INDICE
Capítulo I
El don de la comunión y de la comunidad
La comunidad religiosa, expresión de la comunión eclesial
Capítulo II
La comunidad religiosa, lugar donde se llega a ser hermanos
Espiritualidad y oración común
Libertad personal y construcción de la fraternidad
Comunidad religiosa y madurez de la persona
Ser una comunidad en continua formación
La dimensión comunitaria de los consejos evangélicos
La autoridad al servicio de la fraternidad
La autoridad es siempre evangélicamente un servicio
Capítulo III
La comunidad religiosa, lugar y sujeto de la misión
Algunas situaciones particulares
Inserción en los ambientes populares
Religiosos y religiosas que viven solos
La reorganización de las obras
Una nueva relación con los seglares
«Congregavit nos in unum Christi Amor»
1. El amor de Cristo ha reunido a un gran número de discípulos para llegar a ser un sola cosa, a fin de que en el Espíritu, como Él y gracias a Él, pudieran responder al amor del Padre a lo largo de los siglos, amándolo «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (Dt 6,5) y amando al prójimo «como a sí mismos» (cf Mt 22,39).
Entre estos discípulos, los reunidos en las comunidades religiosas, mujeres y hombres «de toda lengua, raza, pueblo y tribu» (Ap 7,9), han sido y siguen siendo todavía una expresión particularmente elocuente de este sublime e ilimitado Amor. Nacidas «no del deseo de la carne o de la sangre» ni de simpatías personales o de motivos humanos, sino «de Dios» (Jn 1,13), de una vocación divina y de una divina atracción, las comunidades religiosas son un signo vivo de la primacía del Amor de Dios que obra maravillas y del amor a Dios y a los hermanos, como lo manifestó y vivió Jesucristo.
Dada su relevancia para la vida y para la santidad de la Iglesia, es importante tomar en consideración la vida de las comunidades religiosas concretas, tanto las monásticas y contemplativas como las dedicadas a la actividad apostólica, cada una según su propio y específico carácter. Lo que se dice de las comunidades religiosas se entiende referido también a las comunidades de las sociedades de vida apostólica, teniendo en cuenta su carácter y su legislación propia.
a) El argumento de este documento tiene en cuenta un hecho: la fisonomía que hoy presenta «la vida fraterna en común» en numerosos países manifiesta muchas transformaciones con respecto al pasado. Tales transformaciones, así como las esperanzas y desilusiones que han acompañado y siguen acompañando este proceso, requieren una reflexión a la luz del Concilio Vaticano II. Ellas han llevado a efectos positivos, pero también a otros más discutibles. Han puesto de relieve no pocos valores evangélicos dando nueva vitalidad a la comunidad religiosa, pero también han suscitado interrogantes por haber oscurecido algunos elementos típicos de la misma vida fraterna vivida en comunidad. En algunos lugares parece que la comunidad religiosa ha perdido relevancia ante los religiosos y religiosas, y que no es ya un ideal que se deba perseguir.
Con la serenidad y la urgencia de quien busca la voluntad del Señor, muchas comunidades han querido valorar esta transformación para corresponder mejor a la propia vocación en el pueblo de Dios.
b) Son muchos los factores que han determinado los cambios de que somos testigos:
- El «retorno constante a las fuentes de la vida cristiana y a la inspiración primitiva de los Institutos»(1). Ese encuentro más profundo y pleno con el Evangelio y con la primera irrupción del carisma fundacional, ha sido un vigoroso impulso para adquirir el verdadero espíritu que anima la fraternidad y para hallar las estructuras y los usos que han de expresarlo adecuadamente. Allí donde el encuentro con estas fuentes y con la inspiración originaria ha sido parcial o débil, la vida fraterna ha corrido riesgos y ha llegado a una cierta atonía.
- Pero este proceso ha tenido lugar también dentro de otros cambios más generales que son como su marco existencial, a cuyas repercusiones no podía substraerse la vida religiosa(2).
La vida religiosa es una parte vital de la Iglesia y vive en el mundo. Los valores y contravalores propios de una época o de un ámbito cultural, y las estructuras sociales que los manifiestan, afectan a la vida de todos, incluida la Iglesia y sus comunidades religiosas. Estas últimas o son un verdadero fermento evangélico en la sociedad, anuncio de la Buena Nueva en medio del mundo y proclamación en el tiempo de la Jerusalén celeste, o sucumben con una agonía más o menos prolongada, simplemente porque se han acomodado al mundo. Por eso, la reflexión y las nuevas propuestas sobre «la vida fraterna en común» deberán hacerse teniendo en cuenta este marco referencial.
- Sin embargo, también la evolución de la Iglesia ha ejercido un influjo profundo en las comunidades religiosas. El Concilio Vaticano II, como acontecimiento de gracia y expresión máxima del talante pastoral de la Iglesia en este siglo, ha influido decisivamente en la vida religiosa, no sólo en virtud del Decreto Perfectæ Caritatis, a ella dedicado, sino también gracias a la eclesiología conciliar y a todos los documentos del mismo.
Por todas estas razones el presente documento, antes de entrar directamente en materia, comienza dando una rápida mirada a los cambios acaecidos en los ámbitos que han podido influir más de cerca en la calidad de la vida fraterna y en los distintos modos de vivirla en las diversas comunidades religiosas.
2. El Concilio Vaticano II ha aportado una contribución fundamental a la revalorización de la «vida fraterna en común» y a una renovada visión de la comunidad religiosa.
La evolución de la eclesiologíaha incidido, más que ningún otro factor, en la progresiva comprensión de la comunidad religiosa. El Vaticano II afirmó que la vida religiosa pertenece «firmemente» (inconcusse) a la vida y a la santidad de la Iglesia, situándola precisamente en el corazón de su misterio de comunión y de santidad(3).
La comunidad religiosa participa, pues, de la renovada y más profunda visión de la Iglesia. De aquí se siguen algunas consecuencias:
a) De la Iglesia-Misterio a la dimensión mistérica de la comunidad religiosa.
La comunidad religiosa no es un simple grupo de cristianos que buscan la perfección personal. Mucho más profundamente, es participación y testimonio cualificado de la Iglesia-Misterio, en cuanto expresión viva y realización privilegiada de su peculiar «comunión», de la gran «koinonía» trinitaria de la que el Padre ha querido hacer partícipes a los hombres en el Hijo y en Espíritu Santo.
b) De la Iglesia-Comunión a la dimensión comunitaria fraterna de la comunidad religiosa.
La comunidad religiosa, en su estructura, en sus motivaciones y en sus valores calificadores, hace públicamente visible y continuamente perceptible el don de fraternidad concedido por Dios a toda la Iglesia. Por ello tiene como tarea irrenunciable, y como misión, ser y aparecer una célula de intensa comunión fraterna que sea signo y estímulo para todos los bautizados(4).
c) De la Iglesia animada por los carismas a la dimensión carismática de la comunidad religiosa.
La comunidad religiosa es célula de comunión fraterna, llamada a vivir animada por el carisma fundacional; es parte de la comunión orgánica de toda la Iglesia, enriquecida siempre por el Espíritu con variedad de ministerios y carismas.
Para formar parte de esta comunidad se necesita la gracia particular de una vocación. En concreto, los miembros de una comunidad religiosa aparecen unidos por una común llamada de Dios en la línea del carisma fundacional, por una típica y común consagración eclesial y por una común respuesta que nace de la participación «en la experiencia del Espíritu» vivida y transmitida por el Fundador y en su misión dentro la Iglesia(5).
Ella quiere recibir también como reconocimiento los carismas «más comunes y difundidos»(6)que Dios distribuye entre sus miembros para el bien de todo el Cuerpo. La comunidad religiosa existe para la Iglesia, para significarla y enriquecerla(7) y hacerla más apta en orden a cumplir su misión.
d) De la Iglesia-Sacramento de unidad a la dimensión apostólica de la comunidad religiosa.
El sentido del apostolado es llevar a los hombres a la unión con Dios y a la unidad entre sí mediante la caridad divina. La vida fraterna en común, como expresión de la unión realizada por el amor de Dios, además de constituir un testimonio esencial para la evangelización, tiene una gran importancia para la actividad apostólica y para su finalidad última. De ahí la fuerza de signo e instrumento de la comunión fraterna de la comunidad religiosa. La comunión fraterna está, en efecto, en el principio y en el fin del apostolado.
El Magisterio, desde el Concilio en adelante, ha profundizado y enriquecido con nuevas aportaciones la visión renovada de la comunidad religiosa(8).
3. El Código de Derecho Canónico (1983) concreta y precisa las disposiciones conciliares relativas a la vida comunitaria.
Cuando se habla de «vida común» hay que distinguir claramente dos aspectos.
Mientras que el Código de 1917(9) podía hacer pensar que se fijaba en elementos exteriores y en la uniformidad del estilo de vida, el Vaticano II(10) y el nuevo Código(11) insisten explícitamente en la dimensión espiritual y en el vínculo de fraternidad que debe unir en la caridad a todos los miembros. El nuevo Código ha hecho la síntesis de estos dos aspectos hablando de «vivir una vida fraterna en común»(12).
Se pueden distinguir, pues, en la vida comunitaria dos elementos de unión y de unidad entre los miembros:
- uno más espiritual: la «fraternidad» o «comunión fraterna», que parte de los corazones animados por la caridad; éste subraya la «comunión de vida» y la relación interpersonal(13);
- el otro más visible: la «vida en común» o «vida de comunidad», que consiste «en habitar en la propia casa religiosa legítimamente constituida» y en «vivir una vida común» por medio de la fidelidad a las mismas normas, por la participación en los actos comunes y por la colaboración en los servicios comunitarios(14).
Todo se vive «según un estilo propio»(15) en las diversas comunidades, según el carisma y el derecho particular.del instituto(16). De aquí la importancia del derecho propio que debe aplicar a la vida comunitaria el patrimonio de cada instituto y los medios para realizarlo(17).
Es claro que la «vida fraterna» no se realiza automáticamente con la observancia de las normas que regulan la vida común; pero es evidente que la vida en común tiene la finalidad de favorecer intensamente la vida fraterna.
4. La sociedad evoluciona constantemente y los religiosos y religiosas, que no son del mundo pero que viven en el mundo, experimentan sus influencias.
Mencionamos aquí sólo algunos aspectos que han incidido más directamente en la vida religiosa en general y en la comunidad religiosa en particular.
a) Los movimientos de emancipación política y social en el Tercer Mundo y el creciente proceso de industrialización han llevado en los últimos decenios al surgir de grandes cambios sociales y a prestar una atención especial por el «desarrollo de los pueblos» y por las situaciones de pobreza y miseria. Las Iglesias locales han reaccionado vivamente frente a estos desarrollos.
Sobre todo en América Latina, a través de las asambleas generales del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Puebla ySanto Domingo, se ha puesto en primer plano «la opción evangélica y preferencial por los pobres»(18), con el consiguiente cambio de acento en los compromisos sociales.
Las comunidades religiosas se han sentido fuertemente afectadas por esto, y muchas se han visto impulsadas a repensar las modalidades de su presencia en la sociedad, en la línea de un servicio más inmediato a los pobres, incluso mediante la inserción entre ellos.
El crecimiento impresionante de la miseria en las periferias de las grandes ciudades y el empobrecimiento de las zonas rurales han acelerado el proceso de «desplazamiento» de no pocas comunidades religiosas hacia estos ambientes populares.
En todas partes se impone el desafío de la inculturación. Las culturas, las tradiciones, la mentalidad de un país inciden también sobre el modo de vivir la vida fraterna en las comunidades religiosas.
Además, los recientes y amplios movimientos migratorios plantean el problema de la convivencia de diversas culturas, y del racismo. Todo esto repercute también en las comunidades religiosas pluriculturales y multirraciales, que son cada vez más numerosas.
b) La reivindicación de la libertad personal y de los derechos humanos ha estado en la base de un amplio proceso de democratización que ha favorecido el desarrollo económico y el crecimiento de la sociedad civil.
En el período inmediatamente posterior al Concilio, este proceso -especialmente en Occidente- ha experimentado una aceleración caracterizada por movimientos «asamblearios» y por actitudes renuentes a la autoridad.
El rechazo de la autoridad no ha perdonado ni siquiera a la Iglesia ni a la vida religiosa, con consecuencias evidentes también en la vida comunitaria.
La afirmación unilateral y exasperada de la libertad ha contribuido a difundir en Occidente la cultura del individualismo, con el debilitamiento del ideal de la vida común y del compromiso por los proyectos comunitarios.
Hay que señalar también algunas reacciones igualmente unilaterales, como pueden ser las evasiones hacia formas de autoritarismo, basadas en la confianza ciega en un guía que inspira seguridad.
c) La promoción de la mujer, uno de los signos de los tiempos según el Papa Juan XXIII, ha tenido no pocas resonancias en la vida de las comunidades cristianas de diversos países(19). Aun cuando en algunas regiones el influjo de corrientes extremistas del feminismo está condicionando profundamente la vida religiosa, casi en todas partes las comunidades religiosas femeninas están en una búsqueda positiva de formas de vida común más idóneas para la renovada conciencia de la identidad, de la dignidad y de la misión de la mujer en la sociedad, en la Iglesia y en la vida religiosa.
d) La explosión de los medios de comunicación a partir de los años 60, ha influido notablemente, y dramáticamente, en el nivel general de la información, en el sentido de responsabilidad social y apostólica, en la movilidad apostólica, y en la calidad de las relaciones internas; por no hablar del estilo concreto de vida y del clima de recogimiento que debería caracterizar a la comunidad religiosa.
e) El consumismo y el hedonismo, que, junto con un debilitamiento de la visión de fe propio del secularismo, en muchas regiones no han dejado indiferentes a las comunidades religiosas, poniendo a dura prueba la capacidad de algunas para «resistir al mal», pero suscitando también nuevos estilos de vida personal y comunitaria que son un claro testimonio evangélico para nuestro mundo.
Todo esto se ha convertido en un desafío y en una llamada a vivir con más vigor los consejos evangélicos, incluso en apoyo del testimonio de la comunidad cristiana.
5. En estos años se han producido cambios que han incidido profundamente sobre las comunidades religiosas.
a) Nueva configuración en las comunidades religiosas. En muchos países, las iniciativas crecientes del Estado en ámbitos donde actuaba la vida religiosa -como la asistencia, la escuela y la sanidad-, juntamente con el descenso de las vocaciones, han llevado a disminuir la presencia de los religiosos en las obras propias de los institutos apostólicos.
Disminuyen de este modo las grandes comunidades religiosas al servicio de obras externas, que han caracterizado durante mucho tiempo la fisonomía de los diversos institutos.
Al mismo tiempo se prefieren en algunas regiones las comunidades más pequeñas, formadas por religiosos que se insertan en obras que no pertenecen al Instituto, aunque con frecuencia en la línea de su carisma. Lo cual incide notablemente en la forma de vida común, ya que exige un cambio en los ritmos tradicionales.
A veces el sincero deseo de servir a la Iglesia, la dedicación a las obras del Instituto, como también las apremiantes necesidades de la Iglesia local pueden fácilmente llevar a religiosos y religiosas a sobrecargarse de trabajo, con la consiguiente menor disponibilidad de tiempo para la vida común.
b) Las demandas, cada día más numerosas, para responder a necesidades urgentes (pobres, drogadictos, refugiados, marginados, minusválidos, enfermos de toda clase, etc.) han suscitado, por parte de la vida religiosa, respuestas de una entrega admirable y admirada.
Pero esto ha exigido también cambios en la fisonomía tradicional de las comunidades, ya que por parte de algunos eran consideradas poco aptas para afrontar las nuevas situaciones.
c) El modo de comprender y vivir el propio trabajo en un contexto secularizado, entendido ante todo como el simple ejercicio de un oficio o de una determinada profesión y no como el desempeño de una misión evangelizadora, ha dejado a veces en la penumbra la realidad de la consagración y la dimensión espiritual de la vida religiosa, hasta el punto de considerar la vida fraterna en común como un obstáculo para el mismo apostolado o como un mero instrumento funcional.
d) Una nueva concepción de la persona ha surgido en el inmediato posconcilio, con una fuerte recuperación del valor de cada individuo particular y de sus iniciativas. Inmediatamente después se ha acentuado un agudo sentido de la comunidad entendida como vida fraterna, que se construye más sobre la calidad de las relaciones interpersonales que sobre aspectos formales de la observancia regular.
