Y así entrega las grandes aspiraciones humanas a las lógicas a menudo voraces de la economía, con una visión de la vida que descarta a quien no produce y le cuesta mirar más allá de lo inmanente. Podríamos incluso decir que nos encontramos en la primera civilización de la historia que globalmente trata de organizar una sociedad humana sin la presencia de Dios, concentrándose en enormes ciudades que se mantienen horizontales, aunque tengan rascacielos vertiginosos.
Viene a la mente el pasaje de la ciudad de Babel y de su torre (cf. Gen 11,1-9). En él se narra un proyecto social que prevé sacrificar toda individualidad a la eficiencia de la colectividad. La humanidad habla una sola lengua –podríamos decir que tiene un “pensamiento único”-, está como envuelta en una especie de encanto general que absorbe la unicidad de cada uno en una burbuja de uniformidad. Entonces Dios confunde las lenguas, es decir restablece las diferencias, recrea las condiciones para que puedan desarrollarse unicidades, reanima lo múltiple donde la ideología quisiera imponer lo único.
El Señor aparta a la humanidad también de su delirio de omnipotencia: “hagámonos un nombre”, dicen exaltados los habitantes de Babel (v. 4), que quieren llegar hasta el cielo, ponerse en el lugar de Dios. Pero son ambiciones peligrosas, alienantes, destructivas, y el Señor, frustrando estas expectativas, protege a los hombres, impidiendo un desastre anunciado. Parece realmente actual este pasaje: también hoy la cohesión, más que la fraternidad y la paz, se basa a menudo en la ambición, en los nacionalismos, la homologación, en estructuras técnico-económicas que inculcan la persuasión que Dios sea insignificante e inútil: no tanto porque se busca un algo más de saber, sino sobre todo por un algo más de poder. Es una tentación que impregna los grandes desafíos de la cultura actual.
En Evangelii gaudium he tratado de describir algunas (cf. nn. 52-75), pero sobre todo he invitado a “una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades” (n. 74).
En otras palabras, se puede anunciar a Jesús sólo habitando la cultura del propio tiempo; y siempre teniendo en el corazón las palabras del apóstol Pablo sobre el hoy: “en el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé” (2 Cor 6,2). Por tanto, no hay que contraponer al hoy visiones alternativas procedentes del pasado. Tampoco basta con simplemente reiterar convicciones religiosas adquiridas que, por verdaderas que sean, se vuelven abstractas con el paso del tiempo. Una verdad no se vuelve más creíble porque se levante la voz al decirla, sino porque se testimonia con la vida.
El celo apostólico nunca es una simple repetición de un estilo adquirido, sino testimonio de que el Evangelio está vivo hoy aquí para nosotros. Conscientes de esto, miramos por tanto a nuestra época y a nuestra cultura como a un don. Estas son nuestras y evangelizarlas no significa juzgarlas de lejos, ni tampoco estar en un balcón gritando el nombre de Jesús, sino bajar a la calle, ir a los lugares donde se vive, frecuentar los espacios donde se sufre, se trabaja, se estudia y se reflexiona, habitar los cruces de los caminos donde los seres humanos comparten lo que tiene sentido para sus vidas. Significa ser, como Iglesia, “levadura de diálogo, de encuentro, de unidad. Al fin y al cabo, nuestras formulaciones de fe son fruto de un diálogo y de un encuentro de culturas, comunidades e instancias diferentes. No debemos tener miedo del diálogo: es precisamente la confrontación y la crítica las que nos ayuda a preservar a la teología de transformarse en ideología” (Discurso al V Congreso nacional de la Iglesia italiana, Florencia, 10 de noviembre 2015).