Ningún
hombre conoce lo malo que es
hasta que no ha tratado de esforzarse por ser bueno.
Sólo podrás conocer la fuerza de un viento
tratando de caminar contra él,
no dejándote llevar.
C. S. Lewis
Una conversación sorprendente
Un personaje norteamericano visitaba en cierta ocasión una ciudad al norte de su país y le llamó la atención un joven a quien veía todos los días tumbado en el césped. Entabló con él una conversación que fue más o menos así:
-¿Tú
no estudias?, ¿no tienes ocupación?
-¿Como cuál? -dijo el chico, entreabriendo un ojo.
-Podrías estudiar.
-¿Para qué?
-Para ingresar más adelante en la universidad.
-¿Para qué?
-Para obtener un título y poder trabajar.
-¿Para qué?
-Para poder ganar mucho dinero.
-¿Para qué?
-Pues..., para que puedas adquirir una buena casa, y muchas
cosas más -contestó aquel hombre, ya un poco perplejo.
-¿Para qué?
-Para que en tu vejez disfrutes de lo que tienes y descanses.
-Pues eso es justo lo que estoy haciendo ahora: descansar.
A la gente joven no se le pueden hacer planteamientos como los que este personaje ofrecía a aquel chico. Con ideales de ese tipo es difícil dar sentido a la vida de nadie.
Y el caso es que a veces, con nuestros cortos ideales, podemos darles bastante motivo para pensar así. Y se une a que la etapa adolescente facilita un cierto aire desmitificador, como de persona que cree que ya lo ha visto y probado casi todo -y casi siempre con cierta decepción-, y no encuentran sentido a casi nada. Algo parecido a lo que queda caricaturizado en esta anécdota.
Pueden pasar por una fase en la que parece como si para ellos lo importante fuera sólo lo inmediato, y no se atreven a creer en nada más, porque tienen miedo a decepcionarse luego. Prefieren creer en poco y esperar en nada, porque así se sienten más seguros.
Cuando veamos que les sucede algo de esto, hay que procurar darles ánimos y respaldar su confianza en sí mismos. Decirles que es mejor soñar un poco aunque luego a veces uno se equivoque. Tener esperanza, aunque a veces se vea defraudada.
Apostar
por algo en la vida,
sin resignarse a que todo siga
en la mediocridad.
Idealismo y vanidad. La fábula de Narciso
Cuenta la leyenda que Narciso era hijo de un río y de una ninfa. Y por lo visto era un niño muy guapo.
Narciso fue creciendo, y pronto fue un joven apuesto. Lo malo es que rechazaba el amor que le ofrecían y permanecía insensible al cariño de los demás. Sólo estaba pendiente de sí mismo. Así fueron pasando los años hasta que un día de mucho calor, después de una cacería, el muchacho se detuvo en una fuente para refrescarse. Al inclinarse para beber, Narciso vio su imagen reflejada en las aguas..., y se enamoró perdidamente de su propia figura.
Y allí se quedó Narciso, días y días, semanas y semanas, indiferente a todo lo que le rodeaba. Y allí, inmóvil como una estatua, absorto en la contemplación de su propia imagen, se dejó consumir por el hambre y la soledad hasta desvanecerse y caer sin vida sobre la hierba. Esta vieja leyenda ha dado el nombre de narcisismo a esa ingenua vanidad de quienes ante el espejo alimentan sin cesar la admiración hacia sí mismos.
La tragedia de Narciso tiene otras formas mucho más corrientes, más a nivel de calle. Aparece como un idealismo, ingenuo y perezoso a la vez, que inunda los afanes de muchas chicas y chicos jóvenes. Están llenos de proyectos: van a ser grandes genios, egregios artistas, creadores incomparables...; y a continuación reconocen que van mal en sus estudios, que jamás leen un libro, que no saben lo que es madrugar.
Piensan que están llamados a ocupar puestos preeminentes, que están destinados a ser como aquel gran empresario que se hizo a sí mismo en unos pocos años y ahora es inmensamente rico. Imaginan que triunfar en la vida es un camino sencillo, de sueño azul, glorioso, placentero y gratificante.