Estos acentos se han radicalizado en algunos casos (de ahí las tendencias opuestas del individualismo y del comunitarismo), sin haber alcanzado a veces una satisfactoria integración.
e) Las nuevas estructuras de gobierno, que emergen de las Constituciones renovadas, requieren mucha mayor participación de los religiosos y de las religiosas. De donde surge un modo diverso de afrontar los problemas, mediante el diálogo comunitario, la corresponsabilidad y la subsidiariedad. Son todos los miembros de la comunidad los que quedan implicados en sus propios problemas. Esto cambia considerablemente las relaciones interpersonales e influye en el modo de ver la autoridad. En no pocos casos ésta no acaba de encontrar en la práctica su lugar preciso en este nuevo contexto.
El conjunto de cambios y tendencias que acabamos de mencionar ha influido en la fisonomía de las comunidades religiosas de manera profunda, pero también diferenciada.
Las diferencias, a veces muy notables, dependen -como es fácil de comprender- de las diversas culturas y de los distintos continentes, del hecho de que las comunidades sean masculinas o femeninas, del tipo de vida religiosa y de Instituto, de la distinta actividad y del respectivo empeño en releer y actualizar el carisma del Fundador, del diferente modo de situarse ante la sociedad y la Iglesia, de la distinta manera de acoger los valores propuestos por el Concilio, de las diferentes tradiciones y formas de vida común, y de los diversos modos de ejercer la autoridad y de promover la renovación de la formación permanente. De hecho, la problemática es común sólo en parte; en la realidad tiende más bien a diferenciarse.
6. A la luz de estas nuevas situaciones la finalidad de este documento es alentar los esfuerzos realizados por muchas comunidades de religiosas y de religiosos para mejorar la calidad de su vida fraterna. Lo haremos ofreciendo algunos criterios de discernimiento en orden a una auténtica renovación evangélica.
Este documento quiere, además, ofrecer motivos de reflexión para quienes se han alejado del ideal comunitario, a fin de que tomen realmente en serio que es imprescindible la vida fraterna en común para aquel que se ha consagrado al Señor en un instituto religioso o se ha incorporado a una sociedad de vida apostólica.
7. Con esta finalidad, se expone a continuación:
a) La comunidad religiosa como don: antes de ser un proyecto humano, la vida fraterna en común forma parte del proyecto de Dios, que quiere comunicar su vida de comunión.
b) La comunidad religiosa como lugar donde se llega a ser hermanos: los medios más adecuados para construir la fraternidad cristiana por parte de la comunidad religiosa.
c) La comunidad religiosa como lugar y sujeto de la misión: las opciones concretas que la comunidad religiosa está llamada a realizar en las diversas situaciones y los principales criterios de discernimiento.
Para adentrarnos en el misterio de la comunión y de la fraternidad, y antes de emprender el difícil y necesario discernimiento para conseguir un renovado esplendor evangélico de nuestras comunidades, es necesario invocar humildemente al Espíritu Santo para que lleve a cabo lo que sólo Él puede realizar: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne... Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,26-28)
I. EL DON DE LA COMUNIÓN Y DE LA COMUNIDAD
8. La comunidad religiosa es un don del Espíritu, antes de ser una construcción humana. Efectivamente, la comunidad religiosa tiene su origen en el amor de Dios difundido en los corazones por medio del Espíritu, y por él se construye como una verdadera familia unida en el nombre del Señor(20).
Por lo tanto, no se puede comprender la comunidad religiosa sin partir de que es don de Dios, de que es un misterio y de que hunde sus raíces en el corazón mismo de la Trinidad santa y santificadora, que la quiere como parte del misterio de la Iglesia para la vida del mundo.
9. Creando el ser humano a su imagen y semejanza, Dios lo ha creado para la comunión. El Dios creador que se ha revelado como Amor, como Trinidad y comunión, ha llamado al hombre a entrar en íntima relación con Él y a la comunión interpersonal, o sea, a la fraternidad universal(21).
Esta es la más alta vocación del hombre: entrar en comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.
Este designio de Dios quedó comprometido por el pecado, que rompió todas las relaciones: entre el género humano y Dios, entre el hombre y la mujer, entre hermano y hermano, entre los pueblos, entre la humanidad y la creación.
Por su gran amor, el Padre envió a su Hijo para que, como nuevo Adán, reconstruyera y llevara toda la creación a la unidad perfecta. Viniendo a nosotros, constituyó el comienzo del nuevo pueblo de Dios, llamando en torno a sí a los apóstoles y discípulos, hombres y mujeres, como parábola viviente de la familia humana congregada en la unidad. Les anunció la fraternidad universal en el Padre, el cual nos ha hecho familiares suyos, sus hijos y hermanos entre nosotros. Así enseñó la igualdad en la fraternidad y la reconciliación en el perdón. Cambió totalmente las relaciones de poder y de dominio, dando Él mismo ejemplo de cómo se ha de servir y ponerse en el último lugar. Durante la última cena, les dio el mandamiento nuevo del amor recíproco: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así os améis también los unos a los otros» (Jn 13,34; cf 15,12); instituyó la Eucaristía que alimenta el amor mutuo haciéndonos comulgar el único pan y el único cáliz. Después se dirigió al Padre pidiendo, como síntesis de sus deseos, la unidad de todos conforme al modelo de la unidad trinitaria: «Como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (Jn 17,21).
Entregándose a la voluntad del Padre, en el misterio pascual, realizó aquella misma unidad que había enseñado a vivir a sus discípulos y que había pedido al Padre. Con su muerte en la cruz destruyó el muro de separación entre los pueblos, reconciliando a todos en unidad (cf Ef 2,14-16), enseñándonos de este modo que la comunión y la unidad son el fruto de la participación en su misterio de muerte.
La venida del Espíritu Santo, el don por excelencia concedido a los creyentes, realizó la unidad querida por Cristo. Comunicado a los discípulos reunidos en el cenáculo con María, el mismo Espíritu dio visibilidad a la Iglesia, que desde el primer momento se caracteriza como fraternidad y comunión en la unidad de un solo corazón y de una sola alma (cf Hech 4,32).
Esta comunión es el vínculo de la caridad que une entre sí a todos los miembros del mismo Cuerpo de Cristo, y al Cuerpo con su Cabeza. La misma presencia vivificante del Espíritu Santo(22) construye en Cristo la cohesión orgánica: Él unifica la Iglesia en la comunión y en el ministerio, la coordina y la dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, que se complementan entre sí, y la hermosea con sus frutos(23).
En su peregrinar por este mundo, la Iglesia, una y santa, se ha caracterizado constantemente por una tensión, muchas veces dolorosa, hacia la unidad efectiva. A lo largo de su historia ha tomado cada vez mayor conciencia de ser pueblo y familia de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu, Sacramento de la íntima unión del género humano, comunión e icono de la Trinidad. El Concilio Vaticano II ha puesto de relieve, como tal vez nunca se había hecho, esta dimensión de la Iglesia como misterio y comunión.
La comunidad religiosa, expresión de la comunión eclesial
10. La vida consagrada comprendió, desde sus mismos orígenes, esta íntima naturaleza del cristianismo. En efecto, la comunidad religiosa se sintió en continuidad con el grupo de los que seguían a Jesús. Él los había llamado personalmente, uno por uno, para vivir en comunión con Él y con los otros discípulos, para compartir su vida y su destino (cf Mc 3,13-15), para ser signo de la vida y de la comunión inaugurada por Él. Las primeras comunidades monásticas miraron a la comunidad de los discípulos que seguían a Cristo, y a la de Jerusalén, como a un ideal de vida. Como la Iglesia naciente, teniendo un solo corazón y una sola alma, los monjes, reuniéndose entre sí alrededor de un guía espiritual, el abad, se propusieron vivir la radical comunión de los bienes materiales y espirituales y la unidad instaurada por Cristo. Ésta encuentra su arquetipo y su dinamismo unificante en la vida de unidad de las Personas de la Santísima Trinidad.
En los siglos siguientes surgieron múltiples formas de comunidad, bajo la acción carismática del Espíritu. Él mismo, que escruta el corazón humano, se le hace encontradizo y responde a sus necesidades. Suscita así hombres y mujeres, que, iluminados con la luz del Evangelio y sensibles a los signos de los tiempos, dan origen a nuevas familias religiosas y, por tanto, a nuevos modos de vivir la única comunión en la diversidad de ministerios y de comunidades(24).
No se puede, pues, hablar unívocamente de comunidad religiosa. La historia de la vida consagrada testifica modos diferentes de vivir la única comunión, según la naturaleza de cada Instituto. De este modo hoy podemos admirar la «maravillosa variedad» de familias religiosas que enriquecen a la Iglesia y la capacitan para toda obra buena(25), y, por lo mismo, la variedad de formas de comunidad religiosa.
Sin embargo, en la variedad de sus formas, la vida fraterna en común se ha manifestado siempre como una radicalización del común espíritu fraterno que une a todos los cristianos. La comunidad religiosa es manifestación palpable de la comunión que funda la Iglesia, y, al mismo tiempo, profecía de la unidad a la que tiende como a su meta última. «Expertos en comunión, los religiosos están llamados a ser en la comunidad eclesial y en el mundo testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que está en el vértice de la historia del hombre según de Dios. Ante todo, con la profesión de los consejos evangélicos, que libera de todo impedimento el fervor de la caridad, se convierten comunitariamente en signo profético de la íntima unión con Dios amado por encima de todo. Además, por la experiencia cotidiana de una comunión de vida, oración y apostolado, que es componente esencial y distintivo de su forma de vida consagrada, se convierten en "signo de comunión fraterna". En efecto, en medio de un mundo, con frecuencia profundamente dividido, y ante todos sus hermanos en la fe, dan testimonio de la posibilidad real de poner en común los bienes, de amarse fraternalmente, de seguir un proyecto de vida y actividad fundado en la invitación a seguir con mayor libertad y más cerca a Cristo Señor, enviado por el Padre para que -como primogénito entre muchos hermanos- instituyese una nueva comunión fraterna en el don de su Espíritu »(26).
Esto resultará tanto más visible cuanto más sientan ellos mismos no sólo con la Iglesia y en la Iglesia, sino también a la Iglesia, identificándose con ella en plena comunión con su doctrina, con su vida, con sus pastores, con sus fieles y con su misión en el mundo(27).
Particularmente significativo es el testimonio ofrecido por los contemplativos y las contemplativas. Para ellos la vida fraterna tiene dimensiones más amplias y profundas derivadas de la exigencia fundamental en esta especial vocación, es decir, la búsqueda de Dios solo en el silencio y en la oración.
Su continua atención a Dios hace más delicada y respetuosa la atención a los otros miembros de la comunidad, y la contemplación se convierte en una fuerza liberadora de toda forma de egoísmo.
La vida fraterna en común, en un monasterio, está llamada a ser signo vivo del misterio de la Iglesia: cuanto más grande es el misterio de gracia, tanto más rico es el fruto de la salvación.
De este modo, el Espíritu del Señor, que reunió a los primeros creyentes y que continuamente congrega a la Iglesia en una sola familia, convoca también y alimenta las familias religiosas que, a través de sus comunidades esparcidas por toda la tierra, tienen la misión de ser signos particularmente legibles de la íntima comunión que anima y constituye a la Iglesia, y de ser apoyo para la realización del plan de Dios.
II. LA COMUNIDAD RELIGIOSA, LUGAR DONDE SE LLEGA A SER HERMANOS
11. Del don de la comunión proviene la tarea de la construcción de la fraternidad, es decir, de llegar a ser hermanos y hermanas en una determinada comunidad donde han sido llamados a vivir juntos. Aceptando con admiración y gratitud la realidad de la comunión divina, participada por las pobres criaturas, surge la convicción de que es necesario empeñarse en hacerla cada vez más visible por medio de la construcción de comunidades «llenas de gozo y del Espíritu Santo» (Hech 13,52).
También en nuestro tiempo y para nuestro tiempo, es necesario reemprender esta obra «divino-humana» de formar comunidades de hermanos y de hermanas, teniendo en cuenta las condiciones propias de estos años en los que la renovación teológica, canónica, sociaI y estructural ha incidido poderosamente en la fisonomía y en la vida de la comunidad religiosa.
Queremos ofrecer, a partir de situaciones concretas, algunas indicaciones útiles para alentar el proceso de una continua renovación evangélica de las comunidades.
Espiritualidad y oración común
12. En su componente místico primario, toda auténtica comunidad cristiana aparece «en sí misma una realidad teologal objeto de contemplación»(28). De ahí que la comunidad religiosa sea ante todo un misterio que ha de ser contemplado y acogido con un corazón lleno de reconocimiento en una límpida dimensión de fe.
Cuando se olvida esta dimensión mística y teologal, que la pone en contacto con el misterio de la comunión divina presente y comunicada a la comunidad, se llega irremediablemente a perder también las razones profundas para «hacer comunidad», para la construcción paciente de la vida fraterna. Ésta, a veces, puede parecer superior a las fuerzas humanas y antojarse como un inútil derroche de energías, sobre todo en personas intensamente comprometidas en la acción y condicionadas por una cultura activista e individualista.
El mismo Cristo que los ha llamado convoca cada día a sus hermanos y hermanas para conversar con ellos y para unirlos a sí y entre ellos en la Eucaristía, para convertirlos progresivamente en su Cuerpo vivo y visible, animado por el Espíritu, en camino hacia el Padre.
La oración en común, que se ha considerado siempre como la base de toda vida comunitaria, parte de la contemplación del Misterio de Dios, grande y sublime, de la admiración de su presencia, operante en los momentos más significativos de nuestras familias religiosas, así como también en la humilde realidad cotidiana de nuestras comunidades.
13. Como una respuesta a la advertencia del Señor «velad y orad» (Lc 21,36), la comunidad religiosa debe ser vigilante y tomar el tiempo necesario para cuidar la calidad de su vida. A veces la jornada de los religiosos y religiosas, que «no tienen tiempo», corre el riesgo de ser demasiado afanosa y ansiosa, y por lo mismo puede terminar por cansar y agotar. En efecto, la comunidad religiosa está ritmada por un horario para dar determinados tiempos a la oración, y especialmente para que se pueda aprender a dar tiempo a Dios (vacare Deo).
La oración hay que entenderla también como tiempo para estar con el Señor para que pueda obrar en nosotros, y entre las distracciones y las fatigas pueda invadir la vida, confortarla y guiarla, para que, al fin, toda la existencia pueda realmente pertenecerle.
14. Una de las adquisiciones más valiosas de estos decenios, reconocida y estimada por todos, ha sido el redescubrimiento de la oración litúrgica por parte de las familias religiosas.
La celebración en común de la Liturgia de las Horas, o al menos de alguna de ellas, ha revitalizado la oración de no pocas comunidades, que han alcanzado un contacto más vivo con la Palabra de Dios y con la oración de la Iglesia(29).
En nadie, por tanto, puede debilitarse la convicción de que la comunidad se construye a partir de la Liturgia, sobre todo de la celebración de la Eucaristía(30) y de los otros sacramentos. Entre éstos merece una renovada atención el sacramento de la reconciliación, a través del cual el Señor aviva la unión con Él y con los hermanos.
A imitación de la primera comunidad de Jerusalén (cf Hech 2,42), la Palabra, la Eucaristía, la oración en común, la asiduidad y la fidelidad a la enseñanza de los Apóstoles y de sus sucesores, ponen en contacto con las grandes obras de Dios que, en este contexto, se hacen luminosas y generan alabanza, gratitud, alegría, unión de corazones, apoyo en las dificultades comunes de la convivencia diaria y fortalecimiento recíproco en la fe.
Desgraciadamente, la disminución de sacerdotes puede hacer imposible en algunos sitios la participación diaria en la santa Misa. A pesar de ello hay que tener la preocupación de adquirir una conciencia, cada vez más profunda, del gran don de la Eucaristía, y de colocar en el centro de la vida el Sagrado Misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, vivo y presente en la comunidad para sostenerla y animarla en su camino hacia el Padre. De aquí se deduce la necesidad de que cada casa religiosa tenga, como centro de la comunidad, su oratorio(31), donde sea posible alimentar la propia espiritualidad eucarística, mediante la oración y la adoración.
