Cardenal Arzobispo de
Santiago, Monseñor Francisco Javier Errázuriz Ossa
20
de julio de 2003
La elaboración de una nueva ley sobre el matrimonio civil ha sido un proceso largo y delicado. No podía ser de otra manera, ya que toca uno de los bienes más queridos para los chilenos. Y siendo la familia el núcleo fundamental de la sociedad, como lo afirma el artículo primero de nuestra Constitución Política, de su bien-estar o de su mal-estar depende el bien de la sociedad entera.
Una ley que promueva el bien de la familia y se haga cargo de sus problemas
Cuando los legisladores buscan los cauces legales más adecuados para el matrimonio, saben que se enfrentan a una realidad que es anterior al Estado. Lo mismo ocurre cuando tratan de la familia. A ambas realidades el Estado no las constituye ni las define. Lo que le cabe es acoger a estas comunidades básicas de la sociedad, comprenderlas, valorarlas, respetarlas, defenderlas y promover su bien. Hay que procurar para ellas un entorno y un marco legal, ambiental y humano que no les sean hostiles ni amenacen su estabilidad; por el contrario, que les sean favorables. Con mayor razón en este tiempo, marcado por un creciente individualismo, que inclina a las parejas a no casarse ni a tener hijos. Es cierto, hay que buscar soluciones a los conflictos: aquellas que no sean una nueva amenaza a la paz del hogar, no lo debiliten como santuario de la confianza ni sacrifiquen el bien común.
Todos compartimos el indescriptible dolor de quienes se han unido en matrimonio y han tomado la dura decisión de separarse; a veces, definitivamente. La ruptura de un matrimonio no es un bien. El bien está en la vida y en la estabilidad de la alianza conyugal y de la familia, no en el divorcio. Sin embargo, hay que constatar el quiebre definitivo de muchas uniones conyugales. Y para estos casos el Estado tiene que contar con ordenamientos y herramientas jurídicas y sociales que sean una ayuda en los conflictos, y no una nueva amenaza a la paz del hogar. Ellos le permitirán asimismo ofrecer protección al cónyuge más débil y a los hijos. Aun en las uniones que no se basan en el matrimonio, deberá procurar el bien de los hijos y, si nada lo impide, favorecer la estabilidad del hogar que los ha acogido.
Lo que no se puede hacer es procurar soluciones para los casos más penosos, que resulten erradas porque los multiplican con grave daño para los hijos, para el cónyuge más débil y para la sociedad. Menos aun se puede optar por soluciones que impliquen la destrucción de la misma noción de matrimonio. Han incurrido en ellas muchos países. Su experiencia ya demuestra que la introducción del divorcio no es el camino adecuado. Conduce a innumerables efectos nocivos, que nadie desea. Éstos llegan más rápidamente cuando la ley establece que la disolución del matrimonio la puede lograr, después de algún tiempo, la simple decisión del cónyuge que abandona el hogar, aun sin razón alguna. Hasta ahora hemos rechazado esta posibilidad, de la cual sabe valerse el machismo. El actual proyecto de ley la consolida y legitima.
Aprender de la experiencia, sin debilitar el matrimonio
La conclusión que se abre camino en la sociedad cuando se multiplican los divorcios y pasan a ser una realidad cotidiana es palpable. En la mayoría de las personas lentamente se debilita la estabilidad y el espesor humano de la unión matrimonial, se desvirtúa su sentido, y se disuelve su necesidad. En efecto, si la ley no protege vigorosamente la estabilidad de la alianza matrimonial, no favorece la fidelidad de los cónyuges, tampoco el bien de los hijos, ¿para qué casarse? Y en quienes contraen matrimonio civil, lentamente se desvanece hasta la intención de hacerlo para toda la vida. La evidencia internacional es clara y elocuente.
Por desgracia, sin embargo, no solemos aprender de las experiencias ajenas. Con frecuencia no lo hacemos como individuos; tampoco lo hacen los pueblos. No aprendemos de las experiencias negativas de otros países. Y a veces, cuando nos proponemos algo que estimamos imprescindible, olvidamos algunos principios jurídicos fundamentales. En este caso, por ejemplo, olvidamos que no hay contrato alguno que pueda ser disuelto por el testigo ante quien se sella. Sin embargo, el proyecto de ley supone que el Estado pueda disolver contratos conyugales.
Y para un gran número de católicos, incluyendo entre ellos lo que es más grave a numerosos parlamentarios, de poco vale lo que enseña la Iglesia sobre la voluntad del Creador acerca de las propiedades esenciales del matrimonio, sin las cuales se desploma la estabilidad conyugal. Tampoco pesa en su ánimo de manera determinante la advertencia del Santo Padre en Chile: «No os dejéis invadir por el contagioso cáncer del divorcio, que destroza la familia, esteriliza el amor y destruye la acción educativa de los padres cristianos. No separéis lo que Dios ha unido».