Van por la calle imaginando las miradas de admiración, las miradas de envidia, que sin duda le dirigen los conductores, los peatones, todos.
Y un día reciben un halago (quizá de cumplido) por algo que han hecho, y ya se ven como un nuevo Mozart o un nuevo Goya. Y en seguida creen ser un genio mundial, un superhombre. Y se comportan como piensan que corresponde a alguien así, de forma anárquica y distinta, como un hombre al que poco queda que aprender, y que vivirá con sólo sacar un poco de partido a su inmenso talento.
Pero la vida no suele ser así. Porque la realidad es terca.
Y
para hacer cualquier cosa seria en la vida,
hay mucho que trabajar,
mucho que aprender,
mucho que tachar.
Han de comprender que nunca podrán crear si anteponen hoy sus sueños a la realidad. Quizá convenga recordarles aquello de Thomas Edisson de que el genio se compone de un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración, de sudor, de trabajo.
-Pero decías antes que era bueno que fueran personas con ideales altos...
Sí, pero tan importante como tener grandes proyectos e ideales es aprender a traducirlos en una lucha ordinaria de la dura realidad de cada jornada, porque hay demasiado idealista que se ha dejado ganar terreno por los halagos de la vanidad o la simpleza.
La vanidad lleva a creerse algo distinto a lo que uno realmente es. El vanidoso piensa que hace maravillas y se siente herido si los demás no lo valoran. El hechizo de la vanidad los problematiza y sufren tremendamente.
--¿Y qué remedios propones?
El mejor
remedio es un poco de realismo:
para unos, será comprender que los genios suelen ser inteligencias
trabajadas por un estudio profundo;
para otros, abrir un poco los ojos y descubrir las cualidades
de los demás, que es una excelente forma de aprender;
para los que pasan horas ante el espejo y aún así no están
seguros de que les guste lo que reflejan, ser menos puntillosos
en cuanto a su aspecto físico;
para todos, rechazar el engañoso halago de la adulación (propia
o ajena), y comprender que el objetivo de la vida no puede
ser algo tan pasajero como la opinión ajena o el brillo de
los aplausos.
Los personajes famosos, esos que saborean las mieles de la
gloria, cuando son un poco sensatos -y sinceros- reconocen
que sólo con esas satisfacciones no se puede llenar una vida.
Que vale más un poco de cariño que todos los aplausos del
mundo. Que, a veces, han logrado todos esos aplausos pero,
en esa lucha, han perdido el cariño de los suyos, y están
tristes.
Hay que aspirar a ser buena persona y a ser coherente con
uno mismo. También se puede desear que los demás lo crean
así, y lo valoren. Pero esto último ya es más difícil y, sobre
todo, menos importante. Muchas veces hay que contentarse -y
no es poco, es lo principal- con estar satisfecho con uno
mismo. El aplauso que importa y que de verdad satisface es
el que proviene de nuestro interior, de la conciencia de la
obra bien hecha.
La fiebre del "no es esto"
Cuenta la tradición que, en cierta ocasión, un bandido llamado Angulimal fue a matar a Buda. Y Buda le dijo: "Antes de matarme, ayúdame a cumplir un último deseo: corta, por favor, una rama de ese árbol."
Angulimal le miró con asombro, pero resolvió concederle aquel extraño último deseo, y de un tajo hizo lo que Buda le había pedido.
Pero luego Buda añadió: "Ahora, por favor, vuelve a pegar la rama al árbol, para que siga floreciendo."
"Debes estar loco -contestó Angulimal- si piensas que eso es posible."
"Al contrario -repuso Buda-, el loco eres tú, que piensas que eres poderoso porque puedes herir, matar y destruir. Eso es cosa fácil, de niños. El verdaderamente poderoso es el que sabe crear y curar."
