El designio de Dios y la comunión
5. Junto con todos los discípulos de Cristo, la Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto,«la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos' sacramento inseparable de unidad'».
Ya en el Antiguo Testamento, refiriéndose a la situación de entonces del pueblo de Dios, el profeta Ezequiel, recurriendo al simple símbolo de dos maderos primero separados, después acercados uno al otro, expresaba la voluntad divina de «congregar de todas las partes» a los miembros del pueblo herido:«Seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor, que santificó a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre»(cf. 37, 16-28). El Evangelio de san Juan, por su parte, y ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios:«Iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos»(11, 51-52). En efecto, la Carta a los Efesios enseñará que «derribando el muro que los separaba [...] por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad», de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2, 14-16).
6. La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en El para que sean una sola cosa, una comunión viviente. De aquí se deriva no sólo el deber, sino también la responsabilidad que incumbe ante Dios, ante su designio, sobre aquéllos y aquéllas que, por medio del Bautismo llegan a ser el Cuerpo de Cristo, Cuerpo en el cual debe realizarse en plenitud la reconciliación y la comunión.¿Cómo es posible permanecer divididos si con el Bautismo hemos sido «inmersos» en la muerte del Señor, es decir, en el hecho mismo en que, por medio del Hijo, Dios ha derribado los muros de la división? La división «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo. es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura».
El camino ecuménico: camino de la Iglesia
7.«El Señor de los tiempos, que prosigue sabia y pacientemente el plan de su gracia para con nosotros pecadores, últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchísimos hombres, en todo el mundo, han sido movidos por esta gracia y también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, para restaurar la unidad de los cristianos. Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador; y no sólo individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios».
8. Esta afirmación del Decreto Unitatis redintegratio se debe comprender en el contexto de todo el magisterio conciliar. El Concilio Vaticano II expresa la decisión de la Iglesia de emprender la acción ecuménica en favor de la unidad de los cristianos y de proponerla con convicción y fuerza:«Este santo Sínodo exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo ecuménico».
Al indicar los principios católicos del ecumenismo, el Decreto Unitatis redintegratio enlaza ante todo con la enseñanza sobre la Iglesia de la Constitución Lumen gentium, en el capítulo que trata sobre el pueblo de Dios. Al mismo tiempo, tiene presente lo que se afirma en la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa.
La Iglesia católica asume con esperanza la acción ecuménica como un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. También aquí se puede aplicar la palabra de san Pablo a los primeros cristianos de Roma:«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo»; así nuestra «esperanza... no defrauda»(Rom 5, 5). Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
9. Jesús mismo antes de su Pasión rogó para «que todos sean uno»(Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape.
En efecto, la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica. Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en El, en su comunión con el Padre:«Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo»(1 Jn 1, 3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo «que todos sean uno» son pues la oración dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos «cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas»(Ef 3, 9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo:«Ut unum sint».
10. En la situación actual de división entre los cristianos y de confiada búsqueda de la plena comunión, los fieles católicos se sienten profundamente interpelados por el Señor de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha reforzado su compromiso con una visión eclesiológica lúcida y abierta a todos los valores eclesiales presentes entre los demás cristianos. Los fieles católicos afrontan la problemática ecuménica con un espíritu de fe.
El Concilio afirma que «la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con el» y al mismo tiempo reconoce que «fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica».
«Por tanto, las mismas Iglesias y Comunidades separadas, aunque creemos que padecen deficiencias, de ninguna manera carecen de significación y peso en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica».
11. De este modo la Iglesia católica afirma que, durante los dos mil años de su historia, ha permanecido en la unidad con todos los bienes de los que Dios quiere dotar a su Iglesia, y esto a pesar de las crisis con frecuencia graves que la han sacudido, las faltas de fidelidad de algunos de sus ministros y los errores que cotidianamente cometen sus miembros. La Iglesia católica sabe que, en virtud del apoyo que le viene del Espíritu, las debilidades, las mediocridades, los pecados y a veces las traiciones de algunos de sus hijos, no pueden destruir lo que Dios ha infundido en ella en virtud de su designio de gracia. Incluso «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella»(Mt 16, 18). Sin embargo la Iglesia católica no olvida que muchos en su seno ofuscan el designio de Dios. Al recordar la división de los cristianos, el Decreto sobre el ecumenismo no ignora la «culpa de los hombres por ambas partes», reconociendo que la responsabilidad no se puede atribuir únicamente a los «demás». Gracias a Dios, no se ha destruido lo que pertenece a la estructura de la Iglesia de Cristo, ni tampoco la comunión existente con las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.
