14 de diciembre de 2024 Donar
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Mensaje del Papa Francisco en el décimo aniversario de Evangelii Gaudium

Imagen referencial del Papa Francisco/ Crédito: Daniel Ibáñez/ACI Prensa

Este viernes 24 de noviembre se cumplen diez años desde que el Papa Francisco publicó Evangelii Gaudium, la exhortación apostólica sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual.

La Oficina de Prensa de la Santa Sede ha difundido el mensaje del Papa Francisco con ocasión de este aniversario, dirigido a los participantes del congreso promovido por el Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral.

A continuación, el mensaje completo del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas: 

Agradezco al Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral por haber organizado este simposio de reflexión sobre Evangelii Gaudium a diez años de su publicación. En aquella ocasión me dirigí a los cristianos para invitarlos a una nueva etapa en el anuncio del Evangelio. Propuse recuperar la alegría misionera de los primeros cristianos, llenos de coraje, incansables en el anuncio y capaces de una gran resistencia activa, aún en circunstancias que, desde luego, no eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. 

Ellos eran difamados, perseguidos, torturados, asesinados… y sin embargo, en vez de encerrarse, fue el paradigma de una Iglesia en salida, que sabía tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos

En nuestro tiempo también existen dificultades, menos explícitas pero tal vez más insidiosas. Al no ser tan visibles, operan como una anestesia o como el monóxido de carbono de las viejas estufas que mata silenciosamente. En todos los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro. 

El anuncio del Evangelio en el mundo actual sigue requiriendo de nosotros una resistencia profética contracultural ante el individualismo hedonista pagano como la de los Padres de la Iglesia, resistencia frente a un sistema que mata, excluye, destruye la dignidad humana; resistencia frente a una mentalidad que aísla, aliena, clausura la vida interior a los propios intereses, nos aleja del prójimo, nos aleja de Dios.

En Evangelii gaudium quise mostrar con claridad que, llamados a tener “los mismos sentimientos de Jesucristo”, nuestra misión evangelizadora y nuestra vida cristiana no puede desentenderse de los pobres. Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres. Todo. Desde su propia madre, la Virgen Santa, una muchacha pobre de la periferia pérdida de un gran imperio.

El mismo Jesús que se hizo pobre, que nació en un establo entre animales y campesinos, que creció entre trabajadores y se ganó el pan con sus manos, que se rodeó de multitudes de desposeídos, se identificó con ellos, los puso en el centro de su corazón, les anunció la Buena Noticia primero, les prometió el Reino de los Cielos y nos envió a todos, discípulos misioneros, a darles de comer, a distribuir con justicia los bienes con ellos, a defender su causa a punto tal de indicarnos con claridad que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s). 

Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo, porque además acá se juega nuestra salvación. Por eso, el Papa no puede dejar de poner a los pobres en el centro. No es política, no es sociología, no es ideología, es pura y simplemente la exigencia del Evangelio.

Las derivaciones prácticas que este principio innegociable tenga para cada contexto, sociedad, persona e institución -en los organismos internacionales y gobiernos, en los sindicatos y movimientos populares, en las empresas e instituciones financieras, en los políticos, jueces y medios de comunicación- pueden y deben variar, pero de lo que nadie puede evadirse o excusarse es de la deuda de amor que tiene todo cristiano -y me atrevo a decir, todo ser humano- con los pobres. 

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La Iglesia puede encontrar en los pobres el viento que avive la llama de un fervor menguante, como ese líquido espeso con el que los antiguos sacerdotes de tiempo de Nehemías reavivaron el fuego del altar después del destierro para que brille “una hoguera tan grande que todos quedaron maravillados”. En el amor activo que les debemos a los pobres está el remedio para el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo: una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada

En Evangelii Gaudium, sin pretender el monopolio de la interpretación de la realidad social, planteé que para resolver radicalmente los problemas de los pobres, condición necesaria para resolver cualquier otro problema pues la inequidad es raíz de los males sociales, necesitábamos un cambio profundo de mentalidades y estructuras. Quisiera referirme brevemente a esos dos aspectos tomando algunos parágrafos de la Exhortación. 

Una nueva mentalidad 

Una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. 

La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde.

Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.

A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la tierra, porque “la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblo”. Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos.

Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad. Hay que repetir que “los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás”. Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones del propio país. Necesitamos crecer en una solidaridad que “debe permitir a todos los pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino”, así como “cada hombre está llamado a desarrollarse”.

Nuevas estructuras sociales 

Las nuevas estructuras, fundadas sobre esta nueva mentalidad, deben renunciar a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad.

La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia.

Otras veces sucede que estas palabras se vuelven objeto de un manoseo oportunista que las  deshonra. La cómoda indiferencia ante estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo. 

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Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos.

Si no logramos este cambio de mentalidad y estructuras, estamos condenados a ver cómo se profundiza la crisis climática, sanitaria, migratoria y muy particularmente la violencia y las guerras, poniendo en riesgo al conjunto de la familia humana, pobres y no pobres, integrados y excluidos, porque “estamos todos en el mismo barco y somos llamados a remar juntos”. 

En Evangelii Gaudium intenté advertirlo: 

Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la  exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible  erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin  igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de  cultivo que tarde o temprano provocará su explosión.

Cuando la sociedad —local, nacional o  mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni  recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no  sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema,  sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a  comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que  parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad  tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales  injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado “fin de la historia”, ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están  adecuadamente planteadas y realizadas.

Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero  resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido  social. Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no  resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor  seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar  soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los  pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden  encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados  e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e  instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.

Del mismo modo, las crisis climáticas, sanitarias y migratorias encuentran la misma raíz en  la inequidad de esta economía que mata, descarta y destruye la hermana madre tierra, en la  mentalidad egoísta que la sostiene, a las que me referí con mayor profundidad en Laudato Si'. Quien piensa que puede salvarse solo, en este mundo o en el otro, se equivoca. 

A diez años de la publicación de Evangelii Gaudium, reafirmemos que sólo si escuchamos el  clamor tantas veces silenciado de la tierra y de los pobres podremos cumplir nuestra misión  evangelizadora, vivir la vida que nos propone Jesús y contribuir a resolver los graves problemas de  la humanidad. 

Les agradezco nuevamente por este Simposio. 

Gracias por lo que hacen. Los bendigo y acompaño con la oración. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. 

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