Para destruir, para arrasar, para gritar de forma estéril, para estar diciendo siempre que todo esta mal, que no es esto...; para todo eso no hace falta arte, ni ciencia, ni esfuerzo, ni cualidades.
-De
todas formas, siempre he preferido la rebeldía al conformismo
burgués, porque pienso que no estar satisfecho del mundo en
el que se vive y querer cambiarlo es algo digno de alabanza.
Yo también, pero la rebeldía, que es necesaria, debe reunir
ciertas condiciones, y quizá la primera sea saber contra qué
nos rebelamos.
-Contra
el mal, contra la injusticia, contra la mediocridad...
Bien. Pero empezando por el mal, la injusticia y la mediocridad
que haya en uno mismo. No podemos ser como esos rebeldes de
pacotilla que ni estudian, ni dan ni golpe, ni pueden ponerse
a nadie como ejemplo de nada. Lo suyo más que rebeldía son
ganas de incordiar.
La historia está llena de ejemplos de rebeldes que cuando
llegaron al poder se volvieron burgueses. Y de rebeldes que,
al fracasar, se convirtieron en resentidos que sólo sabían
hacer crítica destructiva.
Es
muy fácil decir que algo está mal
y que hay que cambiarlo.
Lo difícil -y lo que hace falta-
es aportar ideas positivas
y conseguir cambiarlo realmente.
Ante el dolor, la humillación o la desgracia
La adversidad
y el dolor se presentan en la vida de todos. Es una realidad
sencilla y patente ante la que caben reacciones muy diversas.
Unos se crispan, maldicen y patalean. Otros se refugian en
la melancolía, pero la melancolía es como una mano engañosa
que se tiende hacia nosotros y que nunca logramos alcanzar:
es pasajera, volátil, fugitiva.
La adversidad y el dolor no deben verse como cosas tan terribles.
La mayoría de los pensadores que han afrontado seriamente
el problema dicen que con ellos viene una enseñanza siempre
útil para nuestra vida; que cuando se saben recibir pueden
transformarse en algo positivo.
Los
golpes de la adversidad
son amargos,
pero nunca estériles.
Los padres deben dar ejemplo de serenidad frente a los reveses de la vida, de mantener la alegría, de esos valores que se manifiestan cuando, frente a un golpe de destino, lo sabemos aceptar. En la adversidad suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta, afirmaba Horacio.
La alegría
es una muestra de que va bien todo el entramado de virtudes
de una persona. Es como un síntoma claro de que una vida está
bien construida, que posee resortes -como decía Cervantes-
para echar las penas fuera del alma y ser feliz.
El dolor y la adversidad constituyen todo un espectro de contrastes
en las personas. Unos, con muy poco, se desesperan. Otros,
con mucho más, se crecen. El problema no está en que esas
adversidades o esos dolores sean muchos o pocos, sino en la
riqueza espiritual de las personas que los sufren, en su categoría
personal y en el modo en que los asumen. Por eso ha llegado
a decirse que la valía de las personas suele ir en función
inversa a las facilidades que han tenido en sus vidas.
Autosuficiencia y consejo
Cuentan
que en un puente estrecho, de aquellos típicos que se encontraban
hace unos siglos como colgados entre las dos orillas de un
torrente, se paró en cierta ocasión un mulo, afirmándose con
terquedad en el sitio.
Intentaron arrastrarlo por la cabeza, empujarle, e incluso
molerle a palos las costillas, pero no había modo de hacerle
avanzar. A uno y otro extremo del puente la gente esperaba
con impaciencia.
Hasta que llegó uno que parecía entender de mulos, se acercó,
agarró al mulo por el rabo y tiró de él hacia atrás. Al sentir
que le querían hacer retroceder, el animal salió como una
flecha hacia adelante, dejando el paso libre.
Hay personas que son como aquel mulo: el mismo espíritu de
contradicción. Parece que están esperando a saber de qué se
habla para decir que ellos piensan lo contrario. Su norma
principal es decir y hacer lo opuesto a lo que se diga o se
haga.
