Pero sobre todo fue un doctor cercano a los más débiles, tanto para ser conocido en la patria como “el médico de los pobres”. Acudía a los pobres siempre. A la riqueza del dinero prefirió la del Evangelio, gastando su existencia para socorrer a los necesitados. En los pobres, en los enfermos, en los migrantes, en los que sufren, José Gregorio veía a Jesús. Y el éxito que nunca buscó en el mundo lo recibió, y sigue recibiéndolo, de la gente, que lo llama “santo del pueblo”, “apóstol de la caridad”, “misionero de la esperanza”. Bonitos nombres: “Santo del pueblo, apóstol de la caridad y misionero de la esperanza”.
José Gregorio era un hombre humilde, gentil y disponible. Y al mismo tiempo estaba movido por un fuego interior, por el deseo de vivir al servicio de Dios y del prójimo. Impulsado por este ardor, en varias ocasiones trató de hacerse religioso y sacerdote, pero varios problemas de salud se lo impidieron. Pero la fragilidad física no lo llevó a cerrarse en sí mismo, sino a convertirse en un médico aún más sensible a las necesidades de los demás; se aferró a la providencia y, fortalecido por el alma, fue más a lo esencial.
Este es el celo apostólico: no sigue las propias aspiraciones, sino la disponibilidad a los diseños de Dios. Y así el beato comprendió que, a través del cuidado de los enfermos, pondría en práctica la voluntad de Dios, socorriendo a los que sufren, dando esperanza a los pobres, testimoniando la fe no de palabra sino con el ejemplo. Llegó así, por este camino interior, a acoger la medicina como un sacerdocio: “el sacerdocio del dolor humano” (M. YABER, José Gregorio Hernández: Médico de los Pobres, Apóstol de la Justicia Social, Misionero de las Esperanzas, 2004, 107). Qué importante es no padecer pasivamente las cosas, sino, como dice la Escritura, hacer cada cosa con buen ánimo, para servir al Señor (cfr Col 3,23).
Pero, preguntémonos: ¿de dónde le venía a José Gregorio todo este entusiasmo, todo este celo? Venía de una certeza y de una fuerza. La certeza era la gracia de Dios. Él escribió que “si en el mundo hay buenos y malos, los malos lo son porque ellos mismos se han hecho malos: pero los buenos no lo son sino con la ayuda de Dios” (27 de mayo 1914). Él era el primero en sentir la necesidad de gracia, que mendigaba por las calles y tenía necesidad del amor. Y esta es la fuerza a la que recurría: la intimidad con Dios. Era un hombre de oración -la gracia de Dios es la intimidad con el Señor-, era un hombre de oración, que participaba en la Misa.
Y en contacto con Jesús, que se ofrece en el altar por todos, José Gregorio se sentía llamado a ofrecer su vida por la paz. El primer conflicto mundial tenía lugar. Llegamos así al 29 de junio de 1919: un amigo le visita y le encuentra muy feliz. José Gregorio se había enterado de que se había firmado el tratado que pone fin a la guerra. Su ofrenda de paz ha sido acogida, y es como si él presagia que su tarea en la tierra se ha terminado. Esa mañana, como era habitual, había ido a Misa y entonces baja por la calle para llevar una medicina a un enfermo. Pero mientras atraviesa la calle, es atropellado por un vehículo; llevado al hospital, muere pronunciado el nombre de la Virgen. Su camino terreno concluye así, en una calle mientras realiza una obra de misericordia, y en un hospital, donde había hecho de su trabajo como médico.
Hermanos, hermanas, ante este testigo preguntémonos: yo, delante de Jesús presente en los pobres cerca de mí, frente a quien en el mundo sufre, ¿qué hago? ¿El ejemplo de José Gregorio cómo me afecta a mí? Él nos estimula también en el compromiso delante de las grandes cuestiones sociales, económicas y políticas de hoy. Muchos hablan, muchos hablan mal, muchos critican y dicen que todo va mal. Pero el cristiano no está llamado a esto, sino a ocuparse, a ensuciarse las manos, sobre todo, como nos ha dicho San Pablo, a rezar (cfr. 1 Tm 2,1-4), y después a comprometerse no en chismorreos -los chismes son una peste-, sino a promover el bien, a construir la paz y la justicia en la verdad. También esto es celo apostólico, es anuncio del Evangelio, es bienaventuranza cristiana: “bienaventurados los que trabajan por la paz” (Mt 5,9).