Por Francis J. Beckwith
El antiguo anticatolicismo se expresaba a mediados del siglo XIX cuando la primera ola de inmigrantes católicos llegó a Estados Unidos. Algunos de estos grupos de inmigrantes habían establecido sus propios colegios privados religioso. Sin embargo, muchos estadounidenses no católicos creían que las escuelas católicas adoctrinaban a los estudiantes en supersticiones que eran inconsistentes con los principios de la democracia estadounidense. Por ello, para asegurar que estas escuelas no recibieran fondos del gobierno de ningún tipo, se propuso leyes federales y estatales para prohibir el uso de recursos públicos para propósitos “religiosos” como los católicos.
El intento más ambiguo de poner por obra este sentimiento a través de leyes fue la llamada enmienda Blaine, que se llamó así por el congresista que la propuso. El texto señala que “ningún estado debe aprobar ley alguna respecto al establecimiento o la prohibición del libre ejercicio religioso; y el dinero recaudado de impuestos por el Estado para financiar escuelas públicas o derivado de un fondo público para eso, o las tierras dedicadas a ellas, nunca estarán bajo control de cualquier secta religiosa, ni el dinero, ni los impuestos, ni las tierras serán divididas entre sectas religiosas o denominaciones”.
Aunque nunca se convirtió en parte de la Constitución, algunos estados individualmente aprobaron la enmienda Blaine o enmiendas constitucionales relacionadas que aún siguen vigentes. El espíritu de tales leyes y el anticatolicismo que las motivaba, no se disiparon significativamente sino hasta las elecciones de 1960 en las que resultó elegido John F. Kennedy, el primer presidente católico de Estados Unidos.
De hecho, una de las grandes figuras en historia de mi propia universidad, J. M. Dawson (1879-1973), escribió estas palabras en su libro de 1948 titulado Separen la Iglesia del Estado ahora: “los católicos… abolirían nuestro sistema de escuelas público que es nuestro factor más grande en la unidad nacional y lo sustituirían con sus escuelas parroquiales antiguas y medievales, con su cultura extranjera. O simplemente dirían que quieren instalar lugares para enseñar su religión en las escuelas públicas”.
Dado que el sentir de Dawson era ampliamente compartido, Kennedy fue obligado a confrontarlo en un discurso que dio a la Greater Houston Ministerial Association durante su campaña para la presidencia.
El anticatolicismo antigua, sin importar sus corrientes y sin importar lo que lo haya originado en distintos niveles, no exigió al gobierno que obligue a la Iglesia Católica a alterar sus prácticas y creencias para que sus diversas instituciones sirvan al más amplio público estadounidense. Entonces, por ejemplo, nunca se le habría ocurrido a un antiguo anticatólico sugerir que el gobierno genere un impuesto o penalice de otra forma a los hospitales católicos, las organizaciones de caridad y los colegios, si es que no se involucran o pagan por prácticas que la Iglesia considera gravemente inmorales.
Esto sucede porque el típico anticatólico se consideraba a sí mismo como un Custodio de la tradición separacionista Iglesia-Estado, adelantada por James Madison y Thomas Jefferson, cuyo mejor ejemplo está en las siguientes palabras de Jefferson: “Que sea actuado por la asamblea general. Que ningún hombre sea obligado a frecuentar o apoyar cualquier culto religioso, lugar o ministerio, ni tampoco sea obligado, constreñido, molestado o coaccionado en el cuerpo o en sus bienes, ni que de ninguna otra forma sufra por sus opiniones religiosas o creencias distintas; sino que todos los hombres sean libres de profesar y argumentar sus opiniones en materia de religión, y que eso no disminuya, exceda o afecta sus capacidades civiles”.
Dado que los antiguos anticatólicos aceptaban este principio Jeffersoniano, él respetó los derechos de los católicos a ejercer su libertad religiosa y desarrollar sus distintas instituciones académicas, médicas y de caridad para practicar y propagar lo que entendían que eran las enseñanzas de Cristo y su Iglesia. Mientras los católicos no exigieran que el gobierno sacara dinero de los antiguos anticatólicos para sostener a estas instituciones, estos últimos estaban a gusto extendiendo la verdadera tolerancia a los católicos y su Iglesia, pese al hecho, incluso, de que el típico antiguo anticatólico miraba al catolicismo como una fe falsa y repugnante.
Pese a que los días del antiguo anticatolicismo terminaron hace mucho, existe ahora un nuevo anticatolicismo, como ha sido adecuadamente llamado por mi colega en Baylor, el estimado historiador Philip Jenkins. Ese anticatolicismo encuentra su expresión en su hostilidad y en el profundo desprecio de las muchas posiciones morales abrazas por la Iglesia Católica. En los temas del aborto, la eutanasia, el estilo de vida homosexual, el “matrimonio” de personas del mismo sexo, la ordenación de mujeres y la anticoncepción, el nuevo anticatolicismo se declara contra ecclesia.
Pero el nuevo anticatolicismo no adopta la postura de un crítico humilde que busca hacer que la Iglesia se comprometa en asuntos en los que los ciudadanos discrepen considerando el contexto teológico y secular que cada grupo posee. En vez de ello, busca usar el poder coercitivo del estado para forzar a las instituciones de la Iglesia a violar su teología moral y así comprometer, y hacer menos accesible, la misión de la Iglesia de caridad y esperanza.
Esto es más evidente en el reciente rechazo del Departamento de Salud y Servicios Humanos para enmendar su nueva regulación que exige que todos los planes privados de salud, incluyendo lo que ofrecen las instituciones católicas, proporcionen anticoncepción, esterilización y algunos fármacos abortivos sin necesidad de pago o copago. La excepción religiosa que existe en las regulaciones es tan estrecha que no impide que el gobierno obligue a prácticamente todo hospital, universidad y organización de caridad católica para que coopere materialmente en actos que la Iglesia enseña son gravemente inmorales.
El nuevo anticatolicismo no solo rechaza el principio Jeffersoniano; sino que lo pone de cabeza. En vez de exigir a la Iglesia Católica lo deje en paz, como pedía el antiguo anticatólico, el nuevo anticatólico no dejará en paz a la Iglesia Católica. El antiguo anticatólico hubiera pensado que era indecoroso y profundamente anti-estadounidense, usar la coerción para forzar al católico a apoyar y pagar por cosas que su consciencia le exige no apoyar ni financiar. El nuevo anticatólico quiere liderar y ocupar el movimiento del Vaticano.
Francis J. Beckwith es profesor de Filosofía y Estudios de la Iglesia en la Baylor University. Es uno de los cuatro primeros colaboradores en las Jornadas de Fe: Evangelicalismo,Ortodoxia Orienta, Catolicismo y Anglicanismo (Zondervan, 2012).