En efecto, los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica.
En la medida en que estos elementos se encuentran en las demás Comunidades cristianas, la única Iglesia de Cristo tiene una presencia operante en ellas. Por este motivo el Concilio Vaticano II habla de una cierta comunión, aunque imperfecta. La Constitución Lumen gentium señala que la Iglesia católica «se siente unida por muchas razones» a estas Comunidades con una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo.
12. La misma Constitución explicita ampliamente «los elementos de santificación y de verdad» que, de diversos modos, se encuentran y actúan fuera de los límites visibles de la Iglesia católica:«Son muchos, en efecto, los que veneran la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida y manifiestan un amor sincero por la religión, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en el Hijo de Dios Salvador y están marcados por el Bautismo, por el que están unidos a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o Comunidades eclesiales otros sacramentos. Algunos de ellos tienen también el Episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la devoción a la Virgen Madre de Dios. Se añade a esto la comunión en la oración y en otros bienes espirituales, incluso una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo. Este actúa, sin duda, también en ellos y los santifica con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para derramar su sangre. De esta manera, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de trabajar para que todos se unan en paz, de la manera querida por Cristo, en un solo rebaño bajo un solo Pastor».
El Decreto conciliar sobre el ecumenismo, refiriéndose a las Iglesias ortodoxas llega a declarar que «por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios». Reconocer todo esto es una exigencia de la verdad.
13. El mismo Documento presenta someramente las implicaciones doctrinales. En relación a los miembros de esas Comunidades, declara:«Justificados por la fe en el Bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor».
Refiriéndose a los múltiples bienes presentes en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, el Decreto añade:«Todas estas realidades, que proceden de Cristo y conducen a El, pertenecen, por derecho, a la única Iglesia de Cristo. Nuestros hermanos separados practican también no pocas acciones sagradas de la religión cristiana, las cuales, de distintos modos, según la diversa condición de cada Iglesia o comunidad, pueden sin duda producir realmente la vida de la gracia, y deben ser consideradas aptas para abrir el acceso a la comunión de la salvación».
Se trata de textos ecuménicos de máxima importancia. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia), que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas.
14. Todos estos elementos llevan en sí mismos la llamada a la unidad para encontrar en ella su plenitud. No se trata de poner juntas todas las riquezas diseminadas en las Comunidades cristianas con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. De acuerdo con la gran Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad escatológica, que El había preparado «desde el tiempo de Abel el Justo». Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos tiempos. Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades, donde ciertos aspectos del misterio cristiano han estado a veces más eficazmente puestos de relieve. El ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad.
15. Pasando de los principios, del imperativo de la conciencia cristiana, a la realización del camino ecuménico hacia la unidad, el Concilio Vaticano II pone sobre todo de relieve la necesidad de conversión interior. El anuncio mesiánico «el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca» y la llamada consiguiente «convertíos y creed en la Buena Nueva»(Mc 1, 15), con la que Jesús inaugura su misión, indican el elemento esencial que debe caracterizar todo nuevo inicio: la necesidad fundamental de la evangelización en cada etapa del camino salvífico de la Iglesia. Esto se refiere, de modo particular, al proceso iniciado por el Concilio Vaticano II, incluyendo en la renovación la tarea ecuménica de unir a los cristianos divididos entre sí.«No hay verdadero ecumenismo sin conversión interior».
El Concilio llama tanto a la conversión personal como a la comunitaria. La aspiración de cada Comunidad cristiana a la unidad es paralela a su fidelidad al Evangelio. Cuando se trata de personas que viven su vocación cristiana, el Evangelio habla de conversión interior, de una renovación de la mente.
Cada uno debe pues convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el designio de Dios, debe cambiar su mirada. Con el ecumenismo la contemplación de las «maravillas de Dios»(mirabilita Dei) se ha enriquecido de nuevos espacios, en los que el Dios Trinitario suscita la acción de gracias: la percepción de que el Espíritu actúa en las otras Comunidades cristianas, el descubrimiento de ejemplos de santidad, la experiencia de las riquezas ilimitadas de la comunión de los santos, el contacto con aspectos impensables del compromiso cristiano. Por otro lado, se ha difundido también la necesidad de penitencia: el ser conscientes de ciertas exclusiones que hieren la caridad fraterna, de ciertos rechazos que deben ser perdonados, de un cierto orgullo, de aquella obstinación no evangélica en la condena de los «otros», de un desprecio derivado de una presunción nociva. Así la vida entera de los cristianos queda marcada por la preocupación ecuménica y están llamados a asumirla.