Para educar a esas personas, quizá lo mejor sería contratar
los servicios de un experto en testarudos, como ése de la
anécdota, para que les diga en cada momento lo contrario de
lo que de ellos se quiera conseguir.
Es triste ser tercos como aquel mulo, o tan autosuficientes
que nunca sepamos aceptar un consejo. Todos necesitamos de
alguien que nos ayude y nos comprenda; de alguien, al menos,
con quien poder desahogarnos alguna vez.
Desahogarse un poco
y pedir ayuda
a quien nos la puede prestar
es ya un paso importante.
Primero, porque significa que ya nos hemos dado cuenta de
que necesitamos esa ayuda.
Después, porque al explicar las cosas a otra persona, suelen
adquirir más objetividad y entonces ya las comprendemos mejor.
Además, el mero hecho de contarlo produce ya un gran desahogo.
Y por último, porque seguro que nos pueden ayudar mucho con
algún buen consejo.
--Algunos dicen que quienes piden consejo para todo van
como a remolque de los demás, que son gente de poca personalidad.
Pedir consejo no implica seguirlo siempre, ni descargar en
quien nos aconseja la responsabilidad de la decisión. No quita
que sigamos siendo los autores y supremos responsables de
nuestras vidas. El consejo hay que tomarlo de quien nos merezca
confianza, y luego decidir por nuestra cuenta.
Como el niño que aprende a nadar o a montar en bicicleta,
poco a poco debe ir soltándose de quien le enseña, para poder
aprender. Luego, sin que le estén sujetando, seguirá recibiendo
consejos para mejorar su estilo. Pero tan equivocado sería
sostenerle indefinidamente como dejarle caer mil veces mientras
no logra aprender la técnica del equilibrio.
Es muy duro para cualquiera no tener a nadie que le sepa dar
un consejo oportuno en los momentos de dificultad. Les sucede
a veces a las personas mayores, y sucede con más frecuencia
a los niños. Muchos no tienen ningún amigo de su edad ni ningún
adulto a quien abrir su corazón, nadie en quien confiar.
Pero más aún sufren aquellos que sí tienen en quien confiar,
pero no quieren hacerlo porque son demasiado orgullosos y
se empeñan en rumiar pesadamente en soledad lo que seguramente
se arreglaría con facilidad en una sencilla conversación de
padre a hijo, o de hermanos, o de amigos.
Siempre contribuirá en gran medida a la paz y la alegría en
la familia que todos se preocupen por ayudar.
Pero a veces resultará más importante
que aprendamos a dejarnos ayudar,
a escuchar esa voz amiga
que tiene la lealtad de darnos un buen consejo.
Son muchos los que recuerdan con emoción uno de esos encuentros
providenciales con un consejo que determinó el cambio de rumbo
de una vida.
Corregir en la familia. Las cuatro reglas
El adolescente tiende por naturaleza a enjuiciarlo todo, tiene
una considerable visión crítica de lo que le rodea.
--Eso no tiene por qué ser malo. Puede ser muy positivo.
Por supuesto. Pero para que lo sea realmente, para que esa
crítica sea positiva, habría que establecer una especie de
reglas del juego. Podríamos intentar resumirlas en cuatro:
Primera. Para que alguien tenga derecho a corregir,
tiene primero que ser persona que esté capacitada para reconocer
lo bueno de los demás, y que sea capaz también de decirlo:
que no corrija quien no sepa elogiar de vez en cuando.
Porque si una persona no reconoce nunca lo que su hijo o su
mujer o su marido hacen bien -y seguro que harán cosas bien,
probablemente más que las que hacen mal-, ¿con qué derecho
podrá luego corregirles cuando fallen? El que nada positivo
encuentra en los demás, tiene que replantear su vida desde
los cimientos: algo en él no va bien, tiene una ceguera que
le inhabilita para corregir.
Segunda. Ha de corregirse por cariño. Tiene que ser
la crítica del amigo, no la del enemigo. Y para eso, tiene
que ser serena y ponderada, sin precipitaciones y sin apasionamiento.
