Hoy vemos cómo de esas raíces ha crecido un tronco, han brotado ramas y han crecido muchos frutos: numerosas y laudables iniciativas benéficas, desarrolladas en proyectos a largo plazo, llevadas adelante en su mayoría por los diversos Institutos misioneros aquí presentes y valorados por la población y las autoridades civiles. Por otra parte, fue el mismo gobierno mongol el que pidió la ayuda de los misioneros católicos para afrontar las numerosas emergencias sociales de un país que en ese tiempo se hallaba en una delicada fase de transición política, marcada por una pobreza generalizada. En estos proyectos están comprometidos hasta el día de hoy misioneros y misioneras procedentes de muchos países, que ponen al servicio de la sociedad mongola sus conocimientos, su experiencia, sus recursos y sobre todo su amor. A ellos, y a cuantos colaboran con estas numerosas obras de bien, se dirige mi admiración y mi más sentido “gracias”.
La Casa de la Misericordia se propone como punto de referencia para un gran número de acciones caritativas; manos tendidas hacia los hermanos y hermanas que tienen dificultad para navegar en medio de los problemas de la vida. Es una especie de puerto donde atracar, donde poder encontrar escucha y comprensión. Pero esta nueva iniciativa, que se agrega a tantas otras que sostienen las diferentes instituciones católicas, representa una versión inédita: aquí, en efecto, es la Iglesia particular la que lleva adelante la obra, con la sinergia de todos los elementos misioneros, pero con una clara identidad local, como genuina expresión de la Prefectura apostólica en su conjunto. Y me gusta mucho el nombre que han querido darle: Casa de la Misericordia. En estas dos palabras está la definición de la Iglesia, que está llamada a ser hogar acogedor donde todos pueden experimentar un amor superior, que mueve y conmueve el corazón; el amor tierno y providente del Padre, que nos quiere en su casa como hermanos y hermanas. Deseo entonces que todos puedan encontrarse en torno a esta realización, que las diversas comunidades misioneras participen en ella activamente, destinando personal y recursos.
Para que eso se realice es indispensable el voluntariado, es decir, el servicio, puramente gratuito y desinteresado, que las personas libremente deciden ofrecer a quienes lo necesitan; no en base a una compensación económica o cualquier otra forma de retribución individual, sino por puro amor al prójimo. Este es el estilo de servicio que Jesús nos ha enseñado al decir: «Han recibido gratuitamente, den también gratuitamente» (Mt 10,8). Servir de este modo parece una mala apuesta, pero al arriesgar se descubre que lo que se da sin esperar recompensa no es en vano; más bien, se convierte en una gran riqueza para el que ofrece tiempo y energías. La gratuidad, en efecto, aligera el alma, sana las heridas del corazón, acerca a Dios, desvela la fuente de la alegría y nos mantiene interiormente jóvenes. En este país lleno de jóvenes, dedicarse al voluntariado puede ser un camino decisivo de crecimiento personal y social.
Es además un hecho que, también en las sociedades altamente tecnologizadas y con un elevado nivel de vida, el sistema de previsión social por sí solo no es suficiente para suministrar todos los servicios a los ciudadanos, si no hay adicionalmente grupos de voluntarios y voluntarias que dediquen tiempo, capacidad y recursos por amor a los demás. El verdadero progreso de las naciones, en efecto, no se mide en base a la riqueza económica ni mucho menos a los que invierten en la ilusoria potencia de los armamentos, sino a la capacidad de hacerse cargo de la salud, la educación y el crecimiento integral de la gente. Quisiera, por tanto, animar a todos los ciudadanos mongoles, conocidos por su magnanimidad y capacidad de abnegación, a comprometerse en el voluntariado, poniéndose a disposición de los demás. Aquí, en la Casa de la Misericordia, tienen un “gimnasio” siempre abierto donde ejercitar sus deseos de bien y entrenar el corazón.
Por último, quisiera refutar algunos “mitos”. En primer lugar, aquel por el cual sólo las personas pudientes pueden comprometerse en el voluntariado. La realidad dice lo contrario: no es necesario ser ricos para hacer el bien, es más, casi siempre son las personas comunes las que dedican tiempo, conocimientos y corazón para ocuparse de los demás. Un segundo mito que se debe desmontar es aquel por el cual la Iglesia católica, que se distingue en el mundo por su gran compromiso en obras de promoción social, hace todo esto por proselitismo, como si ocuparse de los otros fuera una forma de convencerlos y ponerlos “de su lado”. No, los cristianos reconocen a quienes pasan necesidad y hacen lo posible para aliviar sus sufrimientos porque allí ven a Jesús, el Hijo de Dios, y en Él la dignidad de toda persona, llamada a ser hijo o hija de Dios. Me gusta imaginar esta Casa de la Misericordia como el lugar donde personas de “credos” diferentes, y también no creyentes, unen los propios esfuerzos a los de los católicos locales para socorrer con compasión a tantos hermanos y hermanas en humanidad. Y esta es la palabra “compasión”, capacidad de compadecerse con el otro. Este será el signo más hermoso de una fraternidad que el Estado sabrá custodiar y promover adecuadamente. De hecho, para que se realice este sueño es indispensable, aquí y en cualquier otro sitio, que quien posee la responsabilidad pública favorezca tales iniciativas humanitarias, dando prueba de una sinergia virtuosa para el bien común. Por último, un tercer mito a desenmascarar es aquel según el cual lo que cuenta serían sólo los medios económicos, como si el único modo para hacerse cargo de los demás fuera la contratación de personal asalariado y el equipamiento de grandes estructuras. Ciertamente, la caridad requiere profesionalidad, pero las iniciativas benéficas no deben convertirse en empresas, sino conservar la frescura de las obras de caridad, donde quien pasa necesidad encuentre personas capaces de escucha y de compasión, más allá de cualquier tipo de retribución.
En otras palabras, para hacer realmente el bien, lo indispensable es un corazón bueno, determinado a buscar lo que es mejor para el otro. Comprometerse sólo a cambio de una remuneración no es amor verdadero; porque sólo el amor vence el egoísmo y hace que el mundo avance. A este propósito, quiero concluir recordando un episodio relacionado con Santa Teresa de Calcuta. Parece ser que una vez un periodista, mirándola inclinarse sobre la herida maloliente de un enfermo, le dijo: “Lo que ustedes hacen es hermosísimo, pero personalmente no lo haría ni por un millón de dólares”. La Madre Teresa sonrió y le respondió: “Tampoco yo lo haría por un millón de dólares; ¡lo hago por amor a Dios!”. Rezo para que este estilo de gratuidad sea el valor agregado de esta Casa de la Misericordia. Por todo el bien que han hecho y que harán, les agradezco de corazón y los bendigo. Y, por favor, tengan también la caridad de rezar por mí. Gracias.