El Papa Pio IX declaró el 8 de diciembre de 1854, por medio de la bula Ineffabilis Deus, que la Santísima Virgen “fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción”.
Sería la mismísima Madre de Dios quien confirmaría este importante dogma de la Iglesia, cuatro años después, durante las apariciones a Santa Bernadette Soubirous en Lourdes, Francia.
Uno de los más importantes cronistas de aquellos hechos, el fallecido sacerdote y teólogo francés René Laurentin, cuenta que el 25 de marzo de 1858, Santa Bernadette se despertó en plena noche, embargada por esa alegría sobrenatural que la empujaba a ir hasta la gruta de Massabielle, a orillas del río Gave de Pau.
Este sentimiento había acompañado a Bernardita antes de cada una de las apariciones anteriores, pero la de ese día sería especial, porque la niña estaba decidida a que la petito Damizelo (pequeña Doncella, en el dialecto gascón de la época) le revelara su nombre.
Santa Bernadette llevaba tres semanas ensayando la pregunta “ceremoniosa como una reverencia”, según apunta el P. Laurentin, pero que se le complicaba enormemente recordar, debido a su mala memoria, afectada por una vida de sufrimientos físicos y de pobreza extrema:
“Señorita, ¿tendría usted la bondad de decirme quién es, por favor?”, le preguntó con valentía a la Virgen. Pero la frase no salió como esperaba. Santa Bernadette confundía las palabras. En ese momento, comenta el P. Laurentin, la “Señorita” sonrió: “¿Se estaba burlando, como decía el párroco? No... había tanta amabilidad y tanta bondad en su mirada”.