El derecho a la libertad en un país pluralista y tolerante
En esta materia, más allá de cualquiera otra consideración, tiene un peso decisivo esa bandera de la modernidad llamado divorcio. Como lo expresó nuestra Conferencia Episcopal, se ha convertido en un «dogma de la modernidad», que no se puede examinar ni cuestionar. Prima hasta el grado de querer imprimirle a nuestra cultura, a sangre y fuego, una nueva categoría que se ha instalado en la nueva ley de matrimonio civil que se elabora. Suponiendo un divorcio latente en cada matrimonio, el proyecto establece: «La acción de divorcio es irrenunciable». Olvida que la expresión suprema de la libertad consiste en asumir compromisos nobles para toda la vida, y en permanecer fiel a ellos. Olvida también que en los compromisos definitivos está la base de todo acto humano trascendente, de muchas obras de arte, del avance, de toda investigación fecunda y del servicio heroico a Dios y a la Patria.
Aplastar de esta manera la convicción de innumerables chilenos, que no quieren contraer un matrimonio divorciable, a mi parecer no es algo coherente. Si en verdad el Estado quiere ser pluralista y tolerante, no puede sino dejar abierto un espacio jurídico a incontables chilenos que exigen que se respete su conciencia y, por eso, su voluntad de contraer matrimonio indisoluble. Si el Estado no lo permitiera, ofrecería un argumento irrefutable para hacer objeción de conciencia a incontables ciudadanos que no aceptan contraer un matrimonio divorciable. Así, podría surgir en el país un sinnúmero de familias valiosas, inexistentes para el Estado, con todo el daño que se desprendería de ello para las mismas familias y para la sociedad.
Por el contrario, siempre engrandece al Estado el respeto irrestricto de los derechos humanos. Junto al derecho a la vida, emerge el derecho a la libertad. Por eso, es inseparable de un país de cultura humanista respetar la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Esta opción en favor del hombre, en lo más propio de su humanidad, implica el deber de acoger, también en el campo de la unión matrimonial, las convicciones que no sólo no se oponen al orden público, a la moral y a las buenas costumbres, sino que las enriquecen y consolidan.
Por lo demás, ¿no es el matrimonio indisoluble el que mejor garantiza el bien de los hijos y la transmisión de los valores, el único que realiza plenamente lo que estableció con reconocida sabiduría el artículo 102 del Código de Derecho Civil: «El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente»? ¿Acaso no consagra el artículo primero de la Constitución, que trata de las bases de la institucionalidad de la Nación, el deber del Estado de dar protección a la familia y propender a su fortalecimiento? Y la institución familiar, ¿no se fortalece mediante el matrimonio para toda la vida? Son preguntas que debemos hacernos a la hora de tomar posición ante el proyecto de ley que nos ocupa.
Y si no amara la libertad y resultase intolerante...
Si la nueva ley no diera un cauce al querer natural de innumerables chilenos de no contraer un matrimonio divorciable, sino aceptara tan sólo un tipo de matrimonio cuyo vínculo siempre pueda ser disuelto, aun por voluntad unilateral de una de las partes y sin expresión de causa, estimo que se haría responsable de otra consecuencia grave y negativa. Prácticamente le impediría a la Iglesia Católica, que respeta, apoya y valora la institucionalidad de la sociedad civil, enseñar a sus miembros, como lo ha hecho hasta el presente, la obligación de presentarse al oficial del Registro Civil con motivo del matrimonio. ¿Cómo podría exigir de sus fieles que contrajesen matrimonio divorciable, cuando la intención de divorcio invalida el matrimonio de los católicos?
El artículo 21 del proyecto pone término a una ficción
Por las razones expuestas, y sabiendo que Jesucristo enseñó que el hombre no debe desunir lo que Dios ha unido, un grupo de senadores católicos quiso abrirle una vía amplia a la posibilidad del matrimonio indisoluble, y obtuvo la aprobación del artículo 21 del proyecto de ley en la Comisión del Senado.
Este artículo supone una evidencia: nadie se casa con la misma persona dos veces dentro de pocos días, como aparentemente ha ocurrido entre nosotros hasta el presente. En apariencia, porque a los cónyuges que tenían conciencia del problema les era claro que se casaban sólo una vez: ante el ministro de su confesión religiosa o ante el oficial del Registro Civil. Ambas modalidades han existido en nuestra cultura, porque en Chile conviven diferentes concepciones sobre el matrimonio religioso y el matrimonio civil, y sobre la relación que existe entre ambos.
Para algunas confesiones religiosas, el matrimonio válido es el que se sella ante el oficial del Registro Civil. Para estas confesiones, durante la ceremonia religiosa el ministro sólo bendice la unión ya contraída. Para los fieles de la Iglesia Católica y de las Iglesias ortodoxas, por citar dos ejemplos, la situación es diferente. Para ellos, el matrimonio-sacramento, sellado ante Dios, y en virtud del cual los cónyuges se comprometen a amarse como Cristo ama a la Iglesia, es el matrimonio válido. Por eso, cuando los católicos dicen en lenguaje coloquial «ya estamos casados por el Civil», manifiestan que todavía no están casados, pero que ya cumplieron con el requisito necesario para que el matrimonio religioso tenga efectos civiles a partir del día en que realmente se casen.
