Este domingo 29 de octubre el Papa Francisco celebró en la Basílica de San Pedro la Misa de clausura de la primera sesión del Sínodo de la Sinodalidad, cuya segunda sesión se llevará a cabo en octubre de 2024.
A continuación la homilía pronunciada por el Santo Padre:
Un doctor de la Ley se presenta a Jesús con un pretexto, sólo para ponerlo a prueba. Sin embargo, su pregunta es importante y tan actual, que a veces se abre camino en nuestro corazón y en la vida de la Iglesia: «¿Cuál es el mandamiento más grande?» (Mt 22,36). También nosotros, sumergidos en el río vivo de la Tradición, nos preguntamos: ¿Qué es lo más importante? ¿Cuál es la fuerza motriz? ¿Qué es lo más valioso, hasta el punto de ser el principio rector de todo? La respuesta de Jesús es clara: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37-39).
Hermanos cardenales, hermanos obispos y sacerdotes, religiosas y religiosos, hermanas y hermanos, al finalizar este tramo de camino que hemos recorrido, es importante contemplar el “principio y fundamento” del que todo comienza y vuelve a comenzar: amar a Dios con toda la vida y amar al prójimo como a nosotros mismos. No nuestras estrategias, no los cálculos humanos, no las modas del mundo, sino amar a Dios y al prójimo; ese es el centro de todo. Pero, ¿cómo traducir ese impulso de amor? Les propongo dos verbos, dos movimientos del corazón sobre los que quisiera reflexionar: adorar y servir.
El primer verbo es adorar. Amar es adorar. La adoración es la primera respuesta que podemos ofrecer al amor gratuito y sorprendente de Dios. Porque estando ahí, dóciles ante Él, es cuando lo reconocemos como Señor, lo ponemos en el centro y redescubrimos la maravilla de ser amados por Él. El asombro de la adoración es esencial en la Iglesia. Adorar, de hecho, significa reconocer en la fe que sólo Dios es el Señor y que de la ternura de su amor dependen nuestras vidas, el camino de la Iglesia, los destinos de la historia. Él es el sentido de la vida, el fundamento de nuestra alegría, la razón de nuestra esperanza, el garante de nuestra libertad.
Sí, adorándolo a Él redescubrimos que somos libres. Por eso el amor al Señor en la Escritura con frecuencia está asociado a la lucha contra toda idolatría. Quien adora a Dios rechaza a los ídolos porque Dios libera, mientras que los ídolos esclavizan, nos engañan y nunca realizan aquello que prometen, porque son «obra de las manos de los hombres. Tienen boca, pero no hablan, tienen ojos, pero no ven» (Sal 115,4-5). Como afirmaba el Cardenal Martini, la Escritura es severa contra la idolatría porque los ídolos son obra del hombre, y son manipulados por él; en cambio, Dios es siempre el Viviente, «que no es en absoluto como yo lo pienso, que no depende de cuanto espero de él, que puede, por consiguiente, alterar mis expectativas, precisamente porque está vivo. La confirmación de que no siempre tenemos la idea justa de Dios es que a veces nos decepcionamos: me esperaba esto, me imaginaba que Dios se comportaría así, pero me he equivocado. De esta manera volvemos a recorrer el sendero de la idolatría, pretendiendo que el Señor actúe según la imagen que nos hemos hecho de él» (cf. El jardín interior. Un camino para creyentes y no creyentes, Sal Terrae 2015, 71). Es un riesgo que podemos correr siempre: pensar que podemos “controlar a Dios”, encerrando su amor en nuestros esquemas; en cambio, su obrar es siempre impredecible, y por eso requiere asombro y adoración.