23 de noviembre de 2024 Donar
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Discurso del Papa en encuentro con obispos, sacerdotes y agentes pastorales en Mongolia

En su segundo día en Mongolia, el Papa Francisco mantuvo un encuentro con los obispos, sacerdotes, misioneros, consagrados, consagradas y agentes pastorales en la Catedral San Pedro y San Pablo.

A continuación, les ofrecemos el texto completo de su discurso:

Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenas tardes!

Gracias, Excelencia, por sus palabras, gracias sor Salvia, don Peter Sanjaajav y Rufina por sus testimonios, gracias a todos ustedes por su presencia y por su fe. Estoy feliz de encontrarme con ustedes. La alegría del Evangelio es el motivo que ha impulsado a todos ustedes, hombres y mujeres consagrados en la vida religiosa o en el ministerio ordenado, a estar aquí y a dedicarse, junto a las hermanas y a los hermanos laicos, al Señor y a los demás. Bendigo a Dios por esto y lo hago a través de una hermosa oración de alabanza tomada del Salmo 34, en el que me inspiro para compartir algunos pensamientos con ustedes. Dice así: «¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!» (v. 9).

Gustar y ver, porque la alegría y la bondad del Señor no son algo pasajero, sino que permanecen dentro, dan gusto a la vida y permiten ver las cosas de un modo nuevo; como nos has dicho tú, Rufina, en tu hermoso testimonio. Ante todo, quisiera saborear el gusto de la fe en esta tierra haciendo memoria de historias y de rostros, de vidas gastadas por el Evangelio. Gastar la vida por el Evangelio: es una bella definición de la vocación misionera del cristiano, y en particular del modo en que los cristianos viven esa vocación aquí.

Recuerdo entonces al obispo Wenceslao Selga Padilla, primer Prefecto apostólico, pionero de la fase contemporánea de la Iglesia en Mongolia y constructor de esta catedral. Aquí, sin embargo, la fe no se remonta sólo a los años noventa del siglo pasado, sino que tiene raíces muy antiguas. A las experiencias del primer milenio, marcadas por el movimiento evangelizador de la tradición siriaca que se difundió a lo largo de la ruta de la seda, siguió un considerable compromiso misionero. ¿Cómo no recordar las misiones diplomáticas del siglo XIII, incluso el celo apostólico manifestado por el nombramiento, entorno al año 1310, de Juan de Montecorvino como primer obispo de Janbalic y, por tanto, responsable de toda esta amplia región del mundo bajo la dinastía mongol Yuan? Fue precisamente él quien realizó la primera traducción en mongol del libro de los Salmos y del Nuevo Testamento. Pues bien, esta gran historia de pasión por el Evangelio se retomó de manera extraordinaria en 1992 con la llegada de los primeros misioneros de la Congregación del Inmaculado Corazón de María, a los que se unieron representantes de otros institutos, clero diocesano y voluntarios laicos. Entre todos quisiera recordar al activo y celoso Padre Stephano Kim Seong-hyeon. Y también hagamos memoria de tantos fieles servidores del Evangelio en Mongolia, que están aquí con nosotros ahora y que, después de haber gastado su vida por Cristo, ven y gustan las maravillas que su bondad sigue realizando en ustedes y a través de ustedes.

Pero, ¿por qué gastar la vida por el Evangelio? Precisamente porque, como recuerda el Salmo 34, se ha gustado, se ha sentido el buen sabor, se ha experimentado la ternura del amor de Dios en la propia existencia. Ese Dios que se hizo visible, tangible, perceptible en Jesús. Sí, es Él la buena noticia destinada a todos los pueblos, el anuncio que la Iglesia no puede dejar de llevar, encarnándolo en la vida y “susurrándolo” al corazón de cada individuo y de cada cultura. Esta experiencia del amor de Dios en Cristo es pura luz que transfigura el rostro y lo hace a su vez resplandeciente. Hermanos y hermanas, la vida cristiana nace de la contemplación de este rostro, es una cuestión de amor, de encuentro cotidiano con el Señor en la Palabra y en el Pan de vida, en el rostro de los demás, en los necesitados, donde Cristo está presente. Eso nos lo has recordado tú, sor Salvia, con tu testimonio, ¡gracias! 

En estos treinta y un años de presencia en Mongolia, ustedes, queridos sacerdotes, consagrados, consagradas y agentes pastorales, han dado vida a una múltiple variedad de iniciativas caritativas que absorben la mayor parte de sus energías y reflejan el rostro misericordioso de Cristo buen samaritano. Es como su tarjeta de presentación, que les ha granjeado respeto y estima por los muchos beneficios que han aportado en infinidad de campos diferentes; desde la asistencia hasta la educación, pasando por la atención sanitaria y la promoción cultural. Los animo a proseguir en este camino fecundo y benéfico para el amado pueblo mongol.