Tiene que ser cuidadosa, con el mismo primor con que se cura
una herida, sin ironías ni sarcasmos, con esperanza de verdadera
mejoría.
Tercera. Tampoco debe darse la corrección sin antes
hacer examen sobre la propia culpabilidad en lo que se va
a corregir. Cuando algo marcha mal en la familia, casi nunca
nadie puede decir que está libre de culpa.
Además, cuando uno se siente corresponsable de un error, corrige
de forma distinta. Porque corrige desde dentro, comenzando
por el reconocimiento de la propia culpa. Y el corregido lo
entenderá mucho mejor, porque empezamos por compartir su error
con el nuestro, y no lo verá como una agresión desde fuera
sino como una ayuda desde dentro.
--Bueno, estás poniéndolo difícil...
Es que la crítica destructiva es tan fácil como difícil es
la constructiva.
Resulta muy eficaz que en la familia haya fluidez en la corrección,
que se puedan decir unos a otros las cosas con normalidad.
Que los agravios o los enfados no se queden dentro de los
corazones, porque ahí se pudren.
--Te falta la cuarta regla.
Cuarta. Es una regla múltiple, inspirada en las que
señala López Caballero. Se refiere a la forma de llevar a
cabo la corrección:
ha de ser cara a cara, pues no hay nada más sucio que la murmuración
o la denuncia anónima del que tira la piedra y esconde la
mano;
a la persona interesada y en privado; si no, suele ser contraproducente;
sin comparar con otras personas: nada de "aprende de tu primo,
que saca tan buenas notas", o "del vecino de arriba que es
tan educado...";
con mucha prudencia antes de juzgar las intenciones: hay que
presuponer buena voluntad;
no hablar de lo que no se ha comprobado bien, pues de lo contrario,
juzgamos con una frivolidad que espanta; corregir sobre rumores,
suposiciones o sospechas, supone hacer méritos para ser injusto:
recuerda aquello de que el bien debe ser supuesto, el mal
debe ser probado, y eso otro de oír la otra campana, y saber
quién es el campanero...;
específica y concreta, no generalizadora; sabiendo centrarse
en el tema, sin exageraciones, sin superlativos, sin abusar
de palabras como siempre, nunca...;
hay que hablar de una o dos cosas cada vez, porque si acumulamos
una larga lista, parecerá una enmienda a la totalidad más
que un deseo de ayudar;
sin reiterarlas demasiado: hay que dar tiempo para mejorar...,
y además, la excesiva machaconería se vuelve también contraproducente;
hay que saber elegir el momento para corregir o aconsejar,
que ha de ser cuanto antes, pero esperando a estar -los dos-
tranquilos para hablar y tranquilos para escuchar: si uno
está aún nervioso o afectado por un enfado, quizá sea mejor
esperar un poco más, porque de lo contrario probablemente
se estropeen más las cosas en vez de arreglarse;
y poniéndose antes en su lugar, haciéndose cargo de sus circunstancias,
procurando -como dice el refrán- calzar un mes sus zapatos
antes de juzgar.
Actuando así, se corrige de modo distinto. Incluso veremos
que muchas veces es mejor callarnos: hay quien dijo que si
pudiéramos leer la historia secreta de nuestros enemigos,
hallaríamos en sus vidas penas y sufrimientos suficientes
como para desarmar toda nuestra hostilidad.
Aprender a equivocarse. El perfeccionismo
Todos hemos conocido chicos y chicas pequeños que acaban siendo
personas raras por culpa de una especie de terror a hacerlo
mal.
Ese chico, o esa chica, a lo mejor no quiere jugar al fútbol
o al baloncesto en el colegio, porque dice -y no es para tanto-
que no juega bien. O jamás sale voluntariamente a la pizarra,
porque le aterra la posibilidad de no saber contestar perfectamente.
O no quiere participar de un juego que no conoce, porque no
quiere arriesgarse a ser el perdedor hasta que haya conseguido
dominar bien todas sus reglas.