Efectivamente, es en torno a la Eucaristía celebrada o adorada, «vértice y fuente» de toda la actividad de la Iglesia, donde se construye la comunión de los espíritus, premisa para todo crecimiento en la fraternidad. «De aquí debe partir toda forma de educación para el espíritu comunitario»(32).
15. La oración en común alcanza toda su eficacia cuando está íntimamente unida a la oración personal. En efecto, oración común y oración personal están en estrecha relación y son complementarias entre sí. En todas partes, pero especialmente en ciertas regiones y culturas, es necesario subrayar más el momento de la interioridad, de la relación filial con el Padre, del diálogo íntimo y esponsal con Cristo, de la profundización personal de cuanto se ha celebrado y vivido en la oración comunitaria, del silencio interior y exterior, que deja espacio para que la Palabra y el Espíritu puedan regenerar las profundidades más ocultas. La persona consagrada que vive en comunidad alimenta su consagración ya con el constante coloquio personal con Dios, ya con la alabanza y la intercesión comunitaria.
16. La oración en común se ha enriquecido en estos últimos años con diversas formas de expresión y participación.
Especialmente fructuosa para muchas comunidades ha sido la participación en la Lectio divina y en las reflexiones sobre la Palabra de Dios, así como la comunicación de las experiencias personales de fe y de las preocupaciones apostólicas. La diferencia de edad, de formación, de carácter, aconsejan ser prudentes en exigirla indistintamente a toda la comunidad: es bueno recordar que no se pueden precipitar los tiempos de su realización.
Esta comunicación, donde se practica espontáneamente y de común acuerdo, nutre la fe y la esperanza, así como la estima y la confianza recíproca, favorece la reconciliación y alimenta la solidaridad fraterna en la oración.
17. Las palabras del Señor, «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1; cf 1 Tes 5,17), valen tanto para la oración personal como para la comunitaria. La comunidad religiosa, en efecto, vive constantemente ante su Señor, de cuya presencia debe tener continua conciencia. Sin embargo, la oración común tiene sus propios ritmos, cuya frecuencia (diaria, semanal, mensual, anual) es determinada por el derecho propio de cada instituto.
La oración en común, que reclama fidelidad en el horario, exige también y sobre todo perseverancia: «Porque en virtud de la perseverancia y del consuelo que nos vienen de las Escrituras, mantenemos viva nuestra esperanza (...), a fin de que con un solo espíritu y una sola voz demos gloria a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,4-6).
La fidelidad y la perseverancia ayudarán también a superar creativa y sabiamente las dificultades, propias de algunas comunidades, como la diversidad de tareas y, por tanto, de horarios, la sobrecarga absorbente de trabajo y las diversas formas de cansancio.
18. La oración a la Bienaventurada Virgen María, animada por el amor hacia ella, que nos conduce a imitarla, hace que su presencia ejemplar y maternal sea una gran ayuda en la fidelidad diaria a la oración (cf Hech 1,14), llegando a convertirse en vínculo de comunión para la comunidad religiosa(33).
La Madre del Señor contribuirá a configurar las comunidades religiosas según el modelo de "su" familia, la Familia de Nazaret, lugar que las comunidades religiosas deben frecuentar espiritualmente, porque allí se vivió de un modo admirable el Evangelio de la comunión y de la fraternidad.
19. También el impulso apostólico es sostenido y alimentado por la oración común. Por un lado, es una fuerza misteriosa transformante que abraza todas las realidades para redimir y ordenar el mundo; y, por otro, encuentra su estímulo en el ministerio apostólico: en las alegrías y en las dificultades cotidianas. Éstas se transforman en ocasión para buscar y descubrir la presencia y la acción del Señor.
20. Las comunidades religiosas más apostólicas y más vivas evangélicamente -contemplativas o activas- son las que poseen una rica experiencia de oración. En un momento como el nuestro, en el que se asiste a un cierto despertar de la búsqueda de la trascendencia, las comunidades religiosas pueden llegar a ser lugares privilegiados donde se experimentan los caminos que conducen a Dios.
«Como familia unida en el nombre del Señor, (la comunidad religiosa) es, por su misma naturaleza, el lugar donde se ha de poder alcanzar especialmente la experiencia de Dios y comunicársela a los demás»(34); en primer lugar a los propios hermanos de comunidad.
Las personas consagradas a Dios, hombres y mujeres, ¿dejarán de asistir a esta cita con la historia, no respondiendo a la «búsqueda de Dios» que sienten nuestros contemporáneos, induciéndoles, acaso, a buscar en otra parte, por caminos equivocados, cómo saciar su hambre de Absoluto?
Libertad personal y construcción de la fraternidad
21. «Llevad los unos las cargas de los otros, así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6,2).
En toda la dinámica comunitaria, Cristo, en su misterio pascual, sigue siendo el modelo de cómo se construye la unidad. El mandamiento del amor mutuo tiene precisamente en Él la fuente, el modelo y la medida, ya que debemos amarnos como Él nos ha amado. Y Él nos ha amado hasta dar la vida. Nuestra vida es participación en la caridad de Cristo, en su amor al Padre y a los hermanos, que es un amor que se olvida totalmente de sí mismo.
Pero todo esto no proviene de la naturaleza del «hombre viejo», que desea ciertamente la comunión y la unidad, pero no pretende ni quiere pagar su precio en términos de compromiso y de entrega personal. El camino que va del hombre viejo -que tiende a cerrarse en sí mismo- al hombre nuevo, que se entrega a los demás, es largo y fatigoso. Los santos Fundadores han insistido de una forma realista en las dificultades e insidias de este paso, conscientes de que la comunidad no se improvisa, porque no es algo espontáneo ni una realización que exija poco tiempo.
Para vivir como hermanos y como hermanas, es necesario un verdadero camino de liberación interior. Al igual que Israel, liberado de Egipto, llegó a ser Pueblo de Dios después de haber caminado largo tiempo en el desierto bajo la guía de Moisés, así también la comunidad, dentro de la Iglesia, pueblo de Dios, está constituida por personas a las que Cristo ha liberado y ha hecho capaces de amar como Él, mediante el don de su Amor liberador y la aceptación cordial de aquellos que Él nos ha dado como guías.
El amor de Cristo, derramado en nuestros corazones, nos impulsa a amar a los hermanos y hermanas hasta asumir sus debilidades, sus problemas, sus dificultades; en una palabra, hasta darnos a nosotros mismos.
22. Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites. Nada como la cruz de Cristo puede dar de un modo pleno y definitivo estas certezas y la libertad que deriva de ellas. Gracias a ellas, la persona consagrada se libera progresivamente de la necesidad de colocarse en el centro de todo y de poseer al otro, y del miedo a darse a los hermanos; aprende más bien a amar como Cristo la ha amado, con aquel mismo amor que ahora se ha derramado en su corazón y la hace capaz de olvidarse de sí misma y de darse como ha hecho el Señor.
En virtud de este amor, nace la comunidad como un conjunto de personas libres y liberadas por la cruz de Cristo.
23. Este camino de liberación, que conduce a la plena comunión y a la libertad de los hijos de Dios, exige, sin embargo, el coraje de la renuncia a sí mismos en la aceptación y acogida del otro, a partir de la autoridad.
Se ha hecho notar, desde distintos lugares, que ha sido éste uno de los puntos débiles del período de renovación a lo largo de estos años. Han crecido los conocimientos, se han estudiado diversos aspectos de la vida común, pero se ha atendido menos al compromiso ascético necesario e insustituible para toda liberación capaz de hacer que un grupo de personas sea una fraternidad cristiana.
La comunión es un don ofrecido que exige al mismo tiempo una respuesta, un paciente entrenamiento y una lucha para superar la simple espontaneidad y la volubilidad de los deseos. El altísimo ideal comunitario implica necesariamente la conversión de toda actitud que obstaculice la comunión.
La comunidad sin mística no tiene alma, pero sin ascesis no tiene cuerpo. Se necesita «sinergía» entre el don de Dios y el compromiso personal para construir una comunión encarnada, es decir, para dar carne y concreción a la gracia y al don de la comunión fraterna.
24. Es preciso admitir que estas afirmaciones suscitan problema hoy, tanto entre los jóvenes como entre los adultos. Con frecuencia los jóvenes provienen de una cultura que aprecia excesivamente la subjetividad y la búsqueda de la realización personal, mientras que a veces las personas adultas, o están ancladas en estructuras del pasado, o viven un cierto desencanto en relación con el «asamblearismo» de los años pasados, que fueron fuente de verbalismo y de incertidumbre.
Si es cierto que la comunión no existe sin la entrega de cada uno, es necesario que, desde el principio, se erradiquen las ilusiones de que todo tiene que venir de los otros y se ayude a descubrir con gratitud todo lo que se ha recibido y se está recibiendo de los demás. Hay que preparar desde el principio para ser constructores y no sólo miembros de la comunidad, para ser responsables los unos del crecimiento de los otros, como también para estar abiertos y disponibles a recibir cada uno el don del otro, siendo capaces de ayudar y de ser ayudados, de sustituir y de ser sustituidos.
Una vida común fraterna y compartida ejerce un natural encanto sobre los jóvenes, pero perseverar después en las reales condiciones de vida se puede convertir en una pesada carga. Por ello la formación inicial ha de llevar también a una toma de conciencia de los sacrificios que exige vivir en comunidad y a una aceptación de los mismos en orden a vivir una relación gozosa y verdaderamente fraterna, y a todas las demás actitudes típicas de un hombre interiormente libre(35); porque cuando uno se pierde por los hermanos se encuentra a sí mismo.
25. Además, es necesario recordar siempre que la realización de los religiosos y religiosas pasa a través de sus comunidades. Quien pretende vivir una vida independiente, al margen de la comunidad, no ha emprendido ciertamente el camino seguro de la perfección del propio estado.
Mientras la sociedad occidental aplaude a la persona independiente, que sabe realizarse por sí misma, al individualista seguro de sí, el Evangelio requiere personas que, como el grano de trigo, sepan morir a sí mismas para que renazca la vida fraterna(36).
De este modo, la comunidad se convierte en una «Schola Amoris» (escuela de amor) para jóvenes y adultos; una escuela donde se aprende a amar a Dios y a los hermanos y hermanas con quienes se vive, y a amar a la humanidad necesitada de la misericordia de Dios y de la solidaridad fraterna.
26. El ideal comunitario no debe hacer olvidar que toda realidad cristiana se edifica sobre la debilidad humana. La «comunidad ideal» perfecta no existe todavía. La perfecta comunión de los santos es la meta en la Jerusalén celeste.
Nuestro tiempo es de edificación y de construcción continuas, ya que siempre es posible mejorar y caminar juntos hacia la comunidad que sabe vivir el perdón y el amor. Las comunidades, por tanto, no pueden evitar todos los conflictos; la unidad que han de construir es una unidad que se establece al precio de la reconciliación(37). La situación de imperfección de las comunidades no debe descorazonar.
En efecto, las comunidades reemprenden cada día el camino, sostenidas por la enseñanza de los apóstoles: «Amaos los unos a los otros con afecto fraterno, rivalizando en la estima recíproca» (Rm 12,10); «tened los mismos sentimientos los unos para con los otros» (Rm 12,16); «acogeos los unos a los otros como Cristo os acogió» (Rm 15,7); «corregíos mutuamente» (Rm 15,14). «Respetaos los unos a los otros» (1 Cor 11,33); «por medio de la caridad poneos los unos al servicio de los otros» (Gal 5,13); «confortaos mutuamente» (1 Tes 5,11); «sobrellevaos los unos a los otros con amor» (Ef 4,2); «sed benévolos y misericordiosos los unos para con los otros perdonándoos mutuamente» (Ef 4,32); «someteos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5,21); «orad los unos por los otros» (Sant 5,16); «trataos los unos a los otros con humildad» (1 Pe 5,5); «estad en comunión los unos con los otros» (1 Jn 1,7); «no nos cansemos de hacer el bien a todos, principalmente a nuestros hermanos en la fe» (Gal 6,9-10).
27. Para favorecer la comunión de espíritus y de corazones de quienes han sido llamados a vivir juntos en una comunidad, es útil llamar la atención sobre la necesidad de cultivar las cualidades requeridas en toda relación humana: educación, amabilidad, sinceridad, control de sí, delicadeza, sentido del humor y espíritu de participación.
Los documentos del Magisterio de estos últimos años son ricos en sugerencias e indicaciones útiles para la convivencia comunitaria como: la alegre sencillez(38), la sinceridad y la confianza mutuas(39), la capacidad de diálogo(40), la adhesión sincera a una benéfica disciplina comunitaria(41).
28. No hay que olvidar, por fin, que la paz y el gozo de estar juntos siguen siendo uno de los signos del Reino de Dios. La alegría de vivir, aun en medio de las dificultades del camino humano y espiritual y de las tristezas cotidianas, forma ya parte del Reino. Esta alegría es fruto del Espíritu y abarca la sencillez de la existencia, el tejido banal de lo cotidiano. Una fraternidad sin alegría es una fraternidad que se apaga. Muy pronto sus miembros se verán tentados de buscar en otra parte lo que no pueden encontrar en su casa. Una fraternidad donde abunda la alegría es un verdadero don de lo Alto a los hermanos que saben pedirlo y que saben aceptarse y se comprometen en la vida fraterna confiando en la acción del Espíritu. Se cumplen, de este modo, las palabras del salmo: «Ved qué delicia y qué hermosura es vivir los hermanos unidos...; ahí el Señor da la bendición y la vida para siempre» (Sal 133,1-3), «porque, cuando viven juntos fraternalmente, se reúnen en la asamblea de la Iglesia, se sienten concordes en la caridad y en un solo querer»(42).
Este testimonio de alegría suscita un enorme atractivo hacia la vida religiosa, es una fuente de nuevas vocaciones y un apoyo para la perseverancia. Es muy importante cultivar esta alegría en la comunidad religiosa: el exceso de trabajo la puede apagar, el celo exagerado por algunas causas la puede hacer olvidar, el continuo cuestionarse sobre la propia identidad y sobre el propio futuro puede ensombrecerla.
Pero saber celebrar fiesta juntos, concederse momentos personales y comunitarios de distensión, tomar distancia de vez en cuando del propio trabajo, gozar con las alegrías del hermano, prestar atención solícita a las necesidades de los hermanos y hermanas, entregarse generosamente al trabajo apostólico, afrontar con misericordia las situaciones, salir al encuentro del futuro con la esperanza de hallar siempre y en todas partes al Señor: todo esto alimenta la serenidad, la paz y la alegría, y se convierte en fuerza para la acción apostólica.
La alegría es un espléndido testimonio de la dimensión evangélica de una comunidad religiosa, meta de un camino no exento de tribulación, pero posible, porque está sostenido por la oración: «Alegres en la esperanza, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración» (Rm 12,12).
29. En el proceso de renovación de estos años aparece que la comunicación es uno de los factores humanos que adquieren una creciente relevancia para la vida de la comunidad religiosa. La exigencia más sentida de incrementar la vida fraterna de una comunidad lleva consigo la correspondiente necesidad de una más amplia e intensa comunicación.
Para llegar a ser verdaderamente hermanos y hermanas es necesario conocerse. Para conocerse es muy importante comunicarse cada vez de forma más amplia y profunda. Se da hoy una atención mayor a los distintos aspectos de la comunicación, aunque en medida y en forma diversa según los distintos institutos y las diversas regiones del mundo.
30. La comunicación dentro de los institutos ha alcanzado un notable desarrollo. Han aumentado los encuentros regulares de sus miembros a nivel congregacional, regional y provincial, y los superiores normalmente envían cartas y ofrecen sugerencias y visitan con mayor frecuencia las comunidades, y se ha difundido el uso de boletines y periódicos internos.
Esta amplia comunicación, requerida a distintos niveles, dentro del respeto de la fisonomía propia del instituto, crea normalmente relaciones más estrechas, alimenta el espíritu de familia y la participación en todo lo que atañe al instituto entero, sensibiliza ante los problemas generales y une más a las personas consagradas en torno a la misión común.
31. También a nivel comunitario se ha comprobado que es altamente positivo haber tenido regularmente -con frecuencia, a ritmo semanal- encuentros en los que los religiosos y las religiosas comparten problemas de la comunidad, del instituto y de la Iglesia y dialogan sobre los principales documentos de la misma. Son momentos útiles también para escuchar a los otros, compartir las propias ideas, revisar y evaluar el camino recorrido, pensar y programar juntos.
