Por Gastón Coutois
Tener orden no es cosa de poca importancia, ni asunto pequeño. Es una de las virtudes más preciosas para el buen equilibrio de la vida individual y para la buena armonía de la vida común.
Nuestras hijas, necesitarán grandemente, durante toda su vida, tener orden, sobre todo cuando a su vez sean amas de casa, esposas o mamás. Pero es en la edad en que los hábitos se forman cuando es preciso desenvolver en ella esta disciplina.
El orden será también necesario a nuestros muchachos, porque en todas las profesiones aquel que tiene orden es clasificado mejor que el que no lo tiene. Asimismo, es cierto que el desorden incorregible constituye una verdadera contraindicación.
El orden es un medio de desarrollan en nuestros hijos el dominio de sí mismos, y en cierto sentido el espíritu de sacrificio, obligándolo a luchar contra el abandono y la negligencia.
Es una verdad, comprobada por la experiencia, que el orden exterior hace la vida más agradable. Alivia la memoria, permitiendo encontrar sin esfuerzo las cosas en su sitio. Facilita la calma, suprimiendo esas causas de enervamiento y fatiga que constituye el desorden. Hace ganar tiempo, pues permite obrar con seguridad para encontrar aquello que se necesita. Facilita el respeto al bien común y el sentido social, porque nada perjudica tanto la buena armonía y mutua ayuda como el no volver a su lugar los objetos útiles pertenecientes a la comunidad familiar. El orden asegura también la exactitud, y la exactitud es a la vez una de las formas más preciosas del orden y la cortesía.
Para despertar el amor al orden en los niños es preciso destacar cada vez que se presente la ocasión lo agradable y práctico que es poder encontrar los objetos a ojos cerrados (hasta se puede hacer, en base a esto, un juego con preparación o improvisado). Debemos mostrarle las pequeñas ventajas de tener sus objetos personales bien ordenados en su armario, en su carpeta, en su caja de escritura, su cartera o sus bolsos.
Es fácil habituar a los niños a colocar sus cosas en el mismo sitio y de la misma manera, con la condición de que los padres respeten la colocación hecha por sus hijos.
Poner a los niños en guardia contra el orden que podríamos llamar hipócrita; por ejemplo, la mesa bien ordenada y los cajones embarullados.
"Colocar aquello que se acaba de utilizar inmediatamente en su verdadero lugar que es cosa para lo cual se es más o menos apto por temperamento; pero es uno de los fines esenciales de la educación hacerlo adquirir a los niños" (A. Rèdier)
"Que la madre dé a su hijo posibilidad y tiempo para colocar sus cosas, que se sujete ella misma de volver los objetos a su lugar, y todo se ordenará de prisa. A mamás ordenadas, niños ordenados." (R. Cousinet)
La señora Montessori ha notado que hacia los tres años hay un período sensible, es decir, una época particularmente favorable para la adquisición del orden. Este dato es exacto y son muchos los padres que lo han comprobado. Si se espera demasiado tiempo para crear en el niño el hábito del orden, se corre el riesgo de no conseguirlo nunca.
Hacia los nueve o diez años debe confirmarse el hábito del orden con el de la exactitud. A esta edad debe acostumbrarse al niño a organizar su trabajo y a su tiempo, a prever también la sucesión de sus ocupaciones por un par de horas, después para una media jornada.
Todo niño, cuando regresa de clase, debería poder establecer, antes de ponerse a trabajar, su hora de previsión: escritos que deba hacer, lecciones que tiene que aprender, libros que leer, etc.; indicar para cada operación un lapso razonable que se le concede y especificar el orden de ejecución.
No se trata, ciertamente de mecanizar al niño, sino de ayudar a conseguir la producción máxima en las horas de que dispone. Esto le proporcionará un inmenso servicio para después pues el porvenir pertenece no a los grandes trabajadores agobiados siempre, sino a los hombres bien organizados que saben obtener más efecto con menos esfuerzo y administrar los períodos de reposo en vista a un mayor rendimiento.