En el siglo pasado 20 -quizás porque los hombres estábamos demasiado entretenidos en las cosas de la guerra- hicimos el fenomenal descubrimiento de que las mujeres también están capacitadas biológicamente para conducir autobuses, sacar muelas o vender pisos. Desde entonces, tenemos entre manos un debate insoluble que gira en torno al ajetreo que la vida moderna impone a la pobre y estresada mujer moderna.
Últimamente se han oído algunas voces sensatas procedentes de un autoproclamado "nuevo feminismo". Son gente razonable, mujeres valientes, que se han parado a pensar y han llegado a una conclusión: que no puede ser bueno un estado de cosas que te obliga a elegir entre tu familia y tu vida laboral.
Se lamentan, por ejemplo, de la masculinización del modelo femenino, o de cómo hemos construido un sistema que menosprecia al ama de casa marujizándola. Pero me extraña que ni por este lado ni por otros se llegue a explicar de forma satisfactoria la importancia real de eso que hemos llamado "célula básica de la sociedad".
Los sesudos ideólogos modernos dicen que el problema está en compaginar el trabajo con la familia. Y por eso tratan de hacer equilibrios entre tres conceptos diferentes como si fueran tres peligrosas antorchas de malabarista: el ámbito laboral del hombre, el ámbito laboral de la mujer y el ámbito familiar de ambos.
Este esquema, basado en el individualismo más atroz, provoca por simple exclusión cronológica que el ámbito familiar acabe identificando con el tiempo libre y reducido a su mínima expresión. Al final es como si el trabajo remunerado fuera exclusivamente cosa de solteros, o como si la gente hubiera de casarse sólo por pasar acompañado el tiempo de ocio. Con este esquema no me extraña que haya quien promueva la equiparación del matrimonio a cualquier tipo de asociación.
Pero gracias a Dios la realidad de las familias felices, -que las hay-, supera con creces las paranoicas ficciones teóricas de los familicidas. Las familias que funcionan son aquellas en las que, de alguna forma, la disgregación es superada por la unión.
Estoy pensando en esos matrimonios en los que ambos cónyuges empujan en la misma dirección porque ambos saben que su familia, aunque no cotice en la bolsa, es una empresa más real que la Wolkswagen o la Coca-cola.
Los carniceros, los hosteleros, los relojeros, los médicos, los maestros, los embajadores y hasta los jefes de estado de todo el mundo han sido, son y serán mejores profesionales si, de alguna forma, cuentan codo con codo con el respaldo y la compañía de su cónyuge y sus hijos. Y el hecho de que el titular del negocio sea casi siempre el marido no resta fuerza al argumento.
¿O es que piensa Ud. que es más digno e importante poner ladrillos que alimentar, vestir y cuidar a quien pone ladrillos y a los hijos de quien pone ladrillos? La tarea pendiente de la familia postmoderna consiste en redescubrir la complementariedad de los sexos.
Se trata, sencillamente, de fijarse en la realidad evidente de las familias que funcionan. Es preciso reconstruir el puzzle y unir todas sus piezas en la vida familiar, en el tiempo libre y, también, en la vida laboral y económica.
Porque si marido y mujer son "una sola carne", ¿cómo no van a ser una sola cartera? Los luminosos tiempos oscurecidos de la Europa cristiana habían resuelto el problema con fórmulas que hoy nos podrían servir si acertamos a descubrir su espíritu.
Aquellos antiguos matrimonios "arreglados" por nuestros abuelos perdían romanticismo (y emoción) porque sobreponían la razón al sentimiento. Pero al menos entendían juiciosamente que cada familia es, entre otras cosas, una unidad económica, que el trabajo no es cosa de hombres, ni cosa de mujeres, sino cosa de toda la familia.
Por eso pienso, confiado en aquella sabiduría que nos ha hecho ser lo que somos, que familia que trabaja unida, permanece unida. Como la que reza.