La vida fraterna, especialmente en las comunidades más numerosas, necesita estos momentos para crecer. Son momentos que han de estar libres de cualquier otra ocupación; momentos importantes de comunicación también para crear sentido de corresponsabilidad y para situar el propio trabajo en el contexto más amplio de la vida religiosa, eclesial y del mundo -al que se ha sido enviado en misión-, y no sólo en el ámbito de la vida comunitaria. Es éste un camino que han de seguir recorriendo todas las comunidades, adaptando convenientemente sus ritmos y modalidades a las dimensiones de las mismas comunidades y a sus compromisos. En las comunidades contemplativas esto exige respeto del propio estilo de vida.
32. Pero esto no es todo. En muchas partes se siente la necesidad de una comunicación más intensa entre los religiosos de una misma comunidad. La falta y la pobreza de comunicación genera habitualmente un debilitamiento de la fraternidad a causa del desconocimiento de la vida del otro, que convierte en extraño al hermano y en anónima la relación, además de crear verdaderas y propias situaciones de aislamiento y de soledad.
En algunas comunidades se lamenta la escasa calidad de la comunicación fundamental de bienes espirituales: se comunican temas y problemas marginales, pero raramente se comparte lo que es vital y central en la vida consagrada.
Las consecuencias de esto pueden ser dolorosas, porque la experiencia espiritual adquiere insensiblemente connotaciones individualistas. Se favorece, además, la mentalidad de autogestión unida a la insensibilidad por el otro, mientras lentamente se van buscando relaciones significativas fuera de la comunidad.
Hay que afrontar el problema explícitamente: con tacto y atención y sin forzar las cosas; pero también con decisión y creatividad, buscando formas e instrumentos que puedan permitir a todos aprender progresivamente a compartir, en sencillez y fraternidad, los dones del Espíritu, a fin de que lleguen a ser verdaderamente de todos y sirvan para la edificación de todos (cf 1 Cor 12,7).
La comunión nace precisamente de la comunicación de los bienes del Espíritu, una comunicación de la fe y en la fe, donde el vínculo de fraternidad se hace tanto más fuerte cuanto más central y vital es lo que se pone en común. Este ejercicio de comunicación sirve también para aprender a comunicarse de verdad, permitiendo después a cada uno, en el apostolado, «confesar la propia fe» en términos fáciles y sencillos, a fin de que todos la puedan comprender y gustar.
Las formas de comunicar los dones espirituales pueden ser muy diversas. A parte de las ya señaladas -compartir la Palabra y la experiencia de Dios, discernimiento y proyecto comunitario-(43), se pueden recordar también la corrección fraterna, la revisión de vida y otras formas típicas de la tradición. Todos éstos son modos concretos de poner al servicio de los demás y de hacer que reviertan sobre la comunidad los dones que el Espíritu otorga abundantemente para su edificación y misión en el mundo.
Todo ello adquiere mayor importancia en este momento en que pueden convivir en una misma comunidad religiosos no sólo de diversas edades, sino de razas diversas, de distinta formación cultural y teológica, religiosos que han tenido muy diversas experiencias durante estos años tan agitados y de tanto pluralismo.
Sin diálogo y sin escucha se corre el riesgo de crear existencias yuxtapuestas o paralelas, lo que está muy lejos del ideal de la fraternidad.
33. Toda forma de comunicación implica itinerarios y dificultades psicológicas particulares que pueden ser enfrentadas positivamente, incluso con la ayuda de las ciencias humanas. Algunas comunidades se han beneficiado, por ejemplo, de la ayuda de expertos en comunicación y de profesionales en el campo de la psicología o de la sociología.
Se trata de medios excepcionales que deben ser valorados prudentemente y que pueden ser utilizados con moderación por comunidades deseosas de derribar el muro de separación que a veces se levanta dentro de la misma comunidad. Las técnicas humanas pueden ser útiles, pero no son suficientes. Es necesario para todos querer de verdad el bien del hermano, cultivando la capacidad evangélica de recibir de los otros todo lo que desean dar y comunicar, y, de hecho, comunican con su misma existencia.
«Tened unos mismos sentimientos y un mismo amor; sed cordiales y unánimes. Con gran humildad, estimad a los otros como superiores. Buscad los intereses de los otros y no sólo los vuestros. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil 2,2-5).
Sólo en este clima las diversas formas y técnicas de comunicación, compatibles con la vida religiosa, pueden alcanzar resultados que favorezcan el crecimiento de la fraternidad.
34. El considerable influjo que los medios de comunicación social ejercen sobre la vida y la mentalidad de nuestros contemporáneos, afecta también a las comunidades religiosas y no pocas veces condiciona la comunicación dentro de la mismas.
Así, pues, la comunidad, consciente de su influjo, se educa para utilizarlos en orden al crecimiento personal y comunitario con la claridad evangélica y la libertad interior de quien ha aprendido a conocer a Cristo (cf Gal 4,17-23). Esos medios, en efecto, proponen, y con frecuencia imponen, una mentalidad y un modelo de vida que debe ser confrontado continuamente con el Evangelio. A este propósito desde muchos lugares se pide una profunda formación a la recepción y al uso crítico y fecundo de esos medios. ¿Por qué no hacer de este tema objeto de valoración, de comprobación y de programación en los encuentros comunitarios periódicos?
En particular cuando la televisión se convierte en la única forma de recreación, obstaculiza y a veces impide la relación entre las personas, limita la comunicación fraterna, e incluso puede dañar la misma vida consagrada.
Se impone un justo equilibrio: el uso moderado y prudente de los medios de comunicación(44), acompañado por el discernimiento comunitario, puede ayudar a la comunidad a conocer mejor la complejidad del mundo de la cultura, puede permitir una recepción confrontada y crítica, y ayudar, finalmente, a valorar su impacto en vista de los diversos ministerios al servicio del Evangelio.
En coherencia con la opción por su específico estado de vida, caracterizado por una más marcada separación del mundo, las comunidades contemplativas deben sentirse mayormente comprometidas en mantener un ambiente de recogimiento, ateniéndose a las normas establecidas en las propias constituciones sobre el uso de los medios de comunicación social.
Comunidad religiosa y madurez de la persona
35. La comunidad religiosa, por el hecho mismo de ser una «Schola Amoris» (escuela de amor), que ayuda a crecer en el amor a Dios y a los hermanos, se convierte también en lugar de crecimiento humano. El proceso es exigente, ya que comporta la renuncia a bienes ciertamente muy estimables(45); pero no es imposible, como lo demuestra la lista de santos y santas y las maravillosas figuras de religiosos y religiosas que han demostrado que la consagración a Cristo «no se opone al verdadero progreso de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, lo promueve en gran medida»(46).
El camino hacia la madurez humana, premisa necesaria para una vida de irradiación evangélica, es un proceso que no conoce límites, porque comporta un continuo «enriquecimiento», no sólo en los valores espirituales, sino también en los de orden psicológico, cultural y social(47).
Los grandes cambios acaecidos en la cultura y en las costumbres, orientados de hecho más hacia las realidades materiales que hacia los valores espirituales, exigen que se preste mayor atención a algunas áreas en las que las personas consagradas parecen hoy particularmente vulnerables.
El proceso de madurez se consigue en la propia identificación con la llamada de Dios. Una identidad insegura puede impulsar, especialmente en los momentos de dificultad, hacia una realización malentendida: con una extrema necesidad de resultados positivos y de la aprobación por parte de los otros, con un exagerado miedo al fracaso y la depresión por la falta de éxito.
La identidad de la persona consagrada depende de la madurez espiritual: es obra del Espíritu, que impulsa a configurarse con Cristo, según la particular modalidad que nace del «carisma originario, mediación del Evangelio, para los miembros de un determinado Instituto»(48). Es muy importante, en estos casos, la ayuda de un guía espiritual, que conozca bien y respete la espiritualidad y la misión del instituto, para «discernir la acción de Dios, acompañar al hermano en las vías del Señor, alimentar la vida con sólida doctrina y con la vida de la oración»(49). Este acompañamiento, particularmente necesario en la formación inicial, resulta también útil para todo el resto de la vida, en orden a conseguir el «verdadero crecimiento en Cristo».
También la madurez cultural ayuda a afrontar los retos de la misión, asumiendo los instrumentos necesarios para discernir la marcha de los tiempos y para encontrar respuestas adecuadas, a través de las cuales el Evangelio se convierte en una continua propuesta alternativa a las propuestas mundanas, integrando su fuerza positiva y purificándolas de los fermentos del mal.
En esta dinámica la persona consagrada y la comunidad religiosa son propuesta evangélica que manifiesta la presencia de Cristo en el mundo(50).
La vida fraterna en común exige, por parte de todos, un buen equilibrio psicológico sobre cuya base pueda madurar la vida afectiva de cada uno. Componente fundamental de esta madurez, como hemos recordado antes, es la libertad afectiva, gracias a la cual el consagrado ama su vocación y ama según su vocación. Sólo esta libertad y madurez consienten precisamente vivir bien la afectividad, tanto dentro como fuera de la comunidad.
Amar la propia vocación, sentir la llamada como una razón válida para vivir y acoger la consagración como una realidad verdadera, bella y buena que comunica verdad, belleza y bondad a la propia existencia: todo esto hace a la persona fuerte y autónoma, segura de la propia identidad, no necesitada de apoyaturas ni de distintas compensaciones, incluso de tipo afectivo; y refuerza el vínculo que une al consagrado con aquellos que comparten con él la misma llamada. Con ellos, ante todo, se siente llamado a vivir relaciones de fraternidad y de amistad.
Amar la vocación es amar a la Iglesia, es amar al propio instituto y sentir la comunidad como la verdadera familia propia.
Amar según la propia vocación es amar con el estilo de quien, en toda relación humana, desea ser signo claro del amor de Dios, no avasalla a nadie ni trata de poseerle, sino que quiere bien al otro y quiere el bien del otro con la misma benevolencia de Dios.
Es necesaria, por tanto, una formación específica de la afectividad, que integre la dimensión humana con la dimensión más propiamente espiritual. A este propósito, el documento Potissimum Institutioni ofrece amplias y oportunas directrices acerca del discernimiento «sobre el equilibrio de la afectividad, particularmente del equilibrio sexual» y sobre la «capacidad de vivir en comunidad»(51).
Sin embargo, las dificultades en este campo son, con frecuencia, la caja de resonancia de problemas que proceden de otra parte; por ejemplo, una afectividad-sexualidad vivida en actitud narcisístico-adolescente, o rígidamente reprimida, puede ser consecuencia de experiencias negativas anteriores al ingreso en la comunidad, o también consecuencia de malestares comunitarios o apostólicos. Por eso es tan importante que exista una rica y cálida vida fraterna, que «lleva la carga» del hermano herido y necesitado de ayuda.
Si se necesita una cierta madurez para vivir en comunidad, se necesita igualmente una cordial vida fraterna para la madurez del religioso. Cuando se advierte una falta de autonomía afectiva en el hermano o en la hermana, la respuesta debería venir de la misma comunidad en términos de un amor rico y humano como el del Señor Jesús y el de tantos santos religiosos, un amor que comparte los temores y las alegrías, las dificultades y las esperanzas con ese calor que es propio de un corazón nuevo, que sabe acoger a la persona en su totalidad. Este amor solícito y respetuoso, no posesivo sino gratuito, debería llevar a experimentar de cerca el amor del Señor, ese amor que llevó al Hijo de Dios a proclamar, a través de la cruz, que no se puede dudar de ser amados por el Amor.
Una ocasión particular para el crecimiento humano y la madurez cristiana es la convivencia con personas que sufren, que no se encuentran a gusto en la comunidad, que por lo mismo son motivo de sufrimiento para los hermanos y que perturban la vida comunitaria.
Hay que preguntarse, ante todo, de dónde procede ese sufrimiento: de deficiencia de carácter, de trabajos que les resultan demasiado pesados, de graves lagunas en la formación, de los cambios demasiado rápidos de estos últimos años, de formas de gobierno excesivamente autoritarias, de dificultades espirituales.
Pueden darse también situaciones diversas, en las que la autoridad ha de recordar que la vida en común requiere, a veces, sacrificio y puede convertirse en una forma de «maxima pœnitentia».
Existen, por otra parte, situaciones y casos en los que es necesario recurrir a las ciencias humanas, sobre todo cuando hay personas claramente incapaces de vivir la vida comunitaria por problemas de madurez humana y de fragilidad psicológica o por factores prevalentemente patológicos.
El recurso a estas intervenciones ha resultado útil no sólo como terapia, en casos de psicopatología más o menos manifiesta, sino también como prevención para ayudar a una adecuada selección de los candidatos y para acompañar, en algunos casos, al equipo de formadores a afrontar problemas específicos pedagógico-formativos(52).
En todo caso, en la elección de los especialistas, hay que preferir a una persona creyente y que conozca bien la vida religiosa y sus propios dinamismos. Y tanto mejor si es una persona consagrada.
El uso de estos medios, por último, resultará verdaderamente eficaz si se hace con discreción y no se generaliza, incluso porque no resuelven todos los problemas y, por lo mismo, «no pueden sustituir a una auténtica dirección espiritual»(53).
39. El respeto a la persona, recomendado por el Concilio y por otros documentos(54), ha tenido un influjo positivo en la praxis comunitaria.
Sin embargo, al mismo tiempo se ha difundido también, con mayor o menor intensidad según las distintas regiones del mundo, el individualismo bajo las más diversas formas, como la necesidad de protagonismo y la exagerada insistencia sobre el propio bienestar físico, psíquico y profesional, la preferencia por un trabajo ejercido por cuenta propia o de prestigio y bien seguro, la prioridad absoluta dada a las propias aspiraciones personales y al propio camino individual, sin preocuparse de los demás y sin verdadera referencia a la comunidad.
Por otra parte, es necesario buscar el justo equilibrio, no siempre fácil de alcanzar, entre el respeto a la persona y el bien común, entre las exigencias y necesidades de cada uno y las de la comunidad, entre los carismas personales y el proyecto apostólico de la misma comunidad. Y esto dista tanto del individualismo disgregante como del comunitarismo nivelador. La comunidad religiosa es el lugar donde se verifica el cotidiano y paciente paso del «yo» al «nosotros», de mi compromiso al compromiso confiado a la comunidad, de la búsqueda de «mis cosas» a la búsqueda de las «cosas de Cristo».
La comunidad religiosa se convierte, entonces, en el lugar donde se aprende cada día a asumir aquella mentalidad renovada que permite vivir día a día la comunión fraterna con la riqueza de los diversos dones, y, al mismo tiempo, hace que estos dones converjan en la fraternidad y la corresponsabilidad en su proyecto apostólico.
40. Para conseguir esta «sinfonía» comunitaria y apostólica es preciso:
a) Celebrar y agradecer juntos el don común de la vocación y misión, don que trascienda en gran medida toda diferencia individual y cultural. Promover una actitud contemplativa ante la sabiduría de Dios, que ha enviado determinados hermanos a la comunidad para que sean un don los unos para los otros. Alabarle por lo que cada hermano transmite de la presencia y de la palabra de Cristo.
b) Cultivar el respeto mutuo, con el que se acepta el ritmo lento de los más débiles y, al mismo tiempo, no se ahoga el nacimiento de personalidades más ricas. Un respeto que favorece la creatividad, pero que es también una llamada a la responsabilidad y al compromiso para con los otros y a la solidaridad.
c) Orientar hacia la misión común, ya que todo instituto tiene su misión en la que cada uno debe colaborar según sus propios dones. El itinerario de la persona consagrada consiste precisamente en consagrar progresivamente al Señor todo lo que tiene y todo lo que es, en orden a la misión de su familia religiosa.
d) Recordar que la misión apostólica está confiada en primer lugar a la comunidad y que esto con frecuencia lleva consigo también la gestión de obras propias del instituto. La dedicación a ese apostolado comunitario hace que la persona consagrada madure y la lleva a crecer en su peculiar camino de santidad.
e) Conviene tener en cuenta que cada religioso, cuando recibe de la obediencia misiones personales, debe considerarse enviado por la comunidad. Ésta, a su vez, debe preocuparse de su actualización regular e intergrarlo en la verificación de los compromisos apostólicos y comunitarios.