Al mismo tiempo, los invito a que gusten y vean al Señor, a que vuelvan una y otra vez a aquella primera mirada de la que surgió todo. Sin esto, las fuerzas van menguando y el compromiso pastoral corre el riesgo de quedar en una estéril prestación de servicios, en un sucederse de tareas que se deben hacer, pero que terminan por no trasmitir nada más que cansancio y frustración. Sin embargo, permaneciendo en contacto con el rostro de Cristo, buscándolo en las Escrituras y contemplándolo en silenciosa adoración ante el sagrario, lo reconocerán en el rostro de aquellos a quienes sirven y se sentirán transportados por una íntima alegría, que incluso en las dificultades deja paz en el corazón. Esto es lo que necesitamos, no personas ocupadas y distraídas que llevan adelante proyectos, quizás con el riesgo de parecer amargadas a causa de una vida que no es ciertamente fácil. El cristiano es aquel que es capaz de adorar, adorar en silencio, y después de esta adoración actuar. No se olviden de la adoración. Hemos perdido en este siglo esta costumbre, adorar. Y con la oración, después hacer las cosas. Es necesario volver a la fuente, al rostro de Jesús, a gustar de su presencia; es Él nuestro tesoro (cf. Mt 13,44), la perla preciosa por la cual vale la pena gastar todo (cf. Mt 13,45-46). Los hermanos y las hermanas de Mongolia, que tienen un noble sentido de lo sagrado y —como es típico en el continente asiático— una amplia y acrisolada historia religiosa, esperan de ustedes este testimonio, y saben reconocer su autenticidad. El testimonio que ustedes tienen que dar, la fe no crece por proselitismo, sino por testimonio.

El Señor Jesús, cuando envió a los suyos en el mundo, no los mandó a difundir un pensamiento político, sino a testimoniar con la vida la novedad de la relación con su Padre, para que fuese “Padre nuestro” (cf. Jn 20,17), activando de esa manera una concreta fraternidad con cada pueblo. La Iglesia que nace de este mandato es una Iglesia pobre, que se apoya sólo sobre una fe genuina, sobre la inerme y desarmante potencia del Resucitado, capaz de aliviar los sufrimientos de la humanidad herida. Es por eso que los gobiernos y las instituciones seculares no tienen nada que temer de la acción evangelizadora de la Iglesia, porque no tiene ninguna agenda política que sacar adelante, sino que sólo conoce la fuerza humilde de la gracia de Dios y de una Palabra de misericordia y de verdad, capaz de promover el bien de todos. 

Para llevar a cabo esta misión, Cristo ha dado a su Iglesia una estructura que recuerda la armonía que hay entre los distintos miembros del cuerpo humano. Él es la cabeza, es decir, la mente que sigue guiándola, infundiendo en el Cuerpo, o sea, en nosotros, su mismo Espíritu, que actúa sobre todo en esos signos de vida nueva que son los sacramentos. Para garantizar la autenticidad y la eficacia, ha instituido el orden sacerdotal, marcado por una íntima unión con Él, buen Pastor que da la vida por su rebaño. También tú, don Peter, has sido llamado para esta misión, gracias por haber compartido tu experiencia. De ese modo también el santo Pueblo de Dios que peregrina en Mongolia posee la plenitud de los dones espirituales. Y en esta perspectiva los invito a ver en el obispo no un manager, sino la imagen viva de Cristo buen Pastor que reúne y guía a su pueblo; un discípulo colmado del carisma apostólico para que edifique vuestra fraternidad en Cristo y la radique cada vez más en esta nación con una noble identidad cultural. Además, el hecho de que vuestro obispo sea Cardenal añade una ulterior expresión de cercanía: todos ustedes, lejanos sólo físicamente, están muy cerca del corazón de Pedro; y toda la Iglesia está cerca de ustedes, de vuestra comunidad, que es verdaderamente católica, es decir, universal, pues atrae hacia Mongolia la simpatía de muchos hermanos y hermanas esparcidos por el mundo, en una gran comunión eclesial.

