En la mañana de este miércoles 4 de octubre, el Papa Francisco se reunió en la Plaza de San Pedro del Vaticano con los nuevos cardenales creados en el reciente consistorio para celebrar la Misa con motivo del inicio del Sínodo de la Sinodalidad, que comienza este 4 de octubre.
A continuación, la homilía completa del Santo Padre:
El Evangelio que hemos escuchado está precedido por el relato de un momento difícil de la misión de Jesús, que podríamos definir de “desolación pastoral”. Juan Bautista dudaba de que Él fuera realmente el Mesías; muchas ciudades por las que había pasado, a pesar de los milagros realizados, no se habían convertido; la gente lo acusaba de ser un glotón y un borracho, mientras poco antes se lamentaba del Bautista porque era demasiado austero (cf. Mt 11,2-24). Sin embargo, vemos que Jesús no se deja vencer por la tristeza, sino que levanta los ojos al cielo y bendice al Padre porque ha revelado a los sencillos los misterios del Reino de Dios: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11,25). En el momento de la desolación, por tanto, Jesús tiene una mirada que alcanza a ver más allá: alaba la sabiduría del Padre y es capaz de discernir el bien escondido que crece, la semilla de la Palabra acogida por los sencillos, la luz del Reino de Dios que se abre camino incluso durante la noche.
Queridos hermanos cardenales, hermanos obispos, hermanos y hermanas, estamos en la apertura de la Asamblea Sinodal. Y no nos sirve tener una mirada inmanente, hecha de estrategias humanas, cálculos políticos o batallas ideológicas. Que si el Sínodo dará este permiso, o abrirá esta puerta. Esto no sirve. No estamos aquí para celebrar una reunión parlamentaria o un plan de reformas. El Sínodo, queridos hermanos y hermanas, no es un parlamento, el protagonista es el Espíritu Santo. Estamos aquí para caminar juntos, con la mirada de Jesús, que bendice al Padre y acoge a todos los que están afligidos y agobiados. Partamos, pues, de la mirada de Jesús, que es una mirada que bendice y acoge. La mirada de Jesús es así, bendice y acoge.
1. Veamos la primera parte, una mirada que bendice. Cuando experimentó el rechazo y encontró a su alrededor tanta dureza de corazón, Cristo no se dejó aprisionar por la desilusión, no se volvió amargado, no abandonó la alabanza. Su corazón, cimentado sobre el primado del Padre, permaneció sereno aún en medio de la tormenta.