Durante el tiempo de formación puede suceder que, no obstante la buena voluntad, resulte imposible conseguir la plena integración de los dones personales de una persona consagrada en la fraternidad y en la misión común. Es entonces cuando se debe plantear esta pregunta: «¿Los dones que Dios ha concedido a esa persona (...) son causa de unidad y hacen más profunda la comunión? Si la respuesta es afirmativa, han de ser bien acogidos. En caso contrario, por muy buenos que puedan parecer en sí mismos, y por muy valiosos que puedan parecer a algunos hermanos, no son aptos para este determinado Instituto. No es prudente, en efecto, permitir líneas de desarrollo muy divergentes, que no ofrecen un sólido fundamento de unidad en el Instituto»(55).
41. En estos años han aumentado las comunidades con un pequeño número de miembros, debido sobre todo a exigencias apostólicas. Éstas pueden también favorecer el desarrollo de relaciones más estrechas entre los religiosos, de oración más participada y una recíproca y más fraterna asunción de responsabilidades(56).
No faltan, sin embargo, también motivos discutibles, como la afinidad de gustos o de mentalidad. En este caso es fácil que la comunidad se cierre y pueda llegar a seleccionar sus componentes, aceptando o no a un hermano enviado por los superiores. Esto contradice la naturaleza misma de la comunidad religiosa y su condición de signo. La homogeneidad en la elección, además de debilitar la movilidad apostólica, hace perder vigor a la realidad pneumática de la comunidad, y vacía de su fuerza testimoniante la realidad espiritual que la rige.
El esfuerzo por aceptarse los unos a los otros y el empeño por superar las dificultades, que es típico de las comunidades heterogéneas, demuestra la trascendencia del motivo que las ha hecho surgir, o sea, «el poder de Dios que se manifiesta en la pobreza del hombre» (2 Cor 12,9-10).
En la comunidad se está juntos no porque nos hemos elegido los unos a los otros, sino porque hemos sido elegidos por el Señor.
42. Si la cultura occidental puede llevar al individualismo, que dificulta la vida fraterna en común, otras culturas pueden, por el contrario, llevar al comunitarismo, que dificulta la valorización de la persona humana. Todas las formas culturales han de ser evangelizadas.
La presencia de comunidades religiosas que, en un proceso de conversión, llegan a vivir una vida fraterna en la que la persona se pone a disposición de los hermanos, o en la que el «grupo» promueve a la persona, es un signo de la fuerza transformante del Evangelio y de la venida del Reino de Dios.
Los institutos internacionales, en los que conviven miembros de distintas culturas, pueden contribuir a un intercambio de dones, mediante el cual las distintas culturas se enriquecen y se corrigen mutuamente, en la tensión común por vivir cada vez más intensamente el Evangelio de la libertad personal y de la comunión fraterna.
Ser una comunidad en continua formación
43. La renovación comunitaria ha conseguido notables ventajas de la formación permanente. Recomendada y delineada en sus líneas fundamentales por el documento Potissimum Institutioni(57), es considerada de vital importancia para el futuro por todos los responsables de institutos religiosos.
No obstante algunos problemas -dificultad para hacer una síntesis entre sus diversos aspectos y para sensibilizar a todos los miembros de una comunidad, exigencias absorbentes del apostolado y justo equilibrio entre actividad y formación-, la mayor parte de los institutos ha promovido iniciativas a este respecto, tanto a nivel general como a nivel local.
Una de las finalidades de estas iniciativas es formar comunidades maduras, evangélicas, fraternas, capaces de continuar la formación permanente en la vida diaria. La comunidad religiosa, en efecto, es el lugar donde las grandes orientaciones se hacen operativas, gracias a la paciente y tenaz mediación cotidiana. La comunidad religiosa es la sede y el ambiente natural del proceso de crecimiento de todos, donde cada uno se hace corresponsable del crecimiento del otro. La comunidad religiosa es, además, el lugar donde, día a día, se nos ayuda a responder, como personas consagradas portadoras de un carisma común, a las necesidades de los más postergados y a los retos de la nueva sociedad.
No es infrecuente que, ante a los problemas que se deben afrontar, sean diversas las respuestas, con evidentes consecuencias en la vida comunitaria. De ahí la constatación de que uno de los objetivos más sentidos hoy sea el de integrar a personas de diversa formación y de visiones apostólicas distintas en una misma vida comunitaria, donde las diferencias no sean tanto ocasión de contraste cuanto momentos de mutuo enriquecimiento. En este contexto diversificado y en continuo cambio, resulta cada vez más importante la misión de crear comunión propia de los responsables de comunidad, para quienes es oportuno prever ayudas específicas por parte de la formación permanente, en orden a su tarea de animación de la vida fraterna y apostólica.
Partiendo de la experiencia de estos últimos años, dos aspectos merecen aquí una atención particular: la dimensión comunitaria de los consejos evangélicos y el carisma.
44. La dimensión comunitaria de los consejos evangélicos. La profesión religiosa es expresión del don de sí mismo a Dios y a la Iglesia, pero, de un don vivido en la comunidad de una familia religiosa. El religiosos no es sólo un «llamado» con una vocación individual, sino que es un «convocado», un llamado junto con otros con los cuales «comparte» la existencia cotidiana.
Se da una convergencia de «sí» a Dios que une a los distintos consagrados en una misma comunidad de vida. Los religiosos, consagrados juntos, unidos en el mismo «sí», unidos en el Espíritu Santo, descubren cada día que su seguimiento de Cristo «obediente, pobre y casto» se vive en la fraternidad, como los discípulos que seguían a Jesús en su ministerio: unidos a Cristo y, por lo tanto, llamados a estar unidos entre sí; unidos en la misión de oponerse proféticamente a la idolatría del poder, del tener y del placer(58).
De este modo, la obediencia liga y une las diversas voluntades en una misma comunidad fraterna, que tiene una misión específica que cumplir en la Iglesia.
La obediencia es un «sí» al plan de Dios, que ha confiado una peculiar tarea a un grupo de personas. Implica un vínculo con la misión; pero, también con la comunidad, que debe realizar aquí y ahora, y también juntos, su servicio; exige además mirar lúcidamente con fe tanto a los superiores que «desempeñan una tarea de servicio y de guía»(59) y deben tutelar la conformidad del trabajo apostólico con la misión. Y así, en comunión con ellos, se debe cumplir la voluntad de Dios, que es la única que puede salvar.
La pobreza, o sea, la comunicación de bienes -incluso de los bienes espirituales-, ha sido desde el principio la base misma de la comunión fraterna. La pobreza de cada uno, que implica un estilo de vida sencillo y austero, no sólo libera de las preocupaciones inherentes a los bienes personales, sino que siempre ha enriquecido a la comunidad, que ha podido, de este modo, dedicarse más eficazmente al servicio de Dios y de los pobres.
La pobreza incluye la dimensión económica. Poder disponer del dinero como si fuese propio, sea para sí mismo, sea para los propios familiares, llevar un estilo de vida muy diverso del resto de los hermanos y de la sociedad pobre en la que con frecuencia se vive, son cosas que lesionan y debilitan la vida fraterna.
También la «pobreza de espíritu», la humildad, la sencillez, el reconocimiento de los dones de los otros, el aprecio de las realidades evangélicas, como «la vida escondida con Cristo en Dios», la estima por el sacrificio oculto, la valoración de los postergados, la dedicación a tareas no retribuidas ni reconocidas..., son otros tantos aspectos unitivos de la vida fraterna realizados por la pobreza profesada.
Una comunidad de «pobres» es capaz de ser solidaria con los pobres y de manifestar cuál es el corazón de la evangelización, porque presenta, en concreto, la fuerza transformadora de las bienaventuranzas.
En la dimensión comunitaria la castidad consagrada, que implica también una gran pureza de mente, de corazón y de cuerpo, expresa una gran libertad para amar a Dios y todo lo que es suyo con amor indiviso, y por lo mismo una total disponibilidad de amar y servir a todos los hombres haciendo presente el amor de Cristo. Este amor no egoísta ni exclusivo, no posesivo ni esclavo de la pasión, sino universal y desinteresado, libre y liberador, tan necesario para la misión, se cultiva y crece en la vida fraterna. Así los que viven el celibato consagrado «evocan aquel maravilloso connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por esposo único a Cristo»(60).
Esta dimensión comunitaria de los votos necesita un continuo cuidado y una continua profundización: cuidado y profundización propios de la formación permanente.
45. El carisma. Es éste el segundo aspecto que ha de ser privilegiado en la formación permanente en orden al crecimiento de la vida fraterna.
«La consagración religiosa establece una particular comunión entre el religioso y Dios y -en Él- entre los miembros de un mismo Instituto(...). Su fundamento es la comunión en Cristo establecida por el único carisma originario»(61).
La referencia al propio Fundador y al carisma, tal como ha sido vivido y comunicado por él y después custodiado, profundizado y desarrollado a lo largo de toda la vida del instituto(62), es, por tanto, un elemento fundamental para la unidad de la comunidad.
Vivir en comunidad es, en realidad, vivir todos juntos la voluntad de Dios, según la orientación del don carismático, que el Fundador ha recibido de Dios y ha transmitido a sus discípulos y continuadores.
La renovación llevada a cabo durante estos últimos años, al poner de relieve la importancia del carisma originario, también por medio de una profunda reflexión teológica(63), ha favorecido la unidad de la comunidad, que tiene la conciencia de ser portadora de un mismo don del Espíritu, que ha de compartir con los hermanos y con el cual puede enriquecer a la Iglesia «para la vida del mundo». Por esta razón, resultan muy provechosos aquellos programas de formación que comprenden cursos periódicos de estudio y de reflexión orante sobre el Fundador, el carisma y las constituciones.
La profunda comprensión del carisma lleva a una clara visión de la propia identidad, en torno a la cual es más fácil crear unidad y comunión. Ella permite, además, una adaptación creativa a las nuevas situaciones, y esto ofrece perspectivas positivas para el futuro de un instituto.
La falta de esa claridad puede fácilmente crear incertidumbre en los objetivos y vulnerabilidad respecto a los condicionamientos ambientales y a las corrientes culturales, e incluso respecto a las distintas necesidades apostólicas, además de crear incapacidad para adaptarse y renovarse.
46. Es, por tanto, necesario cultivar la identidad carismática, incluso para evitar una creciente indiferenciación que constituye un verdadero peligro para la vitalidad de la comunidad religiosa.
A este propósito, se han indicado algunas situaciones que, en los últimos años, han lesionado y, en algunas partes, todavía lesionan a las comunidades religiosas:
- la modalidad «indiferenciada» -o sea, sin la específica mediación del propio carisma-, al considerar ciertas indicaciones de la Iglesia particular, o ciertas sugerencias provenientes de diversas espiritualidades;
- un modo de pertenencia a algunos movimientos eclesiales, que expone a algunos religiosos al fenómeno ambiguo de la «doble identidad»;
- una cierta acomodación a la índole propia de los seglares, en las indispensables o, con frecuencia, fructuosas relaciones con ellos, sobre todo cuando son colaboradores; y, de este modo, en vez de ofrecer el propio testimonio religioso como un don fraterno que sirva de fermento a su autenticidad cristiana, se llega a ser como ellos, asumiendo sus modos de ver y de actuar, reduciendo así la aportación específica de la propia consagración;
- una excesiva condescendencia respecto a las exigencias de la familia, a los ideales de la nación, de la raza y de la tribu, del grupo social, que implican el peligro de orientar el carisma hacia posiciones e intereses partidistas.
La indiferenciación, que reduce la vida religiosa a un mínimo y desvaído común denominador, lleva a hacer desaparecer la belleza y la fecundidad de la multiplicidad de los carismas suscitados por el Espíritu.
La autoridad al servicio de la fraternidad
47. Existe una opinión generalizada de que la evolución de estos últimos años ha contribuido a hacer madurar la vida fraterna en las comunidades. En muchas de ellas el clima de convivencia ha mejorado; se ha facilitado la participación activa de todos; se ha pasado de una vida en común, demasiado basada en la observancia, a una vida más atenta a las necesidades de cada uno y más esmerada a nivel humano. Se considera, en general, como uno de los frutos más claros de la renovación, llevada a cabo durante estos años, el esfuerzo por construir comunidades en las que se pueda vivir de verdad, menos formalistas, menos autoritarias, más fraternas y más participativas.
48. Sin embargo, este desarrollo positivo ha ido acompañado, en algunos lugares, de un cierto sentido de desconfianza con respecto a la autoridad.
El deseo de una comunión más profunda entre los miembros y la reacción comprensible hacia estructuras consideradas demasiado autoritarias y rígidas, ha llevado a no comprender en todo su alcance la misión de la autoridad, hasta el punto de ser considerada por algunos, incluso, como no necesaria para la vida de la comunidad, y, por otros, reducida al simple papel de coordinar las iniciativas de los miembros. De este modo, algunas comunidades se han visto inducidas a vivir sin una autoridad y otras a tomar todas las decisiones colegialmente. Todo esto lleva consigo el peligro, no sólo hipotético, de destruir la vida comunitaria, que tiende inevitablemente a favorecer el individualismo, y, al mismo tiempo, a oscurecer la misión de la autoridad, misión necesaria no sólo para el crecimiento de la vida fraterna en la comunidad, sino también para el itinerario espiritual de la persona consagrada.
Por otra parte, los resultados de estas experiencias están llevando progresivamente a redescubrir la necesidad y la función de una autoridad personal siguiendo toda la tradición de la vida religiosa.
Si el clima democrático, hoy tan difundido, ha podido favorecer el sentido de corresponsabilidad y de participación de todos en la toma de decisiones, incluso dentro de la comunidad religiosa, no se puede olvidar que la fraternidad no es sólo fruto del esfuerzo humano, sino también, y sobre todo, don de Dios; un don que exige la obediencia a la Palabra de Dios, y, en la vida religiosa, también a la autoridad, que recuerda esa Palabra y la aplica a las situaciones concretas, según el espíritu del instituto.
«Os pedimos, hermanos, que tengáis en consideración a los que trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y os amonestan. Tenedles en la mayor estima, con amor por su trabajo» (1 Tes 5,12-13). La comunidad cristiana no es, en efecto, un grupo anónimo, sino que está presidida desde su mismo origen por sus dirigentes, para los cuales el Apóstol pide consideración, respeto y caridad.
En las comunidades religiosas la autoridad, a la que se debe atención y respeto, incluso en virtud de la profesión de obediencia, está puesta también al servicio de la fraternidad, de su edificación y de la consecución de sus fines espirituales y apostólicos.
49. La renovación llevada a cabo durante estos años ha contribuido a delinear una nueva imagen de la autoridad, en referencia más estrecha a sus raíces evangélicas, y, por lo mismo, al servicio del progreso espiritual de cada uno y de la edificación de la vida fraterna en la comunidad.
Cada comunidad tiene su propia misión que cumplir. Por eso el servicio de la autoridad se dirige a una comunidad que debe desempeñar una misión particular, recibida del instituto y en conformidad con su carisma. Del mismo modo que existen diversas misiones, existen también diversos tipos de comunidad y, por lo tanto, diversas maneras de ejercer la autoridad. También por esta razón la vida religiosa tiene en su seno distintos modos de desempeñar y de ejercer la autoridad, definidos por el derecho propio.
La autoridad es siempre evangélicamente un servicio.
50. La renovación de estos últimos años lleva a privilegiar algunos aspectos de la autoridad.
a) Una autoridad espiritual
Si las personas consagradas se han dedicado al servicio total de Dios, la autoridad favorece y sostiene esta consagración. En cierto sentido se la puede considerar como «sierva de los siervos de Dios». La autoridad tiene la misión primordial de construir, junto con sus hermanos y hermanas, «comunidades fraternas en las que se busque a Dios y se le ame sobre todas las cosas»(64). Es necesario, por tanto, que sea, ante todo, una persona espiritual, convencida de la primacía de lo espiritual, tanto en lo que se refiere a la vida personal como en la edificación de la vida fraterna; es decir, que sea consciente de que, cuanto más crece el amor de Dios en los corazones, tanto más se unen esos mismos corazones entre sí.