Los perfeccionistas son personas que tienen cosas muy positivas:
creen en el trabajo bien hecho, procuran terminar bien las
cosas, ponen ilusión en cuidar los detalles.
Pero tienen también bastantes negativas: viven tensos, sufren
mucho cuando ven que no siempre pueden llegar a la suma perfección
que tanto anhelan, su minuciosidad les hace ser lentos, y
con frecuencia son demasiado exigentes con quienes no son
tan perfeccionistas como ellos.
Una de las cosas más difíciles de aprender es a equivocarse.
No me refiero al hecho en sí de fallar, de cometer un error,
que eso es muy fácil. Hablo de equivocarse y no venirse abajo,
de saber reconocer un error sin sentirse terriblemente humillado.
Que no nos suceda como a Guille, el hermanito de Mafalda,
aquella vez que su hermana lo encontró llorando desconsoladamente:
-¿Qué te pasa, Guille?
-Me duelen los pies -responde entre pucheros.
Mafalda se fija en los pies del crío y le explica:
-Claro, Guille, te has puesto los zapatos cambiados de pie,
al revés.
Guille, tras un instante para comprobar el hecho indiscutible,
comienza a berrear más fuerte. Mafalda le interrumpe:
-¿Y ahora?
-¡Ahora me duele mi odgullo!
Los fracasos son algo connatural al hombre, le siguen como
la sombra al cuerpo. Todos nos equivocamos, y normalmente
más de lo que creemos. Por eso, cuando los perfeccionistas
se derrumban al comprobar que no son perfectos, demuestran
con ello ser personas que cuentan poco con la realidad.
Debemos aprender a darnos cuenta de que no es una tragedia
equivocarse, puesto que la calidad humana no está en no fallar,
sino en saber reponerse de esos errores.
--¿Y no crees que tenemos algo de culpa a veces los padres?
Se equivocan los padres que crían a sus hijos con estilos
perfeccionistas. Quizá educan a su hijo para que jamás suspenda
o jamás rompa un plato, cuando más bien deberían educarle
para que se esmere en ser un buen estudiante y procure que
no se le caiga el plato, y -sobre todo- para que sepa sacar
fuerza de cada error y sea capaz de volver a estudiar con
ilusión o de recoger los pedazos del plato roto.
Porque errores los cometemos todos. La diferencia es que unos
sacan de ellos enseñanza para el futuro y humildad, mientras
que otros sólo obtienen amargura y pesimismo. Conviene educar
a los chicos de modo que tengan capacidad de superar los tropiezos
con deportividad.
Da pena ver a personas inteligentes venirse abajo y abandonar
una carrera o una oposición al primer suspenso; a chicos o
chicas jóvenes que fracasan en su primer noviazgo y maldicen
contra toda la humanidad; a otros que no pueden soportar un
pequeño batacazo en su brillante carrera triunfadora en la
amistad, o en lo afectivo, o en lo profesional, y se hunden
miserablemente. El mayor de los fracasos suele ser dejar de
hacer las cosas por miedo a fracasar.
Una aclaración sobre la humildad
Son muchas
las personas -explicaba con gracia C. S. Lewis- que piensan
que humildad equivale a mujeres bonitas tratando de creer
que son feas, o personas inteligentes tratando de creer que
son tontas.
Y como consecuencia de este malentendido se pasan la vida
intentando creerse algo manifiestamente absurdo y, gracias
a eso, jamás logran ganar en humildad.
No
debe confundirse la humildad
con algo tan simple y ridículo
como tener una mala opinión
acerca de los propios talentos.
La humildad nada tiene que ver con una absurda simulación de falta de cualidades.
-Pues
es un error bastante extendido.
Ya lo creo, y durante siglos se han alzando contra él muchas
voces sensatas que venían a recordar cómo la humildad no puede
violentar la verdad, y que la sinceridad y la humildad son
dos formas de designar una realidad única. La humildad no
está en exaltarse ni en infravalorarse, sino que va unida
a la verdad y a la naturalidad.
