El sábado 7 de octubre, Israel se encontró repentinamente en un estado de guerra. Una lluvia de cohetes desde la Franja de Gaza y ataques de terroristas de Hamas que se infiltraron en ciudades cerca de la frontera provocaron la muerte de más de 1.000 personas. Entre ellas se encontraban 11 ciudadanos estadounidenses, así como ciudadanos de muchas otras naciones.
Desde entonces, en la parte sur del país, las sirenas de alarma que advierten de la llegada de misiles no cesan. Por otro lado, Jerusalén ha caído en un inquietante silencio, interrumpido sólo por las alertas en los celulares y el estruendo de aeronaves militares. La ciudad está semidesierta, con la mayoría de las tiendas cerradas, excepto aquellas que venden bienes esenciales. Las escuelas están cerradas, al igual que muchas oficinas. Existe el deseo de volver a cierta normalidad, mezclado con el temor de abandonar el hogar debido a la amenaza de represalias.
Las únicas puertas abiertas parecen ser las de los santuarios franciscanos, que, a solicitud expresa de la Custodia de Tierra Santa, permanecen abiertos por ahora, principalmente para permitir que las peregrinaciones en curso lleven a cabo su experiencia espiritual de la mejor manera posible. Estos sitios incluyen la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén; la Basílica de la Agonía (también llamada la Basílica de las Naciones), ubicada en el Monte de los Olivos en Jerusalén; la Basílica de la Natividad en Belén; y la Basílica de la Anunciación en Nazaret.
Los franciscanos afrontan la situación día a día, brindando su servicio en los santuarios y acogiendo a los pocos grupos que quedan.
No obstante, los pensamientos sobre el futuro inmediato traen de vuelta la lucha de los años de la pandemia, con una disminución en el turismo y, en consecuencia, en las donaciones y ofrendas. La propia Custodia, en un comunicado, ha pedido expresamente a las personas que “suspendan las peregrinaciones y esperen hasta que la situación sea segura de nuevo”.