Su misión prioritaria consiste, pues, en la animación espiritual, comunitaria y apostólica de su comunidad.
b) Una autoridad creadora de unidad
Una autoridad creadora de unidad es la que se preocupa de crear un clima favorable para la comunicación y la corresponsabilidad, suscita la aportación de todos a las cosas de todos, anima a los hermanos a asumir las responsabilidades y las sabe respetar, «suscita la obediencia de los religiosos, con reverencia a la persona humana»(65), los escucha de buen grado y promueve su colaboración concorde para el bien del Instituto y de la Iglesia(66), practica el diálogo y ofrece momentos oportunos de encuentro, sabe infundir aliento y esperanza en los momentos difíciles, y sabe también mirar hacia adelante para abrir nuevos horizontes a la misión. Y, además, esta autoridad trata de mantener el equilibrio entre las diversas dimensiones de la vida comunitaria: equilibrio entre oración y trabajo, apostolado y formación, compromisos apostólicos y descanso.
La autoridad del superior y de la superiora se ordena a que la casa religiosa no sea simplemente un lugar de residencia, un grupo de individuos, cada uno de los cuales vive su propia vida, sino una «comunidad fraterna en Cristo»(67).
c) Una autoridad, que sabe tomar la decisión final y garantiza su ejecución
El discernimiento comunitario es un procedimiento muy útil, aunque no fácil ni automático, ya que exige competencia humana, sabiduría espiritual y desprendimiento personal. Allí donde se practica con fe y seriedad, puede ofrecer a la autoridad las mejores condiciones para tomar las decisiones necesarias en orden al bien de la vida fraterna y de la misión.
Una vez tomada una decisión, en conformidad con las normas del derecho propio, se requiere constancia y fortaleza por parte del superior para que lo decidido no se quede sólo en letra muerta.
51. Además es necesario que el derecho propio sea lo más exacto posible al establecer las respectivas competencias de la comunidad, de los diversos consejos, de los responsables de cada sección y del superior. La falta de claridad en este punto es fuente de confusión y de problemas.
También los «proyectos comunitarios», que pueden favorecer la participación en la vida comunitaria y en su misión en los diversos contextos, deberían definir muy bien el papel y la competencia de la autoridad, respetando siempre las constituciones.
52. Una comunidad fraterna y unida está llamada a ser cada vez más un elemento importante y elocuente de la contracultura del Evangelio, sal de la tierra y luz del mundo.
Así, por ejemplo, si en la sociedad occidental, insidiada por el individualismo, la comunidad religiosa está llamada a ser un signo profético de que es posible realizar en Cristo la fraternidad y la solidaridad; por el contrario, en la culturas amenazadas por el autoritarismo o por el comunitarismo, la comunidad religiosa está llamada a ser un signo de respeto y de la promoción de la persona humana, así como también en el ejercicio de la autoridad en conformidad con la voluntad de Dios.
La comunidad religiosa, en efecto, al mismo tiempo que debe asumir la cultura del lugar, está llamada también a purificarla y a elevarla por medio de la sal y de la luz del Evangelio, presentando, en la auténtica vida fraterna, una síntesis concreta de lo que es, no sólo una una evangelización de la cultura, sino también una inculturación evangelizadora y una evangelización inculturada.
53. No se puede, por fin, olvidar que, en toda esta delicada, compleja y frecuentemente dolorosa cuestión, juega un papel decisivo la fe, que permite comprender el misterio salvífico de la obediencia(68). Efectivamente, así como de la desobediencia de un hombre vino la desintegración de la familia humana, y en la obediencia del Hombre nuevo ha comenzado su reconstrucción (cf Rm 5,19), así también la actitud obediente será siempre una fuerza indispensable para toda vida familiar.
La vida religiosa ha vivido siempre de esta convicción de fe y, también hoy, está llamada a vivirla con decisión para no correr en vano en la búsqueda de relaciones fraternas y para ser una realidad evangélicamente relevante en la Iglesia y en la sociedad.
54. La relación entre vida fraterna y actividad apostólica, particularmente en los institutos dedicados a las obras de apostolado, no ha sido siempre clara y ha provocado no raramente tensiones, tanto en cada una de las personas como en la comunidad. Para alguno, «formar comunidad» es considerado como un obstáculo para la misión, casi una pérdida de tiempo en cuestiones más bien secundarias. Hay que recordar a todos que la comunión fraterna en cuanto tal es ya apostolado; es decir, contribuye directamente a la evangelización. El signo por excelencia, dejado por el Señor, es el de la fraternidad auténtica: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros» (Jn 13,35).
Al mismo tiempo que el Señor envía a sus discípulos a predicar el Evangelio a toda criatura (cf Mt 28,19-20), los llama a vivir unidos «para que el mundo crea» que Jesús es el enviado del Padre, al que se debe prestar la plena adhesión de la fe (Jn 17,21). El signo de la fraternidad es, por lo mismo, sumamente importante, porque es el signo que muestra el origen divino del mensaje cristiano y posee la fuerza para abrir los corazones a la fe. Por eso «toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de la vida fraterna en común»(69).
55. La comunidad religiosa, si cultiva en sí misma la vida fraterna, y en la medida en que la cultiva, tiene presente, de forma continua y visible, este «signo», que la Iglesia necesita sobre todo en la tarea de la nueva evangelización.
También, precisamente por esto, la Iglesia valora tanto la vida fraterna de las comunidades religiosas. Cuanto más intenso es el amor fraterno, mayor es la credibilidad del mensaje anunciado y mejor se percibe el corazón del misterio de la Iglesia como sacramento de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí(70).
La vida fraterna, sin serlo «todo» en la misión de la comunidad religiosa, es un elemento esencial de la misma. La vida fraterna es tan importante como la acción apostólica.
No es lícito, pues, invocar las necesidades del servicio apostólico para admitir o justificar comunidades mediocres. La actividad de los religiosos debe ser actividad de personas que viven en comunidad y que informan de espíritu comunitario toda su acción, y que tienden a difundir el espíritu fraterno con la palabra, la acción y el ejemplo.
Situaciones particulares, que se tratan a continuación, pueden exigir adaptaciones, que, sin embargo, no deben ser tales que impidan al religioso vivir la comunión y el espíritu de la propia comunidad.
56. La comunidad religiosa, consciente de sus responsabilidades con respecto a la gran fraternidad, que es la Iglesia, se convierte también en un signo de que se puede vivir la fraternidad cristiana, como también del precio que hay que pagar para la edificación de toda forma de vida fraterna.
Además, en medio de las distintas sociedades de nuestro planeta, agitadas por pasiones e intereses opuestos que las dividen, deseosas de unidad, pero desorientadas sobre el camino que han de seguir, la presencia de comunidades donde se encuentran, como hermanos y hermanas, personas de diferentes edades, lenguas y culturas, y que, no obstante los inevitables conflictos y dificultades que una vida en común lleva consigo, se mantienen unidas, es ya un signo que atestigua algo más elevado, que obliga a mirar más arriba.
«Las comunidades religiosas, que anuncian con su vida el gozo y el valor humano y sobrenatural de la fraternidad cristiana, manifiestan a nuestra sociedad con la elocuencia de los hechos la fuerza transformadora de la Buena Nueva»(71).
«Y, por encima de todo, el amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3,14): el amor tal como Jesucristo lo enseñó y vivió y nos ha sido comunicado por su Espíritu. Este amor, que une, es el mismo que impulsa a comunicar también a los otros la experiencia de comunión con Dios y con los hermanos; es decir, crea apóstoles, impulsando a las comunidades hacia la misión, sea contemplativa, sea anunciadora de la Palabra, o se dedique al ministerio de la caridad. El amor de Dios quiere llenar el mundo; de este modo la comunidad fraterna se hace misionera de este amor y signo concreto de su fuerza unificante.
57. La calidad de la vida fraterna también incide poderosamente en la perseverancia de cada religioso.
Así como una baja calidad de vida fraterna ha sido aducida frecuentemente como motivo de no pocos abandonos, también la fraternidad vivida auténticamente ha constituido y sigue constituyendo todavía un valioso apoyo para la perseverancia de muchos.
En una comunidad verdaderamente fraterna, cada uno se siente corresponsable de la fidelidad del otro; todos contribuyen a crear un clima sereno de comunicación de vida, de comprensión y de ayuda mutua; cada uno está atento a los momentos de cansancio, de sufrimiento, de soledad, de desánimo del hermano, y ofrece su apoyo a quien está entristecido por las dificultades y las pruebas.
De este modo, la comunidad religiosa, que alienta la perseverancia de los hermanos, adquiere también la fuerza de signo de la perenne fidelidad de Dios, y, por eso, de apoyo para la fe y para la fidelidad de los cristianos, inmersos en los avatares de este mundo, que parece conocer cada vez menos los caminos de la fidelidad.
III. LA COMUNIDAD RELIGIOSA, LUGAR Y SUJETO DE LA MISIÓN
58. Como el Espíritu Santo ungió a la Iglesia ya en el Cenáculo para enviarla a evangelizar el mundo, así también cada comunidad religiosa, como auténtica comunidad pneumática del Resucitado, es, por su misma naturaleza, apostólica.
En efecto, «la comunión genera comunión y se configura esencialmente como comunión misionera... La comunión y la misión están profundamente unidas, se compenetran y se implican naturalmente, hasta el punto de que la comunión representa la fuente y, al mismo tiempo, el fruto de la misión, la comunión es misionera y la misión es en orden a la comunión»(72).
Toda comunidad religiosa, incluso la específicamente contemplativa, no se repliega sobre sí misma, sino que se hace anuncio, «diakonía» y testimonio profético. El Resucitado, que vive en ella, comunicándole su Espíritu, la hace testigo de la resurrección.
Antes de reflexionar sobre algunas situaciones particulares que la comunidad religiosa ha de afrontar hoy en los diversos contextos de todo el mundo, para ser fiel a su misión específica, es oportuno considerar aquí la peculiar relación que existe entre los diversos tipos de comunidad religiosa y la misión que están llamados a desarrollar.
59. a) El Concilio Vaticano II ha afirmado: «Pongan los religiosos el mayor cuidado, a fin de que, por medio de ellos, la Iglesia haga realmente y de modo comunitario visible a Cristo, cada día mejor, ante fieles e infieles: ya entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el Reino de Dios a las multitudes o curando a los enfermos y pacientes, y convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos, siempre en obediencia a la voluntad del Padre que lo envió»(73).
De la participación en las distintas dimensiones de la misión de Cristo, el Espíritu suscita diversas familias religiosas, caracterizadas por distintas misiones y, en consecuencia, por distintas formas de comunidad.
b) La comunidad de tipo contemplativo (que representa a Cristo orando en el monte) se centra en la doble comunión con Dios y entre sus miembros. Ésta tiene una proyección apostólica eficacísima, que, sin embargo, permanece en buena parte escondida en el misterio. La comunidad religiosa «apostólica» (que representa a Cristo en medio de las multitudes) es consagrada para un servicio activo al prójimo caracterizado por un carisma particular.
Entre las «comunidades apostólicas», algunas se centran más en la vida común, de tal manera que el apostolado depende de la posibilidad de formar comunidad, mientras que otras están decididamente orientadas a la misión, por lo que el tipo de comunidad depende del tipo de misión. Los institutos llamados claramente a formas específicas de servicio apostólico, acentúan la prioridad de toda la familia religiosa, considerada como un solo cuerpo apostólico y como una gran comunidad a la que el Espíritu ha dado una misión a desarrollar en la Iglesia. La comunión que anima y reúne a la gran familia se vive concretamente en cada una de las comunidades locales, a las que se confía la realización de la misión según las diversas necesidades.
Hay, por tanto, diversos tipos de comunidades religiosas, que han venido existiendo a través de los siglos, como la monástica, la conventual y la comunidad religiosa activa o «diaconal».
«La vida común vivida en comunidad» no tiene, pues, el mismo significado para todos los religiosos. Los religiosos monjes, los conventuales y los de vida activa conservan legítimas diferencias en el modo de comprender y de vivir la comunidad religiosa.
Esta diversidad está expresada en las constituciones, que, al describir la fisonomía del instituto, describen también la fisonomía de la comunidad religiosa.
c) Es convicción general, especialmente para las comunidades religiosas dedicadas a obras de apostolado, que resulta difícil encontrar, en la práctica cotidiana, el justo equilibrio entre comunidad y tarea apostólica. Si es peligroso contraponer las dos dimensiones, no es, sin embargo, fácil armonizarlas. También ésta es una de las fecundas tensiones de la vida religiosa, que tiene la misión de hacer crecer al mismo tiempo tanto al "discípulo", que debe vivir con Jesús y con el grupo de los que le siguen, como al "apóstol", que debe participar en la misión del Señor.
d) La diversidad de exigencias apostólicas, en estos últimos años, ha hecho coexistir frecuentemente, dentro del mismo instituto, comunidades notablemente diferenciadas: comunidades numerosas bastante estructuradas, y pequeñas comunidades mucho más flexibles, aunque sin perder la auténtica fisonomía comunitaria de la vida religiosa.
Todo esto influye mucho en la vida del instituto y en su misma fisonomía, ya no tan compacta como en otro tiempo, sino más diversificada y con distintas formas de comunidad religiosa.
e) En algunos institutos la tendencia a prestar mayor atención a la misión que a la comunidad, así como la de favorecer más la diversidad que la unidad, ha influido profundamente en la vida fraterna en común, hasta el punto de convertirla, a veces, casi en algo opcional, más bien que en algo integrante de la vida religiosa.
Las consecuencias que de aquí se han seguido no han sido ciertamente positivas; y, por eso, obligan a plantear serios interrogantes sobre la oportunidad de continuar en este camino, y orientan, más bien, a redescubrir la intrínseca relación que existe entre comunidad y misión, en orden a superar creativamente los extremos que empobrecen la valiosa realidad de la vida religiosa.
60. Con su presencia misionera la comunidad religiosa se coloca en una determinada Iglesia particular a la que comunica la riqueza de su consagración, de su vida fraterna y de su carisma.
Con su simple presencia no sólo lleva en sí misma la riqueza de la vida cristiana, sino que al mismo tiempo es un anuncio particularmente eficaz del mensaje cristiano. Se puede decir que es una predicación viva y continua. Esta condición objetiva, que evidentemente responsabiliza a los religiosos, comprometiéndolos a ser fieles a ésta su primera misión, corrigiendo y eliminando todo lo que puede atenuar o debilitar el efecto atrayente de esta imagen suya, hace sumamente deseada y preciosa su presencia en la Iglesia particular, antecedentemente a cualquier otra consideración.
Por ser la caridad el carisma mayor de todos (cf 1 Cor 13,13), la comunidad religiosa enriquece a la Iglesia, de la que es parte viva, ante todo, con su propio amor. Ama a la Iglesia universal y a esta Iglesia particular en la que está inserta, porque es en la Iglesia y como Iglesia donde ella se sabe en comunión viva con la Trinidad, bienaventurada y beatificante, fuente de todos los bienes, y de este modo se convierte en manifestación privilegiada de la íntima naturaleza de la misma Iglesia.
Ama a su Iglesia particular, la enriquece con sus propios carismas y la abre a una dimensión más universal. Las delicadas relaciones entre las exigencias pastorales de la Iglesia particular y la especificidad carismática de la comunidad religiosa han sido estudiadas por el documento Mutuæ Relationes, que, con sus indicaciones teológicas y pastorales, ha contribuido notablemente a una más cordial e intensa colaboración. Ha llegado el momento de tomarlo de nuevo en las manos para imprimir un ulterior impulso al espíritu de verdadera comunión entre comunidad religiosa e Iglesia particular.
Las crecientes dificultades de la misión y de la escasez de personal pueden ser una tentación de aislamiento, tanto para la comunidad religiosa como para la Iglesia particular; lo que ciertamente no favorece la comprensión ni la colaboración mutua.
De este modo, por una parte, la comunidad religiosa corre el riesgo de estar presente en la Iglesia particular sin un vínculo orgánico con su vida y su pastoral; por otra parte, se tiende a reducir la vida religiosa únicamente a las tareas pastorales. Más aún, si la vida religiosa tiende a subrayar con fuerza creciente la propia identidad carismática, la Iglesia particular exige con frecuencia, de forma urgente y apremiante, energías para su pastoral diocesana o parroquial. El Mutuæ Relationes rechaza tanto el aislamiento y la independencia de la comunidad religiosa con respecto a la Iglesia particular, como su práctica absorción en el ámbito de la Iglesia particular.
