Lunes, 23 de mayo de 2011
Por James V. Schall, S.J.
L’Osservatore Romano del 30 de marzo tenía este titular “Que las armas sean silenciadas en Libia y que empiece el diálogo”. Lo que se señalaba era que el “diálogo” puede siempre tomar el lugar de las armas. El status quo es mejor que cambiar. Lo que se asume es que el recurso a las armas no se calcula o no es racional en sí misma. La experiencia humana con frecuencia nos dice que antes que cualquier conversación significativa se realice, las armas o la violencia tienen que aparecer ante otras armas u otra violencia.
Es una actitud normal de la naturaleza humana y de la historia implicar que todo lo que hay que hacer es deponer las armas y “dialogar”. Entonces, todo estará bien. Existen enemigos para quienes el “diálogo” no es una categoría significativa excepto como una ayuda para lograr sus fines sin las armas.
En una entrevista el Viernes Santo en la televisión italiana, Benedicto XVI respondió a la pregunta de una mujer musulmana: “la violencia no viene nunca de Dios, nunca ayuda a producir cosas buenas, sino que es un medio destructivo y no es el camino para salir de las dificultades. Es una fuerte voz contra todo tipo de violencia”. Las oficinas papales están llenas con pedidos de pacificadores y no violencia, para diálogos de todo tipo.
Casi nunca escuchamos que se discuta el tema de la guerra justa o legítima, en vez de eso, escuchamos sobre medidas de defensa. El Santo Padre habla regularmente a la policía vaticana e italiana, a capellanes militares, y por supuesto a los diplomáticos. En su discurso de Ratisbona, Benedicto indicó que las áreas de la discusión y el diálogo tendrían que estar protegidas de la violencia para que puedan funcionar. Esta casi inequívoca condena de la ‘violencia’, sin embargo, me parece curiosa. Le falta precisión. Un caso razonable puede establecerse de la necesidad del uso de armas que no es simplemente “violencia” en el sentido peyorativo.
Al pensar en este giro del discurso eclesial, que con frecuencia suena a pacifismo, recordé la discusión de Yves Simon en la que él claramente distinguía entre violencia y coerción. En su famoso libro “Filosofía del Gobierno Democrático”, Simon señala que el término “violencia” no siempre es negativo. Deben distinguirse los usos justos de los usos injustos de la violencia.
“La violencia –escribe Simon– es a veces usada como sinónimo de ‘coerción. En este sentido el arresto de un ladrón por parte de un policía es un acto de violencia. Cualquiera puede ver que esto se pierde en el lenguaje suelto, que debe prohibirse cuando se necesita el rigor científico. El ladrón, y no el policía, es violento”.
La violencia y la coerción son distinguibles entonces. La coerción es el uso de fuerza adecuada de acuerdo a la ley hecha para el hombre, como una aplicación de la ley natural. Los policías y los soldados están para llevar ante la justicia a los criminales, están para prevenir la “violencia” que no se origina en la justicia. Este hecho no niega que puede haber ocasiones en las que los ciudadanos particulares tienen que defenderse a sí mismos de los criminales en un lugar con la inmediata ayuda de la ley. Mucha de la “violencia” del narcotráfico actual. Eso no significa que la policía o los militares no pueden actuar de acuerdo a su ley. Pero sí significa que el uso sancionado de la fuerza no debe llamarse “violencia” como si no tuviera razón o causa responsable.
La minusvaloración de la crueldad de los criminales modernos o ideólogos es una tentación perenne de la mente religiosa. Vemos hoy que muchos hermanos cristianos son asesinados o perseguidos porque la policía local rechaza o es incapaz de protegerlos. También vemos que muchos hombres creen que el uso de tal violencia para matar infieles está legitimado por su religión. Nos dejan refunfuñando solos. Hablamos de libertad religiosa a aquellos cuya definición de la misma es que todos deben ser musulmanes. Apelamos a un estándar que no se reconoce, excepto, como nos gusta decir, por la ley universal.
Con frecuencia se nos deja para aceptar esos homicidios. Suceden lejos. Nos damos cuenta de que no podemos o no haremos nada para prevenirlos. En cualquier caso, necesitamos una manera más precisa para distinguir los esfuerzos para prevenir la violencia injusta de la misma violencia. No son del mismo género moral. Hablar como si lo fuesen, me golpea, me lleva a una desesperanza política que hace peores las cosas.
James V. Schall, S.J., es profesor de la Georgetown University y uno de los escritores más prolíficos de Estados Unidos.