Quizá, para aclarar conceptos, podemos dejar claro primero
lo que no es humildad:
No se logra la humildad en la familia humillando a los demás
(así, suele conseguirse habitualmente lo contrario).
Ni regateando los legítimos y prudentes elogios a las buenas
acciones de los hijos o del cónyuge, con la excusa de evitar
que se envanezcan.
Tampoco conviene a la humildad la continua comparación con
otras personas, puesto que a una persona no le viene la justa
medida por su relación con otras, sino, ante todo, por lo
que de natural debiera ser.
Ni consiste tampoco en echarse encima toneladas de basura.
Porque, además, esas personas autoculpistas no suelen creerse
lo que dicen. Se pasan la vida diciendo que tienen muy mala
memoria, que son un desastre, que no dan una a derechas...;
pero suelen decirlo de modo genérico, y no les gusta que sea
otro quien lo dé a entender, y menos si se desciende a lo
concreto: cuando van conduciendo, por ejemplo, la culpa será
siempre de otro conductor, del coche, o de la carretera, o
de que le han distraído; y en el deporte, resultará que le
han dado mal el balón, o que el terreno no estaban bien; etc.
Tampoco es humildad esa triste y victimista actitud de quien
dice "es que soy así" y se abandona a sus propios
defectos sin molestarse en luchar por mejorar. Eso puede ser
comodonería o inconstancia, pero nunca humildad.
¿Soportarlo todo? Error de una madre
«Es una
cosa que ha ido empeorando en casa de día en día desde hace
ya tiempo -se lamentaba con amargura una chica de diecisiete
años.
»Antes, mi madre tenía más autoridad, pero ahora está como
arrinconada y apenas le obedece nadie en nada de lo que dice.
»La casa se ha convertido en una especie de pensión donde
la gente sólo aparece para comer, dormir y pedir dinero. Cada
uno vive a su aire, es frecuente que lleguemos tarde a casa
sin avisar, y es raro el día que no discutimos.
»Mis dos hermanos pequeños han perdido el respeto a mi madre.
Le llevan siempre la contraria, y alguna vez, en medio de
esos enfados, han llegado a insultarla. Me duele ver cómo
la tratan, pero no me atrevo a decirles nada, porque la verdad
es que tengo que reconocer que yo a veces también he actuado
bastante mal y no estoy en condiciones de echarles en cara
nada.
»Mi padre está siempre fuera, desde que cambió de trabajo,
y cuando llega a casa no está para nada. Además, como tiene
un genio fatal, mi madre prefiere no decirle nada de los disgustos
que le damos, y hace bien, porque creo que sería casi peor.
»Ella sufre mucho y soporta todo con una paciencia y una humildad
admirables.»
-Pues
creo que es un error consentir esas actitudes a los hijos.
Por supuesto, pero estando ya consolidadas, no es nada fácil
reconducirlas. Tendría que servir este ejemplo como experiencia
para plantear bien las cosas desde el principio, porque la
actitud de esa madre ni es paciencia ni es humildad, como
pensaba su hija. No puede ser virtud dejarse avasallar de
esa manera. En la familia, como en todos sitios, hay que empezar
por exigir que a uno le traten con respeto, y eso no es orgullo
ni vanidad.
Hay veces en que a una persona le toca sufrir un drama familiar
muy doloroso, y a lo mejor casi lo único que puede hacer es
soportarlo todo pacientemente. Pero lo normal es que todos
tengamos que dejar las cosas claras todas las veces que haga
falta hasta conseguir que se nos respete.
Quien insulta, sobre todo si es con frecuencia, se descalifica
a sí mismo. Y quien lo soporta habitualmente con gesto de
víctima puede ser admirable o heroico, pero a veces resulta
que es, más bien, simplemente un poco tonto o un poco tonta.
Hay
que poner la energía precisa
para defender los propios derechos,
y esto es compatible con la humildad.
Habrá que buscar una solución concreta a cada caso, pero raramente la postura ideal será soportarlo todo y callarse eternamente.
FUENTE: www.interrogantes.net