"¡Los niños a dormir que la película tiene dos rombos!", y los hijos, obedientes, envolvían su docilidad entre las sábanas, mientras los padres permanecían, como los rombos, pegados al televisor.
De esta manera se mantenía inmaculada la pureza del mundo infantil a fuerza de alejarla todo lo posible de la pornografía. Aunque sólo fuera en blanco y negro, podía atravesar la delicada piel de los niños, pero no la curtida epidermis de los mayores. ¿Qué está ocurriendo? ¿Estábamos reinventando los dos mundos platónicos: uno ideal - el de los niños - que lo cuidábamos entre algodones para que no se contaminara y otro pesadamente real - el de los adultos - que lo manteníamos como a las medicinas lejos del alcance de los niños? ¿Estábamos, tal vez, ante una moderna esquizofrenia platónica?
"Hay que preservar a nuestros hijos de tanto bombardeo televisivo de violencia y sexo", decimos ahora, aunque sabemos que es demasiado tarde. Ya no estamos a tiempo de prevenir, sino de hacer curas de urgencia; ya no es momento de enseñar a nadar, sino de lanzar salvavidas desesperadamente; ya no es hora de reparar el fuselaje, sino de tirar de la anilla del paracaídas. Nos apresuramos a tapar con nuestras manos los ojos de la inocencia, nos preocupamos de codificarles el mal, nos cuidamos de cerrarles a cal y canto la puerta de nuestro mundo (lleno de nuestras propias contradicciones), pero el mundo irreal que hemos creado para guardar su inocencia se desvanece por el ojo de la cerradura. ¿Qué está ocurriendo? ¿Acaso se pueden limpiar los cristales con agua sucia o apagar las llamas con fuego?
Denunciamos la violencia en los dibujos animados, pero no en las películas para mayores; nos escandaliza la pornografía televisiva antes de las once, pero no la de madrugada; condenamos los malos ejemplos en la programación infantil, pero no en la de los niños en un lugar esterilizado, en una fortaleza amurallada por nuestras mentiras, en un mundo platónico idílico y perfecto. Mientras tanto les esperamos aquí abajo a que se hagan adultos de golpe, les explicamos que los niños no vienen de París y les damos la bienvenida destronando las prohibiciones por ridículas y pueriles.
Y si nos preguntan
por qué ellos no pueden ver tal cosa, les respondemos
que porque son pequeños. Así les mostramos que
ser adulto justifica cualquier comportamiento, les enseñamos
falsos argumentos éticos y les iniciamos en nuestra
esquizofrenia platónica. Pero quizá esos "locos
bajitos ", como los llamaba Gila, sean el reflejo de lo que
nos gustaría exigirnos a nosotros mismos si la resignación
no se hubiera apoderado de nuestras vidas desde que dejamos
de ser niños.
Tomado de "Hacer
Familia"
Por Carlos Goñi