El artículo 21 del proyecto, que puede ser perfeccionado, pone término a esta extraña dualidad. Reconoce el matrimonio celebrado ante entidades religiosas que gocen de personalidad jurídica de derecho público. Sin embargo, para que este matrimonio tenga efectos civiles, el acta del matrimonio religioso, debidamente autentificada, debe ser presentada e inscrita en el Registro Civil. Esta posibilidad abre espacio al ejercicio de la libertad de conciencia y de la libertad de culto, y además valoriza la adquisición de los efectos civiles, mediante la inscripción en el Registro Civil.
¿También acoge el matrimonio indisoluble?
De nuestra parte, los Obispos de la Iglesia católica juzgamos que el Estado debe ser justo con aquellos cónyuges que quieren contraer matrimonio indisoluble, y aceptar en su legislación que puedan hacerlo, si en conciencia así lo resuelven. Con mayor razón, si esta característica es propia e irrenunciable para el matrimonio en la Iglesia a la cual pertenecen libremente.
Pero sin discriminación alguna, y con todos sus efectos civiles
Todas las confesiones religiosas podrán recurrir a esta posibilidad. El artículo no establece discriminación alguna, si bien se sabe que la gran mayoría no va a querer hacer uso de ella, porque en su tradición el matrimonio religioso tiene otro significado. Tampoco queda afectado el trato indiscriminado que la ley debe dar a todas las confesiones religiosas, cuando el Estado cumpla con su deber de exigir de las confesiones religiosas que quieran acogerse a este artículo, el respeto irrestricto a las condiciones que establece la ley para que el matrimonio sea contraído válidamente. Un acuerdo con la respectiva confesión religiosa permitirá certificar que ella cumple con estas condiciones, y establecerá qué oficio debe tener la instancia que autentifique el certificado de celebración del matrimonio religioso para que éste pueda ser inscrito en el Registro Civil de manera válida y expedita.
El artículo 21 de la ley establecerá que todos los efectos civiles del matrimonio religioso estarán regidos por la legislación civil. No así, como es evidente, los efectos religiosos. Por ejemplo, el efecto religioso de dar educación religiosa a los hijos no se regirá por la ley civil, si bien es importante que el Estado, en su búsqueda del bien común, apoye su cumplimiento. Otro efecto religioso es la indisolubilidad. Ante Dios y ante la Iglesia, el matrimonio-sacramento es siempre indisoluble. En este ámbito no puede intervenir la ley civil, ya sea que ésta reconozca el matrimonio religioso o lo desestime.
El artículo 21 del proyecto de ley aún no lo estipula, pero el respeto irrestricto de la libertad de conciencia y de culto postula del Estado que respete también civilmente la voluntad de los cónyuges cuando contraen matrimonio para toda la vida mientras la muerte no los separe y excluyen que una instancia humana pueda disolver su unión. El Estado cumpliría con su tarea de respetar la libertad de conciencia, si también respetase la decisión de las parejas que quieran contraer matrimonio indisoluble por otras razones, no necesariamente religiosas. Ciertamente no dañarían con su resolución ni la moral, ni las costumbres ni el orden público.
Una opción por el bien de Chile y de sus hijos
Concluyo estas reflexiones, valorando la etapa que vivimos de nuestra historia. Chile está dispuesto a construir la paz y a lograr esa amistad cívica que se construye en el respeto, aun de las minorías, por los caminos de la libertad de conciencia, con los medios de la justicia y de la verdad, sin violencia, sin intransigencias ni sectarismos.
A nuestro juicio, el país sólo gana si apoya a incontables parejas que encaminan su amor hacia un compromiso matrimonial realmente definitivo en el gozo y en el dolor, en la salud y la enfermedad, en los conflictos y en la esperanza. Merecen pleno apoyo quienes se prometen mutuamente hacer de la fidelidad su compromiso de vida. Los hijos admirarán el testimonio de sus padres, al saber que fundaron para ellos una familia estable con la cual siempre podrán contar. Constatarán día a día que ellos mantienen su empeño, aun contra seductoras alternativas, y que ennoblecen su alianza conyugal, imitando la fidelidad de Cristo, que nos amó hasta el extremo. Él fue generoso con los débiles, con los cansados, con los enfermos y con los pecadores, aun con quienes lo traicionaron. Él privilegió con su amor a todos los marginados, enalteciendo a las mujeres, a los niños y a los extranjeros, hasta despertar el asombro de sus contemporáneos.
En realidad, no hay razón alguna que impida que las puertas de la legislación queden abiertas al reconocimiento del matrimonio para toda la vida y del matrimonio religioso. Por lo demás, así fue durante largos siglos en la humanidad, y así lo practican actualmente un número considerable de países en el mundo occidental.