A menudo salimos a cenar un grupo de amigos, siempre los mismos y con las mismas mujeres, ninguno de ellos divorciados, yo tampoco, y no por falta de oportunidades, lo que no deja de extrañarnos en el mundo en que vivimos. Lo normal es que a los hombres les entre el morbo de unas nalgas más invitadoras que las de su mujer y se divorcien. Lo normal es que todos intentemos dar sentido a nuestras vidas, especialmente a cierta edad madura, cuando el declive te obliga a pensar que los sueños, sueños son; y ello acontece por igual a hombres y a mujeres, con hijos o sin ellos. En la facultad en la que trabajo, el número de profesores divorciados, o a punto, crece como los hongos en el otoño y el espectáculo es casi siempre patético. Llevan una vida tan arrastrada y miserable, a causa de tener que compartir el sueldo con sus mujeres e hijos: ¡qué ganas dan de darles un euro! Por algún tiempo dejan de salir a cenar por las noches y pierden el sano hábito del café a media mañana, siempre visten el mismo traje sin planchar y los mismos zapatos e imagino que los mismos calzoncillos o bragas, no sé si lavados o no.
En el mundo de los escritores, incluso con el rigor mortis ya acechándolos, la nómina de los que pasan por la vicaría o el ayuntamiento, desde Borges a Ayala, no respeta ni nombre ni fama. Me encontré este verano en una fiesta en Sotogrande con Marina, la mujer de Cela, y me sorprendió por lo alegre y vivaracha, por lo bien que cuarteaba y movía las caderas. Llevaba un traje de modistilla de barrio y, supongo, que no por falta de dinero. Las mujeres de mis amigos y la mía ya no se mueven como ella, pero visten mejor y son más juiciosas. Yo, al igual que ellas, sigo el consejo de un amigo, gran mujeriego él y que llamaba santa a su mujer. Jamás la traicionó con otra y si lo hizo, ella nunca lo descubrió, o si lo pilló in fraganti en la cama estoy seguro de que lo negó vigorosamente. Mi amigo era un sabio y su Santa es hoy la viuda más feliz del mundo. Nunca dejaron de quererse. Dejar de querer a la mujer que te ha dado la vida es como dejar de regar ese arbolito tierno que has plantado y ves crecer y darte una sombra cada día más tupida y fresca.
¿Qué ha hecho usted para salvar su matrimonio tantos años? Le preguntó una joven periodista a Paul Newman, casado desde su juventud con la actriz Joan W., y el guapísimo y tentador actor le respondió (la anécdota es de mi querido amigo Juan Carlos Rodríguez): "pues bien sencillo, Miss. En mi casa las decisiones importantes las tomo yo. Si mi mujer dice que un guión es malo, no lo hago. Si mi mujer dice que tenemos que cambiarnos de casa, nos cambiamos de casa. Si mi mujer dice que al niño hay que llevarlo a tal o cual colegio, lo llevamos a dicho colegio. Ahora bien, de la política de los Estados Unidos con Irak o con China me ocupo yo".
La fórmula es sencilla y si no funciona es porque el hombre es un ser de pocas luces, según el famoso actor. ¿Cambiar? Para qué? Al poco tiempo, la nueva mujer se comporta como la anterior y las noches son igual de sonsas y aburridas. Le preguntaron en cierta ocasión a Cela que por qué se había divorciado y el lenguaraz autor contestó: porque no soy maricón. A Terenci Moix le preguntaron por qué iba con tanta frecuencia a Egipto y no contestó, obviamente, que porque no era maricón, sino porque le gustaba la vida cultural y lasa de los países árabes, la vida alegre quiso decir y no dijo, una vida alegre que ni a mis amigos ni a mí nos parece tan alegre, sobre todo cuando la madurez y el declive te obligan pensar que estás viviendo de prestado.
Manuel Villar Raso