a salir de pesca, cuando en la orilla de la playa encontraron un cofre. En el interior había varios objetos, entre ellos un lienzo enrollado, que tenía la imagen de “una bella dama”.
Tal fue la impresión que les causó la hermosura de la mujer del lienzo que lo trasladaron hasta su asentamiento, en el poblado de El Carrizal, donde lo clavaron en el interior de una choza. Fue un sacerdote, Pedro de Sangronis, que se había ganado el respeto de los indígenas por sus labores de evangelización en la zona, el que vio el lienzo y les explicó que se trataba de la Virgen María de Guadalupe, aparecida en México.
El amor y la devoción por la Madre de Dios se expandió de tal forma, que el 1 de mayo de 1723, se bautizaron dos indios bajo los nombres de Juan Diego y Juan Bernardino. Algunos meses después, en septiembre, se fundaría oficialmente el pueblo del Valle de El Carrizal de Nuestra Señora de Guadalupe.