Del mismo modo que la comunidad religiosa no puede actuar independientemente o de forma alternativa, ni menos aún contra las directrices y la pastoral de la Iglesia particular, tampoco la Iglesia particular puede disponer caprichosamente, o según sus necesidades, de la comunidad religiosa o de algunos de sus miembros.
Es preciso recordar que no tener suficientemente en cuenta el carisma de una comunidad religiosa no beneficia ni a la Iglesia particular ni a la misma comunidad. Sólo si tiene una precisa identidad carismática, puede insertarse en la «pastoral de conjunto», sin perder su propia naturaleza, sino más bien enriqueciéndola con su propio don.
No hay que olvidar que todo carisma nace en la Iglesia y para el mundo, y debe remitirse siempre a sus orígenes y a su fin, y permanece vivo en la medida en que es fiel a ellos.
La Iglesia y el mundo permiten interpretarlo, lo mantienen vivo y lo impulsan hacia una creciente actualidad y vitalidad. Carisma e Iglesia particular no pueden nunca contraponerse, sino apoyarse y complementarse, especialmente en este momento en que surgen no pocos problemas de actualización del carisma y de su inserción en la realidad cambiante.
En la base de muchas incomprensiones, está, tal vez, el fragmentario conocimiento recíproco tanto de la Iglesia particular como de la vida religiosa y de la misión del obispo con respecto a ésta.
Se recomienda vivamente que no falte un curso específico de teología de la vida consagrada en los seminarios teológicos diocesanos, donde sea estudiada en sus aspectos dogmático-jurídico-pastorales, como tampoco los religiosos carezcan de una adecuada formación teológica sobre la Iglesia particular(74).
Pero, sobre todo, una comunidad religiosa fraterna sentirá de verdad el deber de difundir ese clima de comunión, que ayuda a toda la comunidad cristiana a sentirse la «Familia de los hijos de Dios».
En las parroquias, en algunos casos, resulta difícil coordinar la vida parroquial con la vida comunitaria.
En algunas regiones, para los religiosos sacerdotes, la dificultad de formar comunidad, cuando se ejerce el ministerio parroquial, crea no pocas tensiones. Las múltiples tareas pastorales, propias de una parroquia, se llevan a cabo, a veces, con detrimento del carisma del instituto y de la vida comunitaria, hasta el punto de hacer perder de vista a los fieles y al clero secular, e incluso a los mismos religiosos, la percepción de la peculiaridad de la vida religiosa.
Las urgentes necesidades pastorales no deben hacer olvidar que el mejor servicio de la comunidad religiosa a la Iglesia es el de la fidelidad al propio carisma. Esto se refleja también en la aceptación y en el modo de llevar las parroquias. Se deberían preferir aquellas que permiten vivir en comunidad y en las que se puede expresar el propio carisma.
También la comunidad religiosa femenina, a la que se le pide, con frecuencia, estar presente en la pastoral parroquial de una forma más directa, experimenta dificultades parecidas.
Aquí también, es preciso repetirlo, su inserción será tanto más fructuosa cuanto la comunidad religiosa esté más presente con su propia fisonomía carismática(75). Todo esto puede ser muy ventajoso tanto para la comunidad religiosa como para la misma pastoral, en la que las religiosas normalmente son bien aceptadas y apreciadas.
62. Los movimientos eclesiales
Los movimientos eclesiales en el sentido más amplio de la palabra, que tienen una vigorosa espiritualidad y una gran vitalidad apostólica, han llamado la atención de algunos religiosos, que han participado en ellos, recibiendo, a veces, frutos de renovación espiritual, de entrega apostólica y de revitalización vocacional; pero, a veces, han sido causa también de división en la comunidad religiosa.
Es oportuno, por tanto, tener en cuenta lo siguiente:
a) Algunos movimientos son simplemente movimientos de animación; otros, por el contrario, tienen proyectos apostólicos que pueden ser incompatibles con los de la comunidad religiosa.
También es diverso el nivel de pertenencia de las personas consagradas. Algunas participan sólo como asistentes; otras, sólo ocasionalmente; otras son miembros estables y en plena armonía con la propia comunidad y espiritualidad.
En cambio, los que manifiestan una pertenencia primordial al movimiento con un distanciamiento psicológico del propio instituto, crean problema, porque viven en una división interior: residen en la comunidad, pero viven según los proyectos pastorales y las directrices del movimiento.
Es preciso, por tanto, discernir cuidadosamente entre un movimiento y otro, y entre una forma de pertenencia y otra del religioso.
b) Los movimientos pueden constituir un desafío fecundo para la comunidad religiosa, para su tensión espiritual, la calidad de su oración, la audacia de sus iniciativas apostólicas, su fidelidad a la Iglesia y la intensidad de su vida fraterna. La comunidad religiosa debería estar abierta al encuentro con los movimientos, con una actitud de mutuo conocimiento, de diálogo y de intercambio de dones.
La gran tradición espiritual -ascética y mística- de la vida religiosa y del instituto puede ser útil también para los nuevos movimientos.
c) El problema fundamental en la relación con los movimientos sigue siendo la identidad de cada persona consagrada. Si ésta es sólida, la relación es provechosa para ambos.
A esos religiosos y religiosas, que parecen vivir más en y para el movimiento que en y para la comunidad religiosa, hay que recordar lo que afirma el Potissimum Institutioni: «Un Instituto tiene una coherencia interna, que recibe de su naturaleza, de su fin, de su espíritu, de su carácter y de sus tradiciones. Todo este patrimonio constituye el eje alrededor del cual se mantienen, a la vez, la identidad y la unidad del mismo Instituto y la unidad de vida de cada uno de sus miembros. Es un don del Espíritu a la Iglesia, que no puede soportar interferencias ni mezclas. El diálogo y la comunicación dentro de la Iglesia suponen que cada uno tiene plena conciencia de su identidad.
Un candidato a la vida religiosa (...) no puede depender, al mismo tiempo, de un responsable ajeno al Instituto (...) y de los superiores del propio Instituto.
Estas exigencias continúan después de la profesión religiosa, a fin de descartar todo fenómeno de pluripertenencia, en el plano de la vida espiritual del religioso y en el de su misión»(76).
La participación a un movimiento será positiva para el religioso o la religiosa si refuerza su identidad específica.
Algunas situaciones particulares
63. Inserción en los ambientes populares
Junto con tantos hermanos en la fe, las comunidades religiosas han sido pioneras en acercarse a los distintos modos de pobreza material y espiritual de su tiempo, en formas continuamente renovadas.
La pobreza ha sido, en estos últimos años, uno de los temas que más han apasionado y conmovido el corazón de los religiosos. La vida religiosa se ha cuestionado con seriedad cómo ponerse a disposición de la evangelización de los pobres: «evangelizare pauperibus». Pero también, cómo ser evangelizados por los pobres: «evangelizari a pauperibus»: cómo ser capaces de dejarse evangelizar por el contacto con el mundo de los pobres.
En este gran proceso, en el que los religiosos han elegido como programa optar «todos por los pobres», estar «muchos con los pobres» y ser «algunos como los pobres», queremos señalar aquí algunas realizaciones que afectan a aquellos que quieren ser «como los pobres».
Frente al empobrecimiento de grandes sectores populares, especialmente en las zonas abandonadas y periféricas de las metrópolis y en los ambientes rurales olvidados, han surgido «comunidades religiosas de inserción», que son una de las expresiones de la opción evangélica preferencial y solidaria por los pobres, con el fin de acompañarlos en su proceso de liberación integral, y también un fruto del deseo de descubrir a Cristo pobre en el hermano marginado, para servirle y configurarse con Él.
a) «La inserción» como ideal de vida religiosa se ha desarrollado en el contexto del movimiento de fe y solidaridad de las comunidades religiosas hacia los más pobres.
Ésta es una realidad que no puede menos de suscitar la admiración, por la intensidad de la entrega personal y por los grandes sacrificios que comporta, por un amor a los pobres que impulsa a compartir su real y dura pobreza, por el esfuerzo de hacer presente el Evangelio en estratos de población sin esperanza, para acercarlos a la Palabra de Dios, para hacer que se sientan parte viva de la Iglesia(77). Con frecuencia estas comunidades se encuentran en lugares fuertemente marcados por un clima de violencia que engendra inseguridad y, a veces, también la persecución hasta el peligro por la propia vida. Su valentía es grande y se convierte en un claro testimonio de la esperanza de que es posible vivir como hermanos, no obstante todas las situaciones de dolor y de injusticia.
Enviadas con frecuencia a la vanguardia de la misión, testigos a veces de la creatividad apostólica de los Fundadores, esas comunidades religiosas deben poder contar con la simpatía y la oración fraterna de los otros miembros del instituto y con la solicitud particular de los superiores(78).
b) Estas comunidades religiosas no han de abandonarse a sí mismas, sino más bien han de ser ayudadas para que logren vivir la vida comunitaria e intercambios fraternos, a fin de que no sean inducidas a relativizar la originalidad carismática del instituto en nombre de un servicio indiscriminado a los pobres, y, también, para que su testimonio evangélico no sea deformado por interpretaciones o instrumentalizaciones partidistas(79).
Los superiores tendrán cuidado también en elegir las personas aptas y preparar a estas comunidades, de modo que se asegure la vinculación con las otras comunidades del instituto, precisamente para garantizar su continuidad.
c) Merecen también elogio otras comunidades religiosas que se preocupan efectivamente de los pobres, sea del modo tradicional, sea con métodos más adaptados a las nuevas formas de pobreza, o tratando de sensibilizar a todos los ambientes en relación con los problemas de la pobreza, suscitando en los seglares disponibilidad para el servicio, vocaciones para el compromiso social y político, organización de ayuda y voluntariado.
Todo esto testimonia que en la Iglesia está viva la fe y es operante el amor a Cristo presente en el pobre: «Todo lo que hicisteis a uno de estos pequeños a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).
Donde la inserción entre los pobres se ha convertido -para los pobres y para la misma comunidad- en una verdadera experiencia de Dios, se ha experimentado que es verdadera la afirmación de que los pobres son evangelizados y de que los pobres evangelizan.
a) Sobre las comunidades han influido también otras realidades sociales. En algunas regiones económicamente más desarrolladas, el Estado ha extendido su acción en el campo educativo, sanitario y asistencial, con frecuencia de modo que no deja espacio a otras entidades, entre ellas las comunidades religiosas. Por otra parte, la disminución numérica de religiosos y religiosas, y en algunas partes también una visión incompleta de la presencia de los católicos en la acción social vista más como suplencia que como manifestación original de la caridad cristiana, han hecho difícil la gestión de obras complejas.
De aquí se ha seguido el progresivo abandono de las obras tradicionales, llevadas durante mucho tiempo por comunidades numerosas y homogéneas, y la multiplicación de pequeñas comunidades dedicadas a nuevas formas de servicio, casi siempre en armonía con el carisma del instituto.
b) Las pequeñas comunidades se han multiplicado también por la opción hecha por algunos institutos, con la intención de favorecer la unión fraterna y la colaboración mediante relaciones más estrechas entre las personas y una mayor corresponsabilidad entre todos.
Estas comunidades, como reconoce la Evangelica Testificatio(80), son ciertamente posibles, pero son, de suyo, más exigentes para sus miembros.
c) A las pequeñas comunidades, que muchas veces se han mantenido en estrecho contacto con la vida de cada día y con los problemas de la gente, pero también más expuestas al influjo de la mentalidad secularizada, les corresponde la gran tarea de ser visiblemente lugares de gozosa fraternidad, de fervorosa laboriosidad y de trascendente esperanza.
Es necesario, pues, que estas comunidades tengan un programa de vida sólido, flexible y vinculante, aprobado por la autoridad competente, que garantice al apostolado su dimensión comunitaria. Este programa debe estar adaptado a las personas y a las exigencias de la misión, de modo que favorezca el equilibrio entre oración y actividad, entre momentos de intimidad comunitaria y trabajo apostólico. Ha de prever, además, encuentros periódicos con otras comunidades del mismo instituto, precisamente para superar el peligro del aislamiento y de la marginación con respecto a la gran comunidad del instituto.
d) Aun cuando las pequeñas comunidades pueden presentar ventajas, normalmente no es recomendable que un instituto esté formado sólo por pequeñas comunidades. Las comunidades más numerosas son necesarias. Éstas pueden ofrecer, tanto a todo el instituto como a las pequeñas comunidades, apreciables servicios: cultivar con mayor intensidad y riqueza la vida de oración y las celebraciones, ser lugares privilegiados para el estudio y la reflexión, ofrecer posibilidades de retiro y de descanso a los miembros que trabajan en las fronteras más difíciles de la misión evangelizadora.
Este intercambio entre una comunidad y otra se hace fecundo en un clima de benevolencia y de acogida.
Todas las comunidades deben destacar, sobre todo, por su fraternidad, por la sencillez de vida, por la misión en nombre de la comunidad, por la tenaz fidelidad al propio carisma, por la irradiación constante del «buen olor de Cristo» (2 Cor 2,15); así indican, en las diversas situaciones, los «caminos de la paz», incluso al hombre perdido y dividido de la actual sociedad.
65. Religiosos y religiosas que viven solos
Una realidad con la que a veces se tropieza es la de religiosos y religiosas que viven solos. La vida común en una casa del instituto es esencial a la vida religiosa. «Los religiosos deben vivir en su propia casa religiosa, observando la vida común. No han de vivir solos sin motivos graves, sobre todo si hay cerca una comunidad de su Instituto»(81).
Se dan, sin embargo, excepciones que han de ser valoradas y pueden ser concedidas por el superior(82): por motivo de apostolado en nombre del instituto (como, por ejemplo, compromisos exigidos por la Iglesia, misiones extraordinarias, grandes distancias en territorios de misión, reducción progresiva de una comunidad hasta llegar a haber un solo religioso en una obra del instituto), o por motivos de salud y de estudio.
Mientras es tarea de los superiores mantener frecuentes contactos con los hermanos que viven fuera de la comunidad, es un deber de estos religiosos mantener vivo en sí mismos el sentido de pertenencia al instituto y de la comunión con sus miembros, buscando todos los medios para favorecer y reforzar los vínculos fraternos. Para ello búsquense «tiempos fuertes» para vivir juntos; prográmense encuentros periódicos con los otros para la formación, el diálogo fraterno, la verificación y la oración, para respirar un clima de familia. Dondequiera que se encuentre, la persona que pertenece a un instituto debe ser portadora del carisma de su familia religiosa.
Pero el religioso «solo» no es nunca un ideal. Lo normal es que un religioso viva en una comunidad fraterna. La persona se ha consagrado a esta vida común y desarrolla su apostolado normalmente en este género de vida, y a esta vida retorna cordialmente y con su presencia cada vez que la necesidad le lleve a vivir momentáneamente lejos, durante un tiempo breve o largo.
a) Las exigencias de una misma obra apostólica, por ejemplo, de una obra diocesana, ha llevado a varios institutos a mandar a uno de sus miembros a colaborar en un equipo de trabajo intercongregacional. Existen experiencias positivas en las que varias religiosas que colaboran en el servicio de la misma obra en un lugar donde no existen comunidades del propio instituto, en vez de vivir solas, viven en una misma casa, oran en común, tienen reuniones para reflexionar sobre la Palabra de Dios, comparten la comida, los trabajos domésticos, etc. Siempre que esto no signifique sustituir la comunicación viva con el propio instituto, también este tipo de «vida comunitaria» puede ser útil para la obra y para las mismas religiosas.
Los religiosos y las religiosas sean prudentes en querer asumir trabajos que exigen vivir normalmente fuera de la comunidad, y sean igualmente prudentes los superiores en confiárselos.
b) Incluso la petición para atender a los padres ancianos y enfermos, que exige con frecuencia ausencias de la comunidad, necesita un serio discernimiento y posiblemente requiere soluciones diversas, para evitar ausencias demasiado prolongadas del hijo o de la hija.
c) Se ha de advertir que el religioso que vive solo, sin un envío o permiso por parte del superior, huye de la obligación de la vida común, y no basta con participar en alguna reunión o festividad para ser plenamente religioso. Se debe trabajar por la desaparición progresiva de estas situaciones injustificadas e inadmisibles para los religiosos y las religiosas.
d) En todo caso es útil recordar que una religiosa o un religioso -incluso cuando vive fuera de su comunidad- está sometido, en lo que se refiere a obras de apostolado(83), a la potestad del obispo, que debe estar informado de su presencia en la diócesis.
e) En el caso lamentable de que hubiera institutos en los que la mayor parte de sus miembros no vivieran en comunidad, tales institutos no podrían ser ya considerados como verdaderos institutos religiosos. Se invita a los superiores y a los religiosos de estos institutos a reflexionar seriamente sobre esta penosa eventualidad, y, por lo mismo, sobre la importancia de reemprender vigorosamente la práctica de la vida fraterna en comunidad.
