Hay un modo para discernir si tenemos esta confianza en el Señor. El Evangelio dice que «apenas Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno» (v. 41). Este es el signo: saltar. El que cree, el que reza, el que acoge al Señor salta en el Espíritu, siente que algo se mueve dentro, “danza” de alegría. Y quisiera detenerme en esto: el salto de la fe.
La experiencia de la fe genera sobre todo un salto ante la vida. Saltar significa ser “tocados por dentro”, tener un estremecimiento interior, sentir que algo se mueve en nuestro corazón. Es lo contrario de un corazón aburrido, frío, acomodado a una vida tranquila, que se blinda en la indiferencia y se vuelve impermeable, que se endurece, insensible a todo y a todos, aun al trágico descarte de la vida humana, que hoy es rechazada en tantas personas que emigran, así como en tantos niños no nacidos y en tantos ancianos abandonados. Un corazón frío y aburrido arrastra la vida de modo mecánico, sin pasión, sin impulso, sin deseo. Y de todo esto nos podemos enfermar en nuestra sociedad europea: el cinismo, el desencanto, la resignación, la incertidumbre, un sentido general de tristeza. Alguno las ha llamado “pasiones tristes”; es una vida sin sobresaltos.
En cambio, el que es generado en la fe reconoce la presencia del Señor, como el niño en el seno de Isabel. Reconoce su obra en la sucesión de los días y recibe ojos nuevos para observar la realidad; aun en medio de las fatigas, los problemas y los sufrimientos, descubre cotidianamente la visita de Dios y por Él se siente acompañado y sostenido. Frente al misterio de la vida personal y a los desafíos de la sociedad, el que cree da un salto, tiene una pasión, un sueño que cultivar, un interés que impulsa a comprometerse en primera persona. Sabe que el Señor está presente en todo, llama, invita a testimoniar el Evangelio para edificar con afabilidad un mundo nuevo, a través de los dones y los carismas recibidos.
La experiencia de la fe, además de un salto ante la vida, genera también un salto ante el prójimo. En el misterio de la Visitación, en efecto, vemos que la visita de Dios no se realiza por medio de acontecimientos celestiales extraordinarios, sino en la sencillez de un encuentro. Dios viene en la puerta de una casa de familia, en el tierno abrazo entre dos mujeres, en el encontrarse de dos embarazos llenos de admiración y esperanza. Y en este encuentro está la solicitud de María, la maravilla de Isabel, la alegría de compartir.
Recordémoslo siempre, también en la Iglesia: Dios es relación y nos visita con frecuencia a través de los encuentros humanos, cuando sabemos abrirnos al otro, cuando hay un salto por la vida del que pasa cada día a nuestro lado y cuando nuestro corazón no permanece indiferente e insensible ante las heridas del que es más frágil. Nuestras ciudades metropolitanas y los numerosos países europeos como Francia, donde conviven culturas y religiones diferentes, son en este sentido un gran desafío contra las exasperaciones del individualismo, contra los egoísmos y las cerrazones que producen soledades y sufrimientos. Aprendamos de Jesús a conmovernos por quienes viven a nuestro lado, aprendamos de Él que, ante las multitudes cansadas y exhaustas, siente compasión y se conmueve (cf. Mc 6,34), se estremece de misericordia ante la carne herida de aquel que encuentra. Como afirma uno de sus grandes santos, San Vicente de Paúl: «es preciso que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que es el espíritu propio de Dios», hasta reconocer que los pobres son «nuestros señores y nuestros amos» (cf. Correspondance, entretiens, documents, París 1920-25, 341; 392-393).
Hermanos, hermanas, pienso en tantos “saltos” de Francia, en una historia rica de santidad, de cultura, de artistas y de pensadores, que apasionaron a tantas generaciones. También hoy nuestra vida, la vida de la Iglesia, Francia, Europa necesitan esto: la gracia de un salto, de un nuevo salto de fe, de caridad y de esperanza. Necesitamos recuperar la pasión y el entusiasmo, redescubrir el gusto del compromiso por la fraternidad, de seguir corriendo el riesgo del amor en las familias y hacia los más débiles, y de reencontrar en el Evangelio una gracia que transforma y embellece la vida.