Quien nos ofrece hoy la oportunidad de estar juntos para conocernos y enriquecernos mutuamente es el amado pueblo mongol, que puede presumir de una historia de convivencia entre representantes de diversas tradiciones religiosas. Es hermoso recordar la virtuosa experiencia de la antigua capital imperial Karakórum, donde se albergaban lugares de culto pertenecientes a diferentes “credos”, que daban testimonio de una armonía admirable. Armonía: quisiera subrayar esta palabra de sabor típicamente asiático. Esta se refiere a la relación particular que se crea entre realidades diferentes, sin superponerlas ni homologarlas, sino respetando las diferencias y en beneficio de la convivencia. Me pregunto: ¿quién, con más razón que los creyentes, está llamado a trabajar por la armonía de todos?
Hermanos, hermanas, por el modo en que logremos la armonía con los demás peregrinos sobre la tierra y en la forma que consigamos transmitir armonía, allí donde vivimos, se mide el valor social de nuestra religiosidad. Cada vida humana, en efecto, y con mayor razón cada religión, tiene que “medirse” en base al altruismo; no a un altruismo abstracto, sino concreto, que se traduzca en la búsqueda del otro y en la colaboración generosa con el otro, porque «el sabio se regocija dando. Él alcanzará la felicidad en esta tierra» (El Dhammapada: El Sendero de la Realización Interior, Buenos Aires 2022, 80; cf. las palabras de Jesús referidas en Hch 20,35). Una oración, inspirada en san Francisco de Asís, recita: “Donde haya odio, que lleve yo el amor. Donde haya ofensa, que lleve yo el perdón. Donde haya discordia, que lleve yo la unión”. El altruismo construye armonía y donde hay armonía hay entendimiento, prosperidad, belleza. Más aún, armonía es quizás el sinónimo más apropiado de belleza. Por el contrario, la cerrazón, la imposición unilateral, el fundamentalismo y la coerción ideológica arruinan la fraternidad, alimentan tensiones y ponen en peligro la paz. La belleza de la vida es fruto de la armonía; es comunitaria, se acrecienta con la amabilidad, con la escucha y con la humildad. Y puede comprenderla el corazón puro, porque “la verdadera belleza, después de todo, reside en la pureza del corazón” (cf. M.K. GANDHI, Il mio credo, il mio pensiero, Roma 2019, 94).
Las religiones están llamadas a ofrecer al mundo esta armonía, que el progreso técnico por sí solo no puede dar, porque, apuntando sólo a la dimensión terrena y horizontal del hombre, corre el riesgo de olvidar el cielo para el cual hemos sido creados. Hermanos y hermanas, hoy estamos aquí juntos como humildes herederos de antiguas escuelas de sabiduría. Al reunirnos hoy, nos comprometemos a compartir todo ese bien que hemos recibido, para enriquecer a una humanidad que, en su caminar, a menudo se encuentra desorientada por miopes búsquedas de lucro y bienestar; y a menudo también es incapaz de volver a encontrar el hilo conductor. Volviendo así su mirada sólo a intereses terrenos, acaba arruinando la misma tierra, confundiendo el progreso con el retroceso, como lo muestran tantas injusticias, tantos conflictos, tantas devastaciones ambientales, tantas persecuciones, tanto descarte de la vida humana.
Asia tiene muchísimo que ofrecer en ese sentido, y Mongolia, que se encuentra en el corazón de este continente, custodia un gran patrimonio de sabiduría, que las religiones que aquí se difundieron han contribuido a crear, y que quisiera invitar a todos a redescubrir y valorar. Me limito a citar, aunque sin profundizarlos, diez aspectos de este patrimonio sapiencial, diez aspectos. La buena relación con la tradición, no obstante las tentaciones del consumismo; el respeto por los ancianos y los antepasados. ¡Cuánta necesidad tenemos de una alianza generacional entre ellos y los más jóvenes! Diálogo entre abuelos y nietos. Y, además, el cuidado por el ambiente, nuestra casa común, otra necesidad tremendamente actual. Estamos en peligro, eh. Y también el valor del silencio y de la vida interior, antídoto espiritual para tantos males del mundo actual. Por tanto, un sano sentido de frugalidad; el valor de la acogida; la capacidad de resistir al apego a las cosas; la solidaridad, que nace de la cultura de los vínculos entre las personas; el aprecio por la sencillez. Y, por último, un cierto pragmatismo existencial, que tiende a buscar con tenacidad el bien del individuo y de la comunidad. Estos diez son algunos elementos del patrimonio de sabiduría que este país puede ofrecer al mundo.
A propósito de sus costumbres, he hablado ya de cómo, al prepararme para este viaje, me han fascinado las viviendas tradicionales con las que el pueblo mongol revela una sabiduría sedimentada a través de milenios de historia. La ger constituye, en efecto, un espacio humano. En su interior se desarrolla la vida de la familia, es lugar de convivencia amistosa, de encuentro y de diálogo en el que, aun cuando ya fuesen muchos, se sabe hacer espacio para alguien más. Y, además, es un punto de referencia concreto, fácilmente identificable en las inmensas extensiones del territorio mongol; es también motivo de esperanza para el que ha perdido el camino. Si hay una ger, hay vida. Se la encuentra siempre abierta, preparada para acoger al amigo, pero también al viajero e incluso al extranjero, para ofrecerles un té caliente que permita recobrar fuerzas en el frío invierno o una fresca leche fermentada que alivie las calurosas jornadas veraniegas. Esta es también la experiencia de los misioneros católicos, provenientes de otros países, que aquí son recibidos como peregrinos y huéspedes, y que entran con prudente tacto en este mundo cultural para ofrecer el humilde testimonio del Evangelio de Jesucristo.
Aún más, junto al espacio humano, la ger evoca la esencial apertura a lo divino. La dimensión espiritual de esta morada está representada por su apertura hacia lo alto, en donde se encuentra un solo punto desde el que entra la luz, formado por una claraboya segmentada. De ese modo, el interior se vuelve un gran reloj solar, donde se suceden luces y sombras, marcando las horas del día y de la noche. Hay una hermosa enseñanza en este aspecto: el sentido del tiempo que pasa proviene de lo alto, no del mero devenir de las actividades terrenas. Además, en ciertos momentos del año, el rayo que penetra de lo alto ilumina el altar familiar, recordando el primado de la vida espiritual. De esa manera, la convivencia humana que se realiza en el espacio circular remite constantemente a su vocación vertical, trascendente, espiritual.