Las ger, presentes tanto en las zonas rurales como en los centros urbanos, testimonian además el precioso connubio entre la tradición y la modernidad; en efecto, ellas acomunan la vida de los ancianos y los jóvenes, expresando la continuidad del pueblo mongol, que desde la antigüedad hasta el presente ha sabido custodiar las propias raíces, abriéndose, especialmente en los últimos decenios, a los grandes desafíos globales del desarrollo y de la democracia. Ciertamente, hoy Mongolia, con su amplia red de relaciones diplomáticas, su activa adhesión a las Naciones Unidas, su compromiso por los derechos humanos y por la paz, desempeña un papel significativo en el corazón del gran continente asiático y en el escenario internacional. Quisiera mencionar también vuestra determinación a detener la proliferación nuclear y a presentarse al mundo como un país sin armas nucleares. Mongolia no es sólo una nación democrática que lleva adelante una política exterior pacífica, sino que se propone realizar un papel importante para la paz mundial. Además —otro elemento propicio que se puede señalar—, la pena capital ha desaparecido de vuestro ordenamiento judicial.
Las ger, gracias a su capacidad de adaptarse a los climas extremos, consienten vivir en territorios muy dispares, como ocurrió durante la conocida epopeya del imperio mongol, el más grande hasta la fecha con un territorio unido. Vengo a Mongolia, entre otras cosas, en un aniversario importante para ustedes, los 860 años del nacimiento de Gengis Kan. Durante siglos, el abrazar tierras lejanas y muy distintas puso en evidencia la excepcional capacidad de vuestros antepasados de reconocer lo mejor de los pueblos que componían el inmenso territorio imperial y de ponerlas al servicio del desarrollo común. Esto es un ejemplo que se debe tomar en cuenta y reproducir en nuestros días. Quiera el cielo que, sobre la tierra, devastada por tantos conflictos, se recreen también hoy, en el respeto de las leyes internacionales, las condiciones de aquello que en un tiempo fue la pax mongola, es decir, la ausencia de conflictos. Así como dice vuestro proverbio: «las nubes pasan, el cielo permanece», que así pasen las nubes oscuras de la guerra, que se disipen por la firme voluntad de una fraternidad universal en la que las tensiones se resuelvan sobre la base del encuentro y del diálogo, y que a todos se les garanticen los derechos fundamentales. Aquí, en vuestro país, rico de historia y de cielo, imploremos este don de lo alto y pongámonos manos a la obra para construir juntos un futuro de paz.
Al entrar en una ger tradicional, la mirada se eleva hacia el centro, a la parte más alta, donde hay una ventana redonda que deja entrar la luz y permite admirar precisamente el cielo. Quisiera subrayar esta actitud fundamental que vuestra tradición ayuda a descubrir: el saber dirigir nuestra mirada hacia lo alto. Alzar los ojos al cielo —el eterno cielo azul que ustedes siempre han venerado— significa permanecer en una actitud de dócil apertura a las enseñanzas religiosas. Hay de hecho una profunda connotación espiritual en las fibras de vuestra identidad cultural y es hermoso que Mongolia sea un símbolo de libertad religiosa. En la contemplación de los vastos horizontes, poco poblados por seres humanos, se ha afinado en vuestro pueblo una propensión al aspecto espiritual, al que se accede otorgando valor al silencio y a la interioridad. Ante el solemne predominio de la tierra que les rodea con sus innumerables fenómenos naturales, nace un sentimiento de asombro, que sugiere humildad y frugalidad, optar por lo esencial y ser capaces de desvincularse de todo lo que no lo es. Pienso en el peligro que representa el espíritu consumista de hoy en día, que además de crear muchas injusticias, lleva a un individualismo que olvida a los demás y a las buenas tradiciones recibidas. Las religiones, por el contrario, cuando se inspiran en su patrimonio espiritual original y no son corrompidas por desviaciones sectarias, son a todos los efectos soportes fiables para la construcción de sociedades sanas y prósperas, en las que los creyentes no escatiman esfuerzos con el fin de que la convivencia civil y los proyectos políticos estén siempre al servicio del bien común, representando también como un freno a la peligrosa carcoma de la corrupción. Esta constituye efectivamente una amenaza seria para el desarrollo de cualquier grupo humano, alimentándose de una mentalidad utilitarista y desaprensiva que empobrece países enteros. Es la señal de una mirada que se aleja del cielo y huye de los vastos horizontes de la fraternidad, encerrando a la persona en sí misma y anteponiendo todo a sus propios intereses.
En cambio, protagonistas de esa mirada hacia lo alto y de una visión amplia fueron muchos de