Por Damiano Rondelli, médico
Recientemente la prensa informó del estudio en el Sloan Kettering Cancer Center de New York, que mostraba cómo las células estaminales embrionarias pueden mejorar la enfermedad de Parkinson en ratones.
Este tipo de noticias me recuerdan a Juan Pablo II y muchos otros devastados por esta enfermedad: movimientos incontrolables de las manos, dificultades para caminar o incluso cosas peores como la parálisis facial de los músculos, eliminando las sonrisas o expresiones normales.
Al final, los músculos ya no pueden sostener al cuerpo y comienza un lento camino hacia la muerte. Los recuerdos de familiares y amigos afectados por esta enfermedad son para muchos de nosotros una herida abierta y un recordatorio de cuán impotentes nos vemos cuando alguien a quien amamos se va consumiendo.
Entonces, las noticias sobre una posible cura nos hacen tener la esperanza de que en algún momento el Parkinson y otras enfermedades neurológicas solo existirán como un capítulo de los libros sobre la historia de la medicina. Esperanzas similares aparecen periódicamente en la lucha contra el cáncer.
Como médico, espero diariamente nuevas respuestas para nuestros pacientes.
Como investigador, todo esto es inspirador y emocionante, pese a que muchos detalles aún deben trabajarse.
Como hombre y como padre, tengo preguntas.
Tengo tres hijos y desearía poder proteger hasta cada aliento suyo. Con frecuencia me sorprende cómo se desarrollan. Son mucho más de lo que podría haber diseñado o pensado por adelantado.
También tuve una hija que solo vivió durante 40 días. Nació en medio de todas las esperanzas paternas, sueños y planes habituales. Pero la maquinaria genética fue su ticket de veloz regreso hacia el Cielo. Sin embargo, nos enseñó algo muy importante. Su vida, así como las vidas de otros niños saludables, simplemente no son nuestras en el sentido en el que solemos pensar.
Las esperanzas que tenemos para nuestros hijos no tendrían sentido y la vida y la muerte no estarían ligadas. Nuestros hijos tienen un sentido que va más allá de nosotros. Los amamos como un don y nos dedicamos a pasar nuestra vida ayudándolos desde el comienzo hacia donde sea que nuestras posibilidades nos lleven.
Entonces, ¿cómo podría usar el estadio temprano de una vida humana –un embrión, que como científico no veo para nada distinto a mis maravillosos hijos o mi maravilloso y pequeño ángel que nos dejó tan joven– para curar a otra persona? ¿Es un intercambio justo? No lo creo.
Me recuerda historias antiguas, que aparecen en las historias de la medicina (con poca evidencia real) de pequeños niños a quienes se les hacía sangrar para que los poderosos bebieran su sangre con la esperanza de adquirir salud, felicidad y un espíritu joven. Incluso si funcionara, el tratamiento no sería humano.
La gente cree que pueden hacer el intercambio porque hay un punto ciego sobre el proceso por medio del cual un ensamblaje embrionario de unas cuantas células se convierte, en el lapso de unos meses, en un rostro feo y subdesarrollado que se ve en una imagen 3-D de ultrasonido, que nos hace llorar de alegría la primera vez que lo vemos. Pero, ¿sólo porque mi corazón y mi mente no lo (la) reconocen aún como mi hijo, puedo usarlo (a) para curar a otra persona?
Quienes proponen el uso de embriones para el progreso médico rechazan las consideraciones religiosas y basan sus esfuerzos en un sincero y racional deseo de ayudar a los pacientes. Pero esta racionalidad depende de cierto punto ciego. Los estudios genómicos más sofisticados podrían pronto demostrar cambios en el ADN de los genes estrictamente relacionados al desarrollo del cerebro, en ese aparente e insignificante ensamblaje de células embrionales unos días después de la fertilización. ¿Ese descubrimiento eliminaría el punto ciego?
Al final del día, ¿importa realmente el punto ciego? Amamos tanto a nuestros hijos/hermanos/padres/esposos enfermos que estamos prestos a dar nuestras vidas para salvarlos. Usar un embrión no parece un gran problema, si es que funciona. Así que el problema no podría ser el punto invisible de demarcación cuando puede usarse un embrión en vez de un pequeño bebé.
El intercambio parece justo incluso si alguien defiende los derechos de ese embrión. Si esa es la aproximación aceptada, entonces tenemos una nueva terapia llamada embrión y luego feto. No debemos ser hipócritas sobre esto y proclamar vagamente nuestra intención de usarlo en cualquier momento. ¿Por qué no?
Bueno, vuelvo a mi pequeña hija que solo pasó 40 días en esta tierra. Ella nos muestra que no tenemos el control y que su temprana partida de este mundo no significó infelicidad para nosotros (y ciertamente para ella tampoco), sino un entendimiento más profundo del valor de la vida.
Aprecio todo lo que tengo, mis hijos saludables especialmente. Pero la única forma de reconciliar el hecho de ser doctor y hombre, es mirar la dignidad de cualquier ser humano como igual a la de mis hijos. Todos valemos más que nuestros problemas: físicos, mentales o sociales. Cualquier embrión humano exige esa dignidad, sin importar el estadio de desarrollo en el que esté.
Esa dignidad, lo admito, es más clara para mí por ser cristiano. Un gran sacerdote (Luigi Giussani) dijo una vez: “Cristo es todo en todos”. Esa realidad elimina los puntos ciegos científicos y ofrece una dignidad humana universal anterior y que va más allá de cualquier racionalización.
¿Eso descarta la investigación con células estaminales? Para nada. Alternativas a las células estaminales embrionarias, tales como las adultas o las pluripotentes inducidas son alternativas promisorias y moralmente correctas. El mismo Vaticano ha iniciado un acuerdo con una empresa pequeña de biotecnología, NeoStem, Inc. Para apoyar el desarrollo de nuestras estrategias terapéuticas usando células estaminales adultas.
El lenguaje de nuestros debates públicos sobre estos asuntos de alguna forma está equivocado. La distinción no está entre ser pro-vida o anti-vida; sino en la definición y sabio realismo sobre la dignidad de la vida humana.
Damiano Rondelli, MD, un Nuevo colaborador de La Cuestión Católica, es un catedrático de medicina y director del Stem Cell Transplant Program en la University of Illinois en Chicago (EEUU). Es además editor de Storia delle discipline mediche, una historia de la profesión médica.