Pero, ¿por qué gastar la vida por el Evangelio? Precisamente porque, como recuerda el Salmo 34, se ha gustado, se ha sentido el buen sabor, se ha experimentado la ternura del amor de Dios en la propia existencia. Ese Dios que se hizo visible, tangible, perceptible en Jesús. Sí, es Él la buena noticia destinada a todos los pueblos, el anuncio que la Iglesia no puede dejar de llevar, encarnándolo en la vida y “susurrándolo” al corazón de cada individuo y de cada cultura. Esta experiencia del amor de Dios en Cristo es pura luz que transfigura el rostro y lo hace a su vez resplandeciente. Hermanos y hermanas, la vida cristiana nace de la contemplación de este rostro, es una cuestión de amor, de encuentro cotidiano con el Señor en la Palabra y en el Pan de vida, en el rostro de los demás, en los necesitados, donde Cristo está presente. Eso nos lo has recordado tú, sor Salvia, con tu testimonio, ¡gracias!
En estos treinta y un años de presencia en Mongolia, ustedes, queridos sacerdotes, consagrados, consagradas y agentes pastorales, han dado vida a una múltiple variedad de iniciativas caritativas que absorben la mayor parte de sus energías y reflejan el rostro misericordioso de Cristo buen samaritano. Es como su tarjeta de presentación, que les ha granjeado respeto y estima por los muchos beneficios que han aportado en infinidad de campos diferentes; desde la asistencia hasta la educación, pasando por la atención sanitaria y la promoción cultural. Los animo a proseguir en este camino fecundo y benéfico para el amado pueblo mongol.
Al mismo tiempo, los invito a que gusten y vean al Señor, a que vuelvan una y otra vez a aquella primera mirada de la que surgió todo. Sin esto, las fuerzas van menguando y el compromiso pastoral corre el riesgo de quedar en una estéril prestación de servicios, en un sucederse de tareas que se deben hacer, pero que terminan por no trasmitir nada más que cansancio y frustración. Sin embargo, permaneciendo en contacto con el rostro de Cristo, buscándolo en las Escrituras y contemplándolo en silenciosa adoración ante el sagrario, lo reconocerán en el rostro de aquellos a quienes sirven y se sentirán transportados por una íntima alegría, que incluso en las dificultades deja paz en el corazón. Esto es lo que necesitamos, no personas ocupadas y distraídas que llevan adelante proyectos, quizás con el riesgo de parecer amargadas a causa de una vida que no es ciertamente fácil. El cristiano es aquel que es capaz de adorar, adorar en silencio, y después de esta adoración actuar. No se olviden de la adoración. Hemos perdido en este siglo esta costumbre, adorar. Y con la oración, después hacer las cosas. Es necesario volver a la fuente, al rostro de Jesús, a gustar de su presencia; es Él nuestro tesoro (cf. Mt 13,44), la perla preciosa por la cual vale la pena gastar todo (cf. Mt 13,45-46). Los hermanos y las hermanas de Mongolia, que tienen un noble sentido de lo sagrado y —como es típico en el continente asiático— una amplia y acrisolada historia religiosa, esperan de ustedes este testimonio, y saben reconocer su autenticidad. El testimonio que ustedes tienen que dar, la fe no crece por proselitismo, sino por testimonio.
El Señor Jesús, cuando envió a los suyos en el mundo, no los mandó a difundir un pensamiento político, sino a testimoniar con la vida la novedad de la relación con su Padre, para que fuese “Padre nuestro” (cf. Jn 20,17), activando de esa manera una concreta fraternidad con cada pueblo. La Iglesia que nace de este mandato es una Iglesia pobre, que se apoya sólo sobre una fe genuina, sobre la inerme y desarmante potencia del Resucitado, capaz de aliviar los sufrimientos de la humanidad herida. Es por eso que los gobiernos y las instituciones seculares no tienen nada que temer de la acción evangelizadora de la Iglesia, porque no tiene ninguna agenda política que sacar adelante, sino que sólo conoce la fuerza humilde de la gracia de Dios y de una Palabra de misericordia y de verdad, capaz de promover el bien de todos.
Para llevar a cabo esta misión, Cristo ha dado a su Iglesia una estructura que recuerda la armonía que hay entre los distintos miembros del cuerpo humano. Él es la cabeza, es decir, la mente que sigue guiándola, infundiendo en el Cuerpo, o sea, en nosotros, su mismo Espíritu, que actúa sobre todo en esos signos de vida nueva que son los sacramentos. Para garantizar la autenticidad y la eficacia, ha instituido el orden sacerdotal, marcado por una íntima unión con Él, buen Pastor que da la vida por su rebaño. También tú, don Peter, has sido llamado para esta misión, gracias por haber compartido tu experiencia. De ese modo también el santo Pueblo de Dios que peregrina en Mongolia posee la plenitud de los dones espirituales. Y en esta perspectiva los invito a ver en el obispo no un manager, sino la imagen viva de Cristo buen Pastor que reúne y guía a su pueblo; un discípulo colmado del carisma apostólico para que edifique vuestra fraternidad en Cristo y la radique cada vez más en esta nación con una noble identidad cultural. Además, el hecho de que vuestro obispo sea Cardenal añade una ulterior expresión de cercanía: todos ustedes, lejanos sólo físicamente, están muy cerca del corazón de Pedro; y toda la Iglesia está cerca de ustedes, de vuestra comunidad, que es verdaderamente católica, es decir, universal, pues atrae hacia Mongolia la simpatía de muchos hermanos y hermanas esparcidos por el mundo, en una gran comunión eclesial.
Subrayo esta palabra: comunión. La Iglesia no se comprende en base a un criterio puramente funcional, la Iglesia no es una empresa funcional, la Iglesia no crece por proselitismo, la Iglesia es otra cosa, en este cuerpo de la Iglesia el obispo hace de moderador de distintos miembros, basándose tal vez en el principio de la mayoría, sino en virtud de un principio espiritual, por el cual Jesús mismo se hace presente en la persona del obispo para asegurar la comunión de su Cuerpo místico. En otras palabras, la unidad de la Iglesia no es una cuestión de orden y respeto, ni siquiera una buena estrategia para “hacer amigos”, es una cuestión de fe y de amor al Señor, es fidelidad a Él. Por eso es importante que todos los componentes eclesiales se aglutinen alrededor del obispo, que representa a Cristo vivo en medio de su Pueblo, construyendo esa comunión sinodal que ya es anuncio y que tanto ayuda a inculturar la fe.