16. En el magisterio del Concilio hay un nexo claro entre renovación, conversión y reforma. Afirma así:«La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta reforma permanente de la que ella, como institución terrena y humana, necesita continuamente; de modo que si algunas cosas, por circunstancias de tiempo y lugar, hubieran sido observadas menos cuidadosamente [...] deben restaurarse en el momento oportuno y debidamente». Ninguna Comunidad cristiana puede eludir esta llamada.
Dialogando con franqueza, las Comunidades se ayudan a mirarse mutuamente unas a otras a la luz de la Tradición apostólica. Esto las lleva a preguntarse si verdaderamente expresan de manera adecuada todo lo que el Espíritu ha transmitido por medio de los Apóstoles. En relación a la Iglesia católica, en diversas circunstancias, como con ocasión del aniversario del Bautismo de la Rus', o del recuerdo, después de once siglos, de la obra evangelizadora de los santos Cirilo y Metodio, me he referido a estas exigencias y perspectivas. Más recientemente, el Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo, publicado con mi aprobación por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, las ha aplicado en el campo pastoral.
17. En relación a los demás cristianos, los principales documentos de la Comisión Fe y Constitución y las declaraciones de numerosos diálogos bilaterales han ofrecido ya a las Comunidades cristianas instrumentos útiles para discernir lo que es necesario para el movimiento ecuménico y para la conversión que éste debe suscitar. Estos estudios son importantes bajo una doble perspectiva: muestran los notables progresos ya alcanzados e infunden esperanza por constituir una base segura para la sucesiva y profundizada investigación.
La comunión creciente en una reforma continua, realizada a la luz de la Tradición apostólica, es sin duda, en la situación actual del pueblo cristiano, una de las características distintivas y más importantes del ecumenismo. Por otra parte, es también una garantía esencial para su futuro. Los fieles de la Iglesia católica deben saber que el impulso ecuménico del Concilio Vaticano II es uno de los resultados de la postura que la Iglesia adoptó entonces para escrutarse a la luz del Evangelio y de la gran Tradición. Mi predecesor, el Papa Juan XXII, lo había comprendido bien rechazando separar actualización y apertura ecuménica al convocar el Concilio. Al término de la asamblea conciliar, el Papa Pablo VI, reanudando el diálogo de caridad con las Iglesias en comunión con el Patriarcado de Constantinopla, y realizando el gesto concreto y altamente significativo de «relegar en el olvido»-y hacer «desaparecer de la memoria y del interior de la Iglesia»- las excomuniones del pasado, consagró la vocación ecuménica del Concilio. Es interesante recordar que la creación de un organismo especial para el ecumenismo coincide con el comienzo mismo de la preparación del Concilio Vaticano II y que, a través de este organismo, las opiniones y valoraciones de las demás Comunidades cristianas estuvieron presentes en los grandes debates sobre la Revelación, la Iglesia, la naturaleza del ecumenismo y la libertad religiosa.
Importancia fundamental de la doctrina
18. Basándose en una idea que el mismo Papa Juan XXIII había expresado en la apertura del Concilio, el Decreto sobre el ecumenismo menciona el modo de exponer la doctrina entre los elementos de la continua reforma. No se trata en este contexto de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir en ellos palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la Verdad. En el Cuerpo de Cristo que es «camino, verdad y vida»(Jn 14, 6),¿quién consideraría legítima una reconciliación lograda a costa de la verdad? La Declaración conciliar sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae atribuye a la dignidad humana la búsqueda de la verdad,«sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia», y la adhesión a sus exigencias. Por tanto, un «estar juntos» que traicionase la verdad estaría en oposición con la naturaleza de Dios que ofrece su comunión, y con la exigencia de verdad que está en lo más profundo de cada corazón humano.
19. Sin embargo, la doctrina debe ser presentada de un modo que sea comprensible para aquéllos a quienes Dios la destina. En la Carta encíclica Slawrum apostoli recordaba cómo Cirilo y Metodio, por este mismo motivo, tradujeron las nociones de la Biblia y los conceptos de la teología griega en un contexto de experiencias históricas y de pensamiento muy diverso. Querían que la única palabra de Dios fuese «hecha accesible de este modo según las formas expresivas propias de cada civilización». Comprendieron pues que no podían «imponer a los pueblos, cuya evangelización les encomendaron, ni siquiera la indiscutible superioridad de la lengua griega y de la cultura bizantina, o los usos y comportamientos de la sociedad más avanzada, en la que ellos habían crecido». Así hacían realidad aquella «perfecta comunión en el amor [que] preserva a la Iglesia de cualquier forma de particularismo o de exclusivismo étnico o de prejuicio racial, así como de cualquier orgullo nacionalista». En este mismo espíritu, no dudé en decir a los aborígenes de Australia:«No tenéis que ser un pueblo dividido en dos partes [...] Jesús os invita a aceptar sus palabras y sus valores dentro de vuestra propia cultura». Puesto que por su naturaleza la verdad de fe está destinada a toda la humanidad, exige ser traducida a todas las culturas. En efecto, el elemento que determina la comunión en la verdad es el significado de la verdad misma. La expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado.
