Viernes 4 de marzo de 2011
Francis J. Beckwith
En 2007, cuando pensaba de manera orante sobre retornar a la Iglesia Católica, habían cuatro asuntos teológicos que no me terminaban de convencer: la justificación, la transubstanciación, la penitencia y la sucesión apostólica. Ya he tratado la penitencia, la transubstanciación y la justificación. Aquí ofrezco un breve recuento de cómo me convencí de que la Iglesia Católica también tiene razón sobre la sucesión apostólica.
El catolicismo sostiene que si una iglesia dice ser cristiana debe ser capaz de mostrar que sus líderes –sus obispos y presbíteros (o sacerdotes)– son sucesores de los Apóstoles. Esta es la razón por la que la Iglesia Católica acepta los sacramentos de los ortodoxos orientales como legítimos incluso cuando los ortodoxos no están en plena comunión con Roma.
Lo que me sorprendió fue lo controversial que la sucesión apostólica era en la Iglesia primitiva, como señala el historiador protestante J. N. D. Kelley en su libro Early Christian Doctrines (Doctrinas Cristianas Primitivas). Esperaba encontrarme con facciones de cristianos, incluyendo varios respetables Padres de la Iglesia, que se resistían a la eclesiología episcopal. No hay. De hecho, un argumento clave de la Iglesia primitiva contra los herejes era su falta de linaje y continuidad episcopal y por ende su ausencia de comunión con la Iglesia universal y visible. En su famoso tratado de apologética, Contra las Herejías (182-188) San Ireneo (140-202) señala ese punto en varios pasajes. Tertuliano (160-220) ofrece el mismo tipo de apologética también.
Por supuesto, los primerísimos cristianos no tenían una jerarquía elaborada ni el derecho canónico de la Iglesia Católica actual. También les faltaba un canon seguro y oficialmente cerrado del Nuevo Testamento, credos aprobados por concilios, una Iglesia global con alcance global, y articulaciones detalladas y sofisticadas de la Trinidad, la Encarnación y la justificación. Una Iglesia infante es como un ser humano infante. En sus primeras etapas posee en su esencia propiedades que cuando están plenamente maduras se ven diferente pero que sin embargo están en la naturaleza del mismo ser humano.
Entonces, el mismo ser humano que dice: “mama, pu… pu” puede algún día practicar medica interna. Entonces, como la Iglesia crece y se desarrolla, sus propiedades intrínsecas maduran para acomodar a sus crecientes miembros y hacerle frente a nuevos desafíos teológicos, políticos, geográficos y pastorales no anticipados por su joven encarnación.
Por ejemplo, debido al desafío del Arrianismo, el primer Concilio de Nicea (año 325) produjo y aprobó un credo que todos los miembros de la Iglesia tuvieron que aceptar. Esa resolución conciliar solo tiene sentido si tales cuerpos tienen autoridad real. Y, como aprendí luego, la única autoridad reconocida en la Iglesia primitiva para superar disputas doctrinales era la apostólica, ya fuese original o recibida.
En el tiempo en que los primeros Padres de la Iglesia escriben sus epístolas, una infraestructura eclesial ya está asentada de manera indiscutible, aunque todavía primitiva. Aunque podemos ver las primeras pistas de este desarrollo en el Nuevo Testamento, sugiriendo un patrón particular de liderazgo y autoridad, siguen siendo solo pistas cuando están aisladas respecto a cómo los primeros lectores de la Escritura, incluyendo los discípulos de los Apóstoles y sus sucesores, la entendían.
Primero, es claro que la Iglesia del Nuevo Testamento era una iglesia apostólica. Su liderazgo se basaba en los apóstoles, a quienes Nuestro Señor les dio plena autoridad que incluía los poderes de atar y desatar (Mt 16:9; Mt. 18:8), perdonar los pecados (Jn 20:21-23), bautizar (Mt 28:18-20), y hacer discípulos (Mt 28:18-20). Lo vemos exhibido en distintas formas a lo largo del Nuevo Testamento, incluyendo la enseñanza de que la Iglesia está construida en Cristo y sus apóstoles (Ef 2:19-22), deliberando y pronunciándose en una estructura Episcopal sobre una controversia teológica (Hech 15:1-30), proclamando lo que constituye una apropiada recepción de las verdadera doctrina (1 Cor 15:3-11), reprendiendo y excomulgando (Hech. 5:1-11; Hech. 8:14-24; 1 Cor 5; 1 Tim 5:20; 2 Tim 4:2; Tito 1:10-11), juzgando lo adecuado para la penitencia de un creyente o el estado del penitente (2 Cor 2:5-11; 1 Cor 11:27), la ordenación y designación de ministros (Hech 14:23; I Tim 4:14), eligiendo sucesores (Hech 1:20-26), y confiando la tradición apostólica a la siguiente generación (2 Tes 2:15; I Tm 2:2). Las propiedades católicas ya estaban en su lugar, pero aún de manera embrionaria.
En segundo lugar, el total significado de estas “pistas” encontró en las prácticas de la naciente iglesia una respuesta nada ambigua por la segunda generación de cristianos y sus sucesores. Además de los testimonios de San Ireneo y Tertuliano, como dije arriba, hay otros, incluyendo San Clemente de Roma, San Cipriano de Cartago y San Agustín de Hipona.
La Iglesia Católica también sostiene la primacía del Obispo de Roma y la doctrina de la infalibilidad papal. No tengo espacio para hablar sobre ese aspecto de la sucesión apostólica, pero basta con decir que una vez que entendí que la sucesión apostólica era parte legítima, histórica y bíblicamente, de la doctrina cristiana, entonces comprendí que la primacía petrina era algo lógico. Descubrí que el caso de la primacía petrina era muy fuerte (como Adrian Fortescue argumenta persuasivamente), tanto así que incluso los ortodoxos que rechazan el papado moderno señalan que Roma tiene cierta clase de primacía eclesial (como Olivier Clément documenta. Algunos dirán más discretamente “una primacía de honor”) Y porque como ex católico estaba en cisma con Roma y no Constantinopla, la visión de los ortodoxos no era una opción real para mí.
Me quedó claro que la sucesión apostólica fue por toda la historia cristiana abrazada sin controversias por las iglesias de oriente y occidente hasta la reforma del siglo XVI.
Por ello, concluí que era al menos una posición legítima dentro de los confines de la creencia cristiana aceptable. En este caso no podía seguir legítimamente en cisma contra la Iglesia de mi Bautismo a menos que tuviera una buena razón para hacerlo. Y no tenía una buena razón.
Francis J. Beckwith es Profesor de Filosofía y Estudios Iglesia-Estado de la Baylor University. Cuenta la historia de su vuelta a casa del protestantismo al catolicismo en su libro, Return to Rome: Confessions of An Evangelical Catholic (Regreso a Roma: Confesión es de un Evangélico Católico (Brazos Press, 2009). Es blogger de Return to Rome.