Fátima, 13 de mayo, 2000
¡Amados peregrinos de Fátima!
Quiero ahora dirigir un saludo particular a los enfermos aquí presentes en gran número, pero extensiva a cuantos, en sus casas o en los hospitales, están unidos espiritualmente con nosotros:
El Papa os saluda con gran afecto, queridos enfermos, asegurando un especial recuerdo en la oración por vosotros y por las personas que cuidan de vosotros. Pongo los anhelos de cada uno de vosotros en el altar donde Jesús continuamente intercede y se sacrifica por la humanidad.
Vengo aquí hoy como testigo de Jesús resucitado. Él sabe lo que es sufrir, y ha vivido las angustias de la muerte; pero, con su muerte, mató a la muerte, siendo el primer hombre, en absoluto, que se liberó definitivamente de sus cadenas. Él recorrió todo el itinerario del hombre hacia la patria del Cielo, donde preparó un trono de gloria para cada uno de nosotros.
¡Querido hermano enfermo!
Si alguien o alguna cosa te hace pensar que llegaste al final del camino, ¡no le creas! Si tienes conocimiento del Amor que te creó, sabes también que, dentro de ti, hay un alma inmortal. Existen varias estaciones en la vida; si por ventura sintieras llegar el invierno, quiero que sepas que no puede ser la última estación, porque la última será la primavera: la primavera de la resurrección. La totalidad de tu vida se extiende infinitamente más allá de las fronteras terrenas: prevé el Cielo.
¡Queridos enfermos!
Yo se que «los sufrimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de revelarse en vosotros » (Rom 8, 18). ¡Ánimo! En este Año Santo, la gracia del Padre se derrama con más grande abundancia sobre quienes la acojan con el alma sencilla y confiada de los niños; esto mismo lo recordó Jesús, en el texto evangélico ahora proclamado. Siendo así, buscad ser contados también vosotros, queridos enfermos, en el número de estos «pequeños», para que Jesús pueda complacerse con vosotros. Dentro de poco, Él va a acercarse a vosotros para bendeciros personalmente en el Santísimo Sacramento,; va a vuestro encuentro con la promesa «¡Yo renuevo todas las cosas!» (Ap 21, 5). ¡Tened confianza! Abandonaos a su mano providente, como lo hicieron los pastorcillos Francisco y Jacinta. Ellos os dicen que no estáis solos. El Padre celeste os ama.