«Esta renovación tiene, pues, gran importancia ecuménica». Y es no sólo renovación del modo de expresar la fe, sino de la misma vida de fe. Se podría preguntar:¿quién debe realizarla? El Concilio responde claramente a este interrogante: corresponde a «la Iglesia entera, tanto los fieles como los pastores; y afecta a cada uno según su propia capacidad, ya sea en la vida cristiana diaria o en las investigaciones teológicas e históricas».
20. Todo esto es sumamente importante y de significado fundamental para la actividad ecuménica. De ello resulta inequívocamente que el ecumenismo, el movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es sólo un mero «apéndice», que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción y debe, en consecuencia, inspirarlas y ser como el fruto de un árbol que, sano y lozano, crece hasta alcanzar su pleno desarrollo.
Así creía en la unidad de la Iglesia el Papa Juan XXII y así miraba a la unidad de todos los cristianos. Refiriéndose a los demás cristianos, a la gran familia cristiana, constataba:«Es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos divide». Por su parte, el Concilio Vaticano II exhorta:«Recuerden todos los fieles cristianos que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio. Pues cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua».
21.«Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual».
Se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquéllos que siempre han ignorado esta exigencia. El amor es artífice de comunión entre las personas y entre las Comunidades. Si nos amamos, es más profunda nuestra comunión, y se orienta hacia la perfección. El amor se dirige a Dios como fuente perfecta de comunión -la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo-, para encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las Comunidades, o de restablecerla entre los cristianos aún divididos. El amor es la corriente profundísima que da vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad.
Este amor halla su expresión más plena en la oración común. Cuando los hermanos que no están en perfecta comunión entre sí se reúnen para rezar, su oración es definida por el Concilio Vaticano II como alma de todo el movimiento ecuménico. La oración es «un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad», una «expresión auténtica de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los hermanos separados». Incluso cuando no se reza en sentido formal por la unidad de los cristianos, sino por otros motivos, como, por ejemplo, por la paz, la oración se convierte por sí misma en expresión y confirmación de la unidad. La oración común de los cristianos invita a Cristo mismo a visitar la Comunidad de aquéllos que lo invocan:«Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»(Mt 18, 20).
22. Cuando los cristianos rezan juntos la meta de la unidad aparece más cercana. La larga historia de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la Fuente de su unidad que es Jesucristo.¡El es el mismo ayer, hoy y siempre!(cf. Hb 13, 8). Cristo está realmente presente en la comunión de oración; ora «en nosotros»,«con nosotros» y «por nosotros». El dirige nuestra oración en el Espíritu Consolador que prometió y dio ya a su Iglesia en el Cenáculo de Jerusalén, cuando la constituyó en su unidad originaria.
En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo. Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones, y de nuevo se encontrarán en aquella comunidad de la Iglesia que Cristo forma incesantemente en el Espíritu Santo, a pesar de todas las debilidades y limitaciones humanas.
23. En suma, la comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En efecto, no se debe olvidar que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión y el mundo pudiese creer que el Padre lo había enviado (cf. Jn 17, 21). Se puede decir que el movimiento ecuménico haya partido en cierto sentido de la experiencia negativa de quienes, anunciando el único Evangelio, se referían cada uno a su propia Iglesia o Comunidad eclesial; una contradicción que no podía pasar desapercibida a quien escuchaba el mensaje de salvación y encontraba en ello un obstáculo a la acogida del anuncio evangélico. Lamentablemente este grave impedimento no está superado. Es cierto, no estamos todavía en plena comunión. Sin embargo, a pesar de nuestras divisiones, estamos recorriendo el camino hacia la unidad plena, aquella unidad que caracterizaba a la Iglesia apostólica en sus principios, y que nosotros buscamos sinceramente: prueba de esto es nuestra oración común, animada por la fe. En la oración nos reunimos en el nombre de Cristo que es Uno. El es nuestra unidad.
