Pienso en vosotros, en este tiempo en que puede haber, junto a las actividades estivales, un poco de descanso después de las fatigas pastorales de los meses pasados. Y quisiera, ante todo, renovaros mi agradecimiento: "Gracias por vuestro testimonio, gracias por vuestro servicio; gracias por tanto bien escondido que hacéis, gracias por el perdón y el consuelo que dais en nombre de Dios [...]; gracias por vuestro ministerio, que a menudo se desarrolla en medio de tantas dificultades, incomprensiones y poco reconocimiento" (Homilía para la Misa Crismal, 6 de abril de 2023).
Por otra parte, nuestro ministerio sacerdotal no se mide por los éxitos pastorales (¡el Señor mismo tuvo cada vez menos con el paso del tiempo!). En el centro de nuestra vida no está ni siquiera el frenesí de la actividad, sino permanecer en el Señor para dar fruto (cf. Jn 15). Él es nuestro refrigerio (cf. Mt 11, 28-29). Y la ternura que nos reconforta brota de su misericordia, de la acogida del "magis" de su gracia, que nos permite seguir adelante en nuestra labor apostólica, soportar fracasos y reveses, alegrarnos con sencillez de corazón, ser mansos y pacientes, recomenzar y recomenzar siempre, tender la mano a los demás. De hecho, nuestros necesarios "momentos de recarga" no sólo se producen cuando descansamos física o espiritualmente, sino también cuando nos abrimos al encuentro fraterno con los demás: la fraternidad reconforta, ofrece espacios de libertad interior y no nos hace sentir solos ante los retos del ministerio.
Con este espíritu os escribo. Me siento en camino con vosotros y quisiera que me sintierais cerca de vosotros en vuestras alegrías y sufrimientos, en vuestros proyectos y trabajos, en vuestras amarguras y consuelos pastorales. Sobre todo, comparto con vosotros el deseo de comunión, afectiva y efectiva, mientras ofrezco mi oración cotidiana para que esta Iglesia Madre nuestra, la Iglesia de Roma, llamada a presidir en la caridad, cultive el don precioso de la comunión ante todo en su interior, haciéndolo germinar en las diversas realidades y sensibilidades que la componen. Que la Iglesia de Roma sea para todos ejemplo de compasión y de esperanza, con sus pastores siempre, de hecho siempre, dispuestos y deseosos de otorgar el perdón de Dios, como canales de misericordia que sacian la sed del hombre de hoy.
Y ahora, queridos hermanos, me pregunto: en este tiempo nuestro, ¿qué nos pide el Señor, hacia dónde nos orienta el Espíritu que nos ungió y nos envió como apóstoles del Evangelio? En la oración me viene a la mente esto: que Dios nos pide ir a fondo en la lucha contra la mundanidad espiritual. El Padre Henri de Lubac, en unas páginas de un texto que os invito a leer, definía la mundanidad espiritual como "el mayor peligro para la Iglesia -para nosotros, que somos la Iglesia-, la tentación más pérfida, la que resurge siempre, insidiosamente, cuando las otras están vencidas". Y añadía palabras que me parecen dar en el clavo: "Si esta mundanidad espiritual invadiera la Iglesia y trabajara para corromperla minando su principio mismo, sería infinitamente más desastrosa que cualquier mundanidad simplemente moral" (Meditación sobre la Iglesia, Milán 1965, 470).
Son cosas que he mencionado en otras ocasiones, pero quisiera reiterarlas, considerándolas prioritarias: la mundanidad espiritual, en efecto, es peligrosa porque es un modo de vida que reduce la espiritualidad a una apariencia: nos lleva a ser "mercaderes del espíritu", hombres revestidos de formas sagradas que en realidad siguen pensando y actuando según las modas del mundo. Esto sucede cuando nos dejamos fascinar por las seducciones de lo efímero, por la mediocridad y la costumbre, por las tentaciones del poder y la influencia social. Y, de nuevo, por la vanagloria y el narcisismo, por la intransigencia doctrinal y el esteticismo litúrgico, formas y modos en que la mundanidad "se esconde tras apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia", pero en realidad "consiste en buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal" (Evangelii gaudium, 93). ¿Cómo no reconocer en todo esto la versión actualizada de aquel formalismo hipócrita, que Jesús veía en ciertas autoridades religiosas de la época y que en el curso de su vida pública le hizo sufrir quizá más que ninguna otra cosa?
La mundanidad espiritual es una tentación "suave" y, por eso mismo, aún más insidiosa. En efecto, se infiltra sabiendo esconderse bien detrás de las buenas apariencias, incluso dentro de los motivos "religiosos". Y, aunque la reconozcamos y la alejemos de nosotros, tarde o temprano reaparece disfrazada de otra manera. Como dice Jesús en el Evangelio: "Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, éste vaga por lugares desiertos buscando alivio y, al no encontrarlo, dice: 'Volveré a mi casa, de donde salí'. Cuando llega, la encuentra barrida y adornada. Entonces va, toma otros siete espíritus peores que él, entra en ella y fija allí su residencia. Y la última condición de aquel hombre llega a ser peor que la primera" (Lc 11, 24-26). Necesitamos vigilancia interior, custodiar nuestra mente y nuestro corazón, alimentar en nosotros el fuego purificador del Espíritu, porque las tentaciones mundanas vuelven y "llaman" de manera cortés, "son los "demonios corteses": entran cortésmente, sin que me dé cuenta" (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2022).