66. En los territorios de misión
La vida fraterna en común tiene un valor especial en los territorios de misión "ad gentes", porque demuestra al mundo, sobre todo no cristiano, la «novedad» del cristianismo; o sea, la caridad que es capaz de superar las divisiones creadas por toda raza, color y tribu. Las comunidades religiosas, en algunos países donde no se puede proclamar el Evangelio, son casi el único signo y el testimonio silencioso y eficaz de Cristo y de la Iglesia.
Pero no pocas veces, es precisamente en los territorios de misión donde se encuentran notables dificultades prácticas para formar comunidades religiosas estables y consistentes: las distancias, que requieren gran movilidad y presencias dispersas, la pertenencia a distintas razas, tribus y culturas, la necesidad de la formación en centros intercongregacionales. Estos y otros motivos pueden obstaculizar el ideal comunitario.
Lo importante es que los miembros del instituto sean conscientes del carácter excepcional de estas situaciones, cultiven la comunicación frecuente entre sí, faciliten encuentros comunitarios y, cuanto antes, se formen comunidades religiosas fraternas con un vigoroso sentido misionero, a fin de que se pueda ofrecer el signo misionero por excelencia: «Que todos sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17,21).
67. La reorganización de las obras
Los cambios de las condiciones culturales y eclesiales, los factores internos al desarrollo de los institutos y la variación de los recursos, pueden requerir una reorganización de las obras y de la presencia de las comunidades religiosas.
Esta tarea, no fácil, tiene diversas implicaciones de tipo comunitario, pues se trata generalmente de obras en las que muchos hermanos y hermanas han gastado sus mejores energías apostólicas y a las que se sienten ligados con especiales vínculos psicológicos y espirituales.
El porvenir de estas presencias, su significado apostólico y su reestructuración, exigen estudio, confrontación y discernimiento. Todo esto puede convertirse en una escuela para tratar de seguir juntos la voluntad de Dios, pero al mismo tiempo ocasión de dolorosos conflictos no fáciles de superar.
Los criterios que no se pueden olvidar y que iluminan a las comunidades en el momento de las decisiones, a veces audaces y motivo de sufrimiento, son los siguientes: el compromiso de salvaguardar el significado del propio carisma en un determinado ambiente, la preocupación por mantener viva una auténtica vida fraterna y la atención a las necesidades de la Iglesia particular. Es preciso, pues, un confiado y constante diálogo con la Iglesia particular y también una vinculación eficaz con los organismos de comunión de los religiosos.
Además de atender a las necesidades de la Iglesia particular, la comunidad religiosa debe sentirse urgida por lo que el mundo descuida; es decir, por las nuevas formas de pobreza y de miseria en sus múltiples modalidades, que aparecen en las diversas regiones del mundo.
La reorganización será creativa y fuente de indicaciones proféticas, si se preocupa por lanzar señales de nuevas formas de presencia, incluso numéricamente modestas, para responder a las nuevas necesidades, sobre todo a aquellas que provienen de lugares más abandonados y olvidados.
Una de las situaciones en las que la vida comunitaria se encuentra hoy con mayor frecuencia es el progresivo aumento de la edad de sus miembros. El envejecimiento ha adquirido un relieve especial tanto por la disminución de nuevas vocaciones como por los progresos de la medicina.
Para la comunidad este hecho comporta, por un lado, la preocupación de acoger y valorar en su seno la presencia y los servicios que los hermanos y hermanas ancianos pueden ofrecer; y, por otro, la atención que se ha de poner en procurar, fraternalmente y según el estilo de vida consagrada, los medios de asistencia espiritual y material que los ancianos necesitan.
La presencia de personas ancianas en las comunidades puede ser muy positiva. Un religioso anciano que no se deja vencer por los achaques y por los límites de la edad, sino que mantiene viva la alegría, el amor y la esperanza, es un apoyo de valor incalculable para los jóvenes. Su testimonio, sabiduría y oración constituyen un estímulo permanente en su camino espiritual y apostólico. Por otra parte, un religioso que se preocupa de sus hermanos ancianos ofrece credibilidad evangélica a su instituto como «verdadera familia reunida en el nombre del Señor»(84).
Es oportuno que también las personas consagradas se preparen desde mucho antes a saber envejecer y a prolongar el tiempo «activo», aprendiendo a descubrir su nuevo modo de construir comunidad y de colaborar en la misión común, a través de la capacidad de responder positivamente a los desafíos del propio envejecimiento, con interés espiritual y cultural, con la oración y trabajando mientras puedan prestar su servicio, aunque sea limitado. Los Superiores organicen cursos y encuentros en orden a una preparación personal y a una valorización, lo más prolongada posible, en los normales ambientes de trabajo.
En el caso de que estas personas lleguen a no valerse por sí mismas, o tuvieran necesidad de cuidados especiales, aun cuando el cuidado sanitario lo presten los seglares, el instituto deberá procurar, con gran esmero, animarlas para que las personas se sientan presentes en la vida del instituto, partícipes de su misión, comprometidas en su dinamismo apostólico, alentadas en la soledad, animadas en el sufrimiento. Estas personas, en efecto, no sólo no abandonan la misión, sino que están en su mismo corazón y en ella participan de una forma nueva y más eficaz.
Su fecundidad, aunque invisible, no es inferior a la de las comunidades más activas. Más aún, éstas reciben fuerza y fecundidad de la oración, del sufrimiento y de la aparente inutilidad de aquellas. La misión tiene necesidad de ambas, y los frutos se manifestarán cuando venga el Señor en la gloria con sus ángeles.
69. Los problemas planteados por el creciente número de ancianos son aún más relevantes en algunos monasterios, que han experimentado el empobrecimiento vocacional. Puesto que un monasterio es normalmente una comunidad autónoma, es muy difícil que por sí mismo supere estos problemas. Es, pues, oportuno llamar la atención sobre la importancia de los organismos de comunión, como, por ejemplo, las Federaciones, a fin de superar situaciones de excesivo empobrecimiento de personal.
La fidelidad a la vida contemplativa de los miembros del monasterio exige la unión con otro monasterio de la misma Orden, siempre que una comunidad monástica, debido al número de sus miembros, a la edad o a la falta de vocaciones, prevea su propia extinción. También en los casos dolorosos de comunidades que no consiguen vivir según la propia vocación, fatigadas por trabajos prácticos o por la atención a los miembros ancianos o enfermos, será necesario buscar refuerzos en la misma Orden, o bien optar por la unión o la fusión con otro monasterio(85).
70. Una nueva relación con los seglares
La eclesiología conciliar ha puesto de relieve la complementariedad de las diferentes vocaciones en la Iglesia, llamadas a ser juntas testigos del Señor resucitado en toda situación y en todo lugar. El encuentro y la colaboración entre religiosos, religiosas y fieles seglares en particular, aparece como un ejemplo de comunión eclesial y, al mismo tiempo, potencia las energías apostólicas para la evangelización del mundo.
Un apropiado contacto entre los valores típicos de la vocación laical, como la percepción más concreta de la vida del mundo, de la cultura, de la política, de la economía, etc., y los valores típicos de la vida religiosa, como la radicalidad del seguimiento de Cristo, la dimensión contemplativa y escatológica de la existencia cristiana, etc., puede convertirse en un fecundo intercambio de dones entre los fieles seglares y las comunidades religiosas.
La colaboración y el intercambio de dones se hace más intenso cuando grupos de seglares participan por vocación, y del modo que les es propio, dentro de la misma familia espiritual, en el carisma y en la misión del instituto. Entonces se instaurarán relaciones fructuosas, basadas en relaciones de madura corresponsabilidad y sostenidas por oportunos itinerarios de formación en la espiritualidad del instituto.
Sin embargo, para conseguir ese objetivo, es necesario tener: comunidades religiosas con una clara identidad carismática, asimilada y vivida, es decir, capaces de transmitirla también a los demás con disponibilidad para el compartir; comunidades religiosas con una intensa espiritualidad y un gran entusiasmo misionero para comunicar el mismo espíritu y el mismo empuje evangelizador; comunidades religiosas que sepan animar y estimular a los seglares a compartir el carisma del propio instituto, según su índole secular y su diverso estilo de vida, invitándolos a descubrir nuevas formas de actualizar el mismo carisma y misión. Así la comunidad religiosa puede convertirse en un centro de irradiación, de fuerza espiritual, de animación, de fraternidad que crea fraternidad y de comunión y colaboración eclesial donde las diversas aportaciones contribuyen a construir el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
La más estrecha colaboración debe desarrollarse, naturalmente, respetando las respectivas vocaciones y los diversos estilos de vida propios de los religiosos y de los seglares.
La comunidad religiosa tiene sus exigencias de animación, de horario, de disciplina y de reserva(86), de modo que no pueden proponerse formas de colaboración que lleven consigo la cohabitación y la convivencia entre religiosos y seglares, también éstos con exigencias propias que deben ser respetadas.
De otra forma la comunidad religiosa perdería su propia fisonomía, que se debe conservar mediante la guarda de la propia vida común.
71. La comunidad religiosa, como expresión de Iglesia, es fruto del Espíritu y participación en la comunión trinitaria. De aquí el compromiso de cada religioso y de todos los religiosos a sentirse corresponsables de la vida fraterna en común, a fin de que manifieste de un modo claro la pertenencia a Cristo, que escoge y llama hermanos y hermanas a vivir juntos en su nombre.
«Toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de la vida fraterna en común. Más aún; la renovación actual en la Iglesia y en la vida religiosa se caracteriza por una búsqueda de comunión y de comunidad»(87).
Para algunas personas consagradas y para algunas comunidades, comprometerse en la construcción de una vida fraterna en comunidad, puede parecer una empresa ardua e incluso quimérica. Frente a algunas heridas del pasado, a las dificultades del presente, la tarea puede parecer superior a las pobres fuerzas humanas.
Se trata de retomar con fe la reflexión sobre el sentido teologal de la vida fraterna en común, convencerse de que a través de ella pasa el testimonio de la consagración.
«La respuesta a esta invitación a edificar la comunidad junto al Señor con cotidiana paciencia, -añade el Santo Padre-, pasa por el camino de la cruz, supone frecuentes renuncias a sí mismo...»(88).
Unidos a María, la Madre de Jesús, nuestras comunidades invocan al Espíritu, a Aquel que puede crear fraternidades capaces de irradiar el gozo del Evangelio y de atraer nuevos discípulos, siguiendo el ejemplo de la comunidad primitiva: «eran asiduos en escuchar las enseñanzas de los Apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en la oración» (Hech 2,42), «e iba creciendo el número de los hombres y de las mujeres que creían en el Señor» (Hech 5,14).
Que María una en torno a sí a las comunidades religiosas y las sostenga cada día en la invocación al Espíritu, vínculo, fermento y fuente de toda comunión fraterna.
El 15 de enero de 1994 el Santo Padre ha aprobado el presente documento de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica y ha autorizado su publicación.
Roma, 2 de febrero de 1994, Fiesta de la Presentación del Señor.
Eduardo Card. Martínez Somalo
Prefecto
+ Francisco Javier Errázuriz Ossa
Secretario
(1) PC 2.
(2) cf PC 2-4.
(3) cf LG 44d.
(4) cf PC 15a; LG 44c.
(5) cf MR 11.
(6) LG 12.
(7) cf MR 14.
(8) cf ET 30-39; MR 2, 3, 10, 14; EE 18-22; PI 25-28; cf también can 602.
(9) can 594 1.
(10) cf.PC 15.
(11) cf can 602; 619.
(12) can 607 2.
(13) cf can 602.
(14) cf can 608, 665.
(15) can 731 1.
(16) cf can 607 2; también can 602.
(17) cf can 587.
(18) SD 178, 180.
(19) cf Mulieris Dignitatem; GS 9, 60.
(20) cf PC 15a; can 602.
(21) cf GS 3.
(22) cf LG 7.
(23) cf LG 4; MR 2.
(24) cf PC 1; EE 18-22.
(25) cf PC 1.
(26) RPH, 24.
(27) cf PI 21-22.
(28) DC 15.
(29) cf can 663 3 y 608.
(30) cf PO 6; PC 6.
(31) cf can 608.
(32) PO 6.
(33) cf can 663, 4.
(34) DC 15.
(35) cf PI 32-34; 87.
(36) cf LG 46b.
(37) cf can 602; PC 15a.
(38) cf ET 39.
(39) cf PC 14.
(40) cf can 619.
(41) cf ET 39; EE 19.
(42) S. Hilario, Tract. in Ps. 132, PL (Supl.) 1, 244.
(43) cf más arriba nn. 14, 16, 28 y 31.
(44) cf DC 14; PI 13; can 666.
(45) cf LG 46.
(46) ib.
(47) cf EE 45.
(48) ib.
(49) EE 47.
(50) cf LG 44.
(51) PI 43.
(52) cf PI 43, 51, 63.
(53) PI 52.
(54) cf PC 14c; can 618; EE 49.
(55) EE 22; cf también MR 12.
(56) cf ET 40.
(57) PI 66-69.
(58) cf RPH 25.
(59) cf MR 13.
(60) PC 12; cf can 607.
(61) EE 18; cf MR 11-12.
(62) cf MR 11.
(63) cf MR 11-12; EE 11, 41.
(64) can 619.
(65) can 618.
(66) cf ib.
(67) can 619.
(68) cf PC 14; EE 49.
(69) Juan Pablo II a la Plenaria de la CVCSVA, 20 noviembre 1992: OR 21-11-1992, n. 3.
(70) cf LG 1.
(71) Juan Pablo II a la Plenaria de la CIVCSVA, 20 noviembre 1992: OR 21-11-1992, n. 4.
(72) ChL 32; cf PO 2.
(73) LG 46a.
(74) cf MR 30b, 47.
(75) MR 49-50.
(76) PI 93.
(77) cf SD 85.
(78) cf RPH 6; EN 69; SD 92.
(79) cf PI 28.
(80) ET 40.
(81) EE, III, 12.
(82) can 665 1.
(83) cf can 678 1.
(84) PC 15a.
(85) cf PC 21 y 22.
(86) cf can 667, 607 3.
(87) Juan Pablo II a la Plenaria de la CIVCSVA, 20 noviembre 1992: OR 20-11-1922, n. 3.
(88) ib. n. 2.
SIGLAS
DOCUMENTOS DEL CONCILIO VATICANO II
DV Constitución dogmática Dei Verbum, 1965.
GS Constitución pastoral Gaudium et Spes, 1965.
PC Decreto Perfectæ Caritatis, 1965.
PO Decreto Presbyterorum Ordinis, 1965.
SC Constitución Sacrosanctum Concilium, 1963.
DOCUMENTOS PONTIFICIOS
ChL Exhortación Apostólica Chistifideles Laici, Juan Pablo II, 1989.
EN Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, Pablo VI, 1975.
ET Exhortación Apostólica Evangelica Testificatio, Pablo VI, 1971.
MD Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, Juan Pablo II, 1988.
MM Encíclica Mater et Magistra, Juan XXIII, 1961.
DOCUMENTOS DE LA SANTA SEDE
can canon del Código de derecho canónico, 1983.
DC Dimensión contemplativa de la vida religiosa, Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares (CRIS), 1980.
EE Elementos esenciales de la enseñanza de la Iglesia sobre la vida religiosa (CRIS), 1983.
MR Documento Mutuæ Relationes, Congregación para los Obispos y CRIS, 1978.
PI Documento Potissimum Institutioni (CIVCSVA), 1990.
RPH Religiosos y Promoción Humana (CRIS), 1980.
OTRAS SIGLAS
CIVCSVA Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.
OR L'Osservatore Romano.
DS Santo Domingo, Conclusiones de la IV Asamblea General del Episcopado Latinoamericano, 1992.