Hadley Arkes
Al acercarse la Navidad, los exámenes y trabajos finales llegan al Amherst College, donde los alumnos empacan para ir a casa. Yo empacaré un buen par de bultos de documentos y exámenes en el auto, junto con mi ropa y libros, para manejar y reencontrarme con mi esposa en la Banana Republic de Washington D.C. En esas horas con frecuencia me dejo absorber por las grabaciones de los shows de Jack Benny con los que crecí en los ‘40s. Y parte de lo llamativo de esos shows son el registro antropológico de como la gente estadounidense en ese entonces había absorbido las premisas de la ley natural.
Las risas que suelen escucharse en las grabaciones muestran que se entendía la lógica del lenguaje. Esto era un signo de que se había entendido lo que se quería decir. Si la gente no lo captaba, entonces no había risa. Y lo que la gente captaba –y lo hacía inmediatamente– ofrece una reflexión interesante sobre nuestra gente en ese entonces. Un notable episodio presenta a Jack, con arco y flecha, como una combinación letal. Nunca le daba al blanco. Entonces, Phil Harris, el director de orquesta, lo desafía: Le apuesta 10 centavos para que saque otra flecha de la cabeza de Don Wilson, el presentador. Wilson retrocede, no quiere ser parte de ello, a lo que Benny dice: “¿De qué te quejas? Es nuestro dinero”.
La risa fue instantánea. La gente evidentemente entendió que la vida era muy valiosa para ser puesta en peligro en un concurso deportivo y hacer que su pérdida dependiera de algo tan trivial. Nos movemos rápido hacia el futuro, como dicen, y nos encontramos a Mel Brooks en The History of the World Part I, (La loca historia del mundo-1981) parodiando al Rey de Francia antes de la Revolución, disparando a platos en el aire. El rey pide “lanzar” y en vez del disco al que debía atinarle con uno de sus disparos, los sirvientes jalan una catapulta y terminan lanzando… a un campesino.
Mel Brooks no es un hombre sutil. Él presumía que casi todos en una audiencia masiva captarían esa broma, referida al mismo tema de la broma del sketch de Jack Benny muchos años antes. Podríamos hacer la misma escena ahora en nuestros días: un joven le dice a su novia que se involucre en este nuevo tipo de entretenimiento: “Pongo mi semilla en ti pero no te preocupes. Si algo sucede, podemos botarlo sin problema”.
Jack Benny y Mel Brooks revelaron con su comedia el temple del razonamiento moral que necesitaríamos para enfrentar ese tipo de situación en la “cultura” nuestra, en nuestros días. La sensibilidad reflejada en la escena se ha difundido cada vez más en nuestro tiempo porque las leyes han comenzado a tratar con serena indiferencia lo que se consideraba portentoso en los años ‘40s y ‘50s.
La semana pasada en mi curso sobre “Obligaciones políticas” en Amherst estábamos llegando al aborto como un problema culminante. Un alumno preguntó sobre la placa de Petri (usada para hacer cultivos biológicos) y su relación con la fertilización in vitro y comenzó a hablar sobre esos pequeños detalles que han sido tan problemáticos hasta ahora. Se preguntaba sobre el fluido en esa placa y sobre si este, o su contenido, podrían ser botados. Tomé una vieja línea y pregunté: ¿Qué pasaría si alguien quisiera tomar ese fluido y ponerlo en su ensalada? Esta persona nos dice que lo ha probado y le gusta, y que combina especialmente bien con arúgula. ¿Se opondrían? ¿Y por qué motivos?
La reacción, lo confieso, me sorprendió. Esta clase de 50 alumnos me llamó la atención por lo marcadamente lento del entendimiento. Luego me sorprendió un poco más la risa que llenó la clase. Esta risa era signo, nuevamente, de que algo se había entendido. Pero sería algo totalmente distinto escribir lo que mis oyentes captaron. Usando una antigua línea, “para eso no fue hecho”. Esa no es la razón por la que este extraordinario fluido había sido traído a la existencia.
Lo que sigue es una escena en la St. Louis University a principios de los ‘90s con Elizabeth Anscombe, la venerable filósofa inglesa (y seria católica). Ella imaginó ese “fluido” extraordinario en su mano y con la otra hizo como si lo revolviera. De algún modo, dijo, este fluido se convirtió en ser humano con todas sus potencias. ¿Cómo lo hizo? Miró arriba y dijo “es un milagro”.
Spinoza se preguntó alguna vez por qué la gente entendía los milagros –hechos que suceden al margen de las leyes de la naturaleza– como signo de la presencia de Dios, en vez de ver la mano de Dios en esas extraordinarias leyes por medio de las cuales la naturaleza ha sido ordenada.
Isaías profetizó que Dios nos daría este signo: “la virgen concebirá y dará a luz un hijo”. Y sin embargo la gente todavía podría verlo como una historia que demuestra credulidad. ¿Por qué ese milagro en particular es parte del Dios que originó el milagro mismo de la vida? Lo realmente sorprendente es que, con ese nacimiento, Dios irrumpió en el mundo, para compartir la naturaleza humana, y desde ese punto de vista, se desarrolla una nueva historia. Esa historia que todavía nos puede alegrar el camino mientras empacamos y nos vamos a casa.