Subrayo esta palabra: comunión. La Iglesia no se comprende en base a un criterio puramente funcional, la Iglesia no es una empresa funcional, la Iglesia no crece por proselitismo, la Iglesia es otra cosa, en este cuerpo de la Iglesia el obispo hace de moderador de distintos miembros, basándose tal vez en el principio de la mayoría, sino en virtud de un principio espiritual, por el cual Jesús mismo se hace presente en la persona del obispo para asegurar la comunión de su Cuerpo místico. En otras palabras, la unidad de la Iglesia no es una cuestión de orden y respeto, ni siquiera una buena estrategia para “hacer amigos”, es una cuestión de fe y de amor al Señor, es fidelidad a Él. Por eso es importante que todos los componentes eclesiales se aglutinen alrededor del obispo, que representa a Cristo vivo en medio de su Pueblo, construyendo esa comunión sinodal que ya es anuncio y que tanto ayuda a inculturar la fe.

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Queridos misioneros y misioneras, gusten y vean el don que son ustedes, la belleza de darse totalmente a Cristo que los ha llamado a testimoniar su amor precisamente aquí en Mongolia. Sigan haciéndolo cultivando la comunión. Llévenlo a cabo en la sencillez de una vida sobria, a imitación del Señor, que entró en Jerusalén sobre un mulo y que se despojó incluso de sus vestiduras en la cruz. Estén siempre cerca de la gente, atendiéndolos personalmente, aprendiendo la lengua, respetando y amando su cultura, no dejándose tentar por las seguridades mundanas, sino permaneciendo firmes en el Evangelio a través de una ejemplar rectitud de vida espiritual y moral. Sencillez y cercanía, sin cansarse de llevar a Jesús los rostros y las historias que encuentran, los problemas y las preocupaciones, gastando tiempo en la oración cotidiana, que les permitirá mantenerse en pie ante el cansancio del servicio y alcanzar del «Dios de todo consuelo» (2 Co 1,3) la esperanza que hemos de llevar a los corazones de cuantos sufren.

Cerca del Señor se refuerza en nosotros una certeza, como nos revela nuevamente el Salmo 34: «Nada faltará a los que lo temen [...]. Los que buscan al Señor no carecen de nada» (vv. 10-11). Es cierto que los desequilibrios y las contradicciones de la vida afectan también a los creyentes, y que los evangelizadores no están dispensados de esa carga de inquietud que pertenece a la condición humana. El salmista no teme hablar de la malicia y de los malhechores, pero recuerda que el Señor, ante el grito de los humildes, «los libra de todas sus angustias», porque «está cerca del que sufre y salva a los que están abatidos» (vv. 18-19). Por esto, la Iglesia se presenta ante el mundo como una voz solidaria con todos los pobres y los necesitados, no calla ante las injusticias y con mansedumbre se compromete a promover la dignidad de cada ser humano.

Queridos amigos, en este camino de discípulos misioneros, me ha gustado mucho descubrirlos, ustedes tienen un pilar seguro, nuestra Madre celestial, que —me ha gustado mucho descubrirlo— ha querido darles un signo tangible de su presencia discreta y premurosa dejando que se encontrase una imagen suya en un vertedero. En un lugar de desechos ha aparecido esta hermosa estatua de la Inmaculada. Ella, sin mancha, inmune al pecado, ha querido hacerse cercana hasta el punto de ser confundida con los deshechos de la sociedad, de forma que de la suciedad de la basura ha surgido la pureza de la Santa Madre de Dios. He conocido una interesante tradición mongola de la suun dalai ijii, la mamá del corazón grande como un océano de leche. Si en la narración de la Historia secreta de los mongoles, una luz que desciende a través de la abertura superior de la ger fecunda la mítica reina Alan Qo’a, así también ustedes pueden contemplar en la maternidad de la Virgen María la acción de la luz divina, que desde lo alto acompaña cada día los pasos de vuestra Iglesia.

Alzando la mirada a María, serán fortalecidos, viendo que la pequeñez no es un problema, sino una respuesta. Sí, Dios ama la pequeñez y le gusta hacer obras grandes a través de la pequeñez, como atestigua María (cf. Lc 1,48-49). Hermanos, hermanas, no tengan miedo de los números reducidos, de los éxitos que no llegan, de la relevancia que no aparece. No es este el camino de Dios. Miremos a María, que en su pequeñez es más grande que el cielo, porque ha acogido a Aquel que ni el cielo ni lo más alto del cielo puede contener (cf. 1 Re 8,27). Encomendémonos a ella, pidiendo un celo renovado, un amor ardiente que no se cansa de testimoniar el Evangelio con alegría. Sigan adelante, Dios los ama, Él los ha elegido y cree en ustedes. Yo estoy con ustedes y de todo corazón les digo: gracias, gracias por vuestro testimonio, gracias por vuestra vida gastada por el Evangelio. Continúen así, constantes en la oración y creativos en la caridad, firmes en la comunión, alegres y mansos en todo y con todos. Los bendigo y los recuerdo. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.

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