Covadonga O’Shea reproducía, en estas mismas páginas de TELVA, una confidencia que le hizo el psiquiatra austríaco Vikytor Frankl: “Junto a la Estatua de la Libertad habría que erigir un monumento en homenaje a la Responsabilidad”. El sobreviviente de los campos de concentración nazi tal vez se fijara, al lanzar semejante sentencia, en las generaciones norteamericanas de después de la segunda Guerra Mundial, aquellas que abanderaron la libertad sexual, extendieron el consumo de droga y generalizaron el divorcio y el aborto, hasta convertirlos en elementos definidores de la sociedad moderna. De la boca de tantos millones de hombres y mujeres no se descolgaba la palabra “libertad” para justificar semejantes abusos, una libertad desprovista de responsabilidad que les ha conducido a la amargura, al vacío, tal y como relatan películas como “American Beauty” o “Las Horas”.
Lo cierto es que esta corriente hace años que se contagió desde los Estados Unidos al resto del mundo. Quienes hoy tenemos entre veinte y treinta años fuimos los primeros en sufrir a causa de los eslóganes que confundieron a nuestros padres, aquellos utópicos del 68, que nos educaron en un mundo en el que prevalecen los sentimientos sobre la razón. Basta echar un vistazo a los institutos y colegios para darse cuenta de que nuestros jóvenes tienen un grandísimo corazón..., desprovisto de cabeza para regirlo. Hace unos meses las calles de España se llenaron de manifestaciones —que en muchos casos terminaron en algarada— para protestar contra la nueva ley de enseñanza, que propone rescatar la cultura del esfuerzo frente a la laxitud en la que se han perdido unas cuantas promociones de chavales que desconocen lo educativo que puede ser, en algunos casos, un suspenso. Son jóvenes nacidos en la libertad, a los que (gracias al empeño de nuestros gobernantes) desde los trece años se les fomentan las relaciones sexuales “seguras”, ofreciéndoseles toda una gama de clínicas privadas para resolver sus embarazos cuando falla esa pretendida “seguridad”. Jóvenes que han pasado de la marihuana de los inconformistas a las pastillas con nombres divertidos, porque creen que la nueva droga no deja huella.
La sociedad
nos presenta un modo de vivir en el que lo único que
importa es lo que siente el corazón en cada momento,
una especie de vivir naif, infantil, de graves consecuencias.
Un buen ejemplo de esta proliferación del capricho
es el índice de matrimonios que terminan en fracaso
a los pocos meses de la boda.
Sé que es un ejemplo incómodo, porque todos
tenemos alguna experiencia cercana, a la vez que estoy convencido
de que hay razones que justifican el fracaso matrimonial,
más allá de este análisis sobre el uso
equivocado de la libertad. Pero en la mayoría de los
casos, el motivo del desastre no es otro que el del abuso
de los sentimientos. Es decir, uno se casa para disfrutar
en compañía del otro de los atardeceres, de
las noches de luna llena y violín, de los viajes a
países ignotos, de los quiebros y requiebros del corazón
enamorado..., como si pretendiéramos cumplir al pie
de la letra el contenido de un mal bolero. Pero en cuanto
los atardeceres se cubren de nubes, las noches se enturbian
con alguna discusión, no hay dinero ni para los hoteles
y el corazón se decepciona al descubrir al otro nada
más despertarse... llegan las dudas, ese pensar que
el matrimonio no era lo nuestro, y en la cabeza comienza a
latir la palabra “divorcio” como única
salida para el desencanto.
Dueños de la libertad
Cuando uno es auténtico dueño de la libertad, porque responde de sus actos (tanto de sus aciertos como de sus equivocaciones), no va al matrimonio sólo para disfrutar, sino para que el otro descubra en nuestro servicio la razón de su felicidad. Es entonces cuando se puede compartir con el mismo deleite un atardecer como una tempestad de lluvia y granizo, las noches de luna y violín como el perdón después de una discusión, los viajes a países lejanos como los paseos por el parque más cercano a nuestra casa, los requiebros de un corazón enamorado como la risa que nos provoca nuestro príncipe azul nada más despertarse. A fin de cuentas, la razón nos dice que los sentimientos pueden ser traicioneros, y que sólo el compromiso es garante para nuestra estabilidad, para la de nuestros hijos y para la de esta sociedad despistada. Qué bueno sería que quienes gobiernan levantaran esa estatua con la que soñaba Vikytor Frankl.
Miguel Aranguren TELVA, octubre 2003