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Una de las devociones más populares —y más hermosas— es la dedicada al Divino Niño Jesús, que contempla a Jesucristo durante el tiempo en que vivió bajo la protección especial de su padre adoptivo, San José, y de su madre, la Santísima Virgen María, mientras iba progresando "en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (ver Lc 2,56).
La devoción al Divino Niño se sostiene en la cristología, tratado teológico que se ocupa de Jesús, el Verbo encarnado. En Cristo, persona única e indivisible, hay dos naturalezas: humana y divina. Y dado que fue "en todo igual que nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4,15), sabemos que fue un niño en plenitud.
Por ello, la figura de Jesús Niño evoca a cada pequeño y la grandeza de toda infancia: "Yo os aseguro —dice el Señor—: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3).
El Divino Niño
La devoción a la infancia de Cristo fue difundida por grandes santos como San Cayetano y San Antonio de Padua. Al santo portugués se le apareció el Divino Niño, al que acogió tiernamente entre sus brazos. Justamente por eso, Antonio suele ser representado llevando a Jesús en su regazo.
Por su parte, Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz difundieron esta devoción entre los carmelitas.