Alocución del Santo Padre Juan Pablo II al final del Vía Crucis

Viernes Santo, 13 de abril de 2001

El Santo Padre, al final del vía crucis, prescindiendo del discurso ya preparado, improvisó la breve meditación que publicamos


Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit! Venite, adoremus!

Hoy, por primera vez en este tercer milenio, se ha proclamado esta confesión en la basílica de San Pedro. En este mismo día, Viernes santo, esa misma verdad, desconcertante, ha sido proclamada en todos los continentes, en todos los países del mundo: Ecce lignum crucis!

La Iglesia de Cristo confiesa esta realidad divina y humana: Crux, ave crux! Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi, quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Esto ha confesado la Iglesia durante dos mil años, los dos milenios pasados. Hoy, por primera vez, lo confesamos en todo el mundo y aquí en Roma con este vía crucis en torno al Coliseo. Queremos transmitir, difundir esta verdad divina y humana en el tercer milenio. Queremos profesar que, por su cruz, el Hijo de Dios, aceptando esta humillación, una condena destinada a los esclavos, abrió a la humanidad el camino hacia la glorificación. Por esto, hoy oramos de rodillas, con espíritu de adoración.

Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi, quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.

Que esta verdad, confesada hoy en la basílica de San Pedro y aquí, junto al Coliseo romano, sea para nosotros la luz y la fuerza de este tiempo que inauguramos hace pocos meses.

Ave crux! ¡Ave crux del Coliseo romano! ¡Ave en el umbral del tercer milenio! ¡Ave a través de todos los años y los siglos de este nuevo tiempo que se abre ante nosotros!

¡Alabado sea Jesucristo!

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1. "Cristo se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,8).

Acabamos de concluir el Vía Crucis que, como cada año, nos reune en la tarde del Viernes Santo en este lugar evocador de profundos recuerdos cristianos. Hemos recorrido las huellas del Inocente injustamente condenado, teniendo fija la mirada sobre su rostro adorable: rostro ofendido por la maldad humana, pero iluminado por el amor y del perdón.

¡Es verdaderamente sobrecogedor el acontecimiento dramático de Jesús de Nazaret! Para restablecer la plenitud de vida en el hombre, el Hijo de Dios se ha anonadado del modo más humillante. De la muerte, libremente elegida por Él, mana sin embargo la vida. Dice la Escritura: oblatus est quia ipse voluit. El suyo es un extraordinario testimonio de amor, fruto de una obediencia sin igual, que va hasta la extrema donación de sí mismo.


2. "Obediente hasta la muerte y muerte de cruz."

¿Cómo apartar la mirada de Jesús, que muere en la Cruz? Su cara afligida suscita desconcierto. El Profeta afirma: "no tenía apariencia ni belleza para atraer nuestras miradas, ni aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado y repudiado por los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro" (Is 53,2-3).

En aquel rostro se condensan las sombras de todos los sufrimientos, las injusticias, las violencias padecidas por los seres humanos de cada época de la historia. Pero ahora, delante de la Cruz, nuestras penas de cada día, y hasta la muerte, aparecen revestidas de la majestad de Cristo abandonado y moribundo.

El rostro del Mesías, sangrante y crucificado, revela que Dios se ha dejado implicar, por amor, en los hechos que atormentan a la humanidad. El nuestro ya no es un dolor solitario, porque Él ha pagado por nosotros con su sangre derramada hasta la última gota. Ha entrando en nuestro sufrimiento y ha roto la barrera de nuestro llanto desesperado.

En su muerte adquiere sentido y valor la vida del hombre y hasta su misma muerte. Desde la Cruz, Cristo hace un llamamiento a la libertad personal de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y llama cada uno a seguirlo en el camino del total abandono en las manos de Dios. Nos hace redescubrir hasta la misteriosa fecundidad del dolor.


3. "Resplandezca sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro" (Sal 4,7)

Mientras se concluye nuestra asamblea, seguimos meditando sobre el misterio de este Rostro que innumerables artistas, a lo largo de los siglos, han representado empeñando toda su maestría.

¡Ay, si los hombres se dejaran enternecer por sus rasgos inconfundibles! En aquel Rostro santo pueden encontrar adecuada respuesta los muchos interrogantes y dudas que agitan el corazón humano. De la contemplación del Rostro cariñoso del Hijo de Dios hecho hombre es posible sacar la fuerza para superar las horas de la oscuridad y el llanto. Desde el Calvario una paz divina inunda el universo en espera de la gloria de la Pascua.

Virgen María, que has quedado intrépida bajo la Cruz y has recogido en el regazo el cuerpo exánime de Jesús, ayúdanos a entender que nuestro sufrimiento es participación preciosa en la Pasión de tu divino Hijo, que por nuestro amor "se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz." Conduce nuestros pasos por la senda de sus huellas indelebles, que nos conducirán al asombro y a la alegría de su resurrección.


Traducción distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.