La oración «ecuménica» está al servicio de la misión cristiana y de su credibilidad. Por eso debe estar particularmente presente en la vida de la Iglesia y en cada actividad que tenga como fin favorecer la unidad de los cristianos. Es como si nosotros debiéramos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar, aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que, superados los obstáculos para la perfecta comunión eclesial, todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristia.
24. Es motivo de alegría constatar cómo tantos encuentros ecuménicos incluyen casi siempre la oración y, más aún, culminan con ella. La Semana de Oración por la unidad de los cristianos, que se celebra en el mes de enero, o en torno a Pentecostés en algunos países, se ha convertido en una tradición difundida y consolidada. Pero además de ella, son muchas las ocasiones que durante el año llevan a los cristianos a rezar juntos. En este contexto, deseo evocar la experiencia particular de las peregrinaciones del Papa por las Iglesias, en los diferentes continentes y en los varios países de la oikoumene contemporánea. Soy bien consciente de que el Concilio Vaticano II orientó al Papa hacia este particular ejercicio de su ministerio apostólico. Se puede decir aún más. El Concilio hizo de este peregrinar del Papa una clara necesidad, en cumplimiento del papel del Obispo de Roma al servicio de la comunión. Estas visitas casi siempre han incluido un encuentro ecuménico y la oración en común de los hermanos que buscan la unidad en Cristo y en su Iglesia. Recuerdo con una emoción muy especial la oración con el Primado de la Comunión anglicana en la catedral de Canterbury, el 29 de mayo de 1982, cuando en aquel admirable templo veía un «elocuente testimonio, al mismo tiempo, de nuestros largos años de herencia común y de los tristes años de división que vinieron a continuación»; tampoco puedo olvidar las realizadas en los Países escandinavos y nórdicos (1-10 de junio de 1989), en América, África, o aquélla en la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias (12 de junio de 1984), organismo que tiene como objetivo llamar a las Iglesias y a las Comunidades eclesiales que forman parte «a la meta de la comunión visible en una sola fe y en una sola comunión eucarística expresada en el culto y en la vida común en Cristo». Y ¿cómo podría olvidar mi participación en la liturgia eucarística en la iglesia de san Jorge, en el Patriarcado ecuménico (30 de noviembre de 1979), y la celebración en la Basílica de san Pedro durante la visita a Roma de mi venerable Hermano, el Patriarca Dimitrios I (6 de diciembre de 1987)? En aquella circunstancia, junto al altar de la Confesión, profesamos juntos el Símbolo niceno-constantinopolitano, según el texto original griego. No se pueden describir con pocas palabras los aspectos concretos que han caracterizado cada uno de estos encuentros de oración. Por los condicionamientos del pasado que, de modo diverso, pesaban sobre cada uno de ellos, todos tienen una propia y singular elocuencia; todos están grabados en la memoria de la Iglesia, guiada por el Paráclito en la búsqueda de la unidad de todos los creyentes en Cristo.
25. No sólo el Papa se ha hecho peregrino. En estos años muchos dignos representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales me han visitado en Roma y he podido rezar con ellos en encuentros públicos y privados. Ya he mencionado la presencia del Patriarca ecuménico Dimitrios I. Quisiera ahora recordar también el encuentro de oración con los Arzobispos luteranos, primados de Suecia y Finlandia, en la misma Basílica de san Pedro, para la celebración de Vísperas, con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida (5 de octubre de 1991). Se trata de un ejemplo, porque la Iglesia es consciente de que el deber de orar por la unidad es propio de su vida. No hay un acontecimiento importante y significativo que no se beneficie con la presencia recíproca y la oración de los cristianos. Me es imposible enumerar todos estos encuentros, aunque cada uno merezca ser nombrado. Verdaderamente el Señor nos lleva de la mano y nos guía. Estos intercambios, estas oraciones han escrito ya páginas y páginas de nuestro «Libro de la unidad»,«Libro» que debemos siempre hojear y releer para hallar inspiración y esperanza.
26. La oración, la comunidad de oración, nos permite reencontrar siempre la verdad evangélica de las palabras«uno solo es vuestro Padre»(Mt 23, 9), aquel Padre, Abbá, al cual Cristo mismo se dirige, El que es Hijo unigénito de la misma sustancia. Y además:«Uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos»(Mt 23, 8). La oración «ecuménica» manifiesta esta dimensión fundamental de fraternidad en Cristo, que murió para unir a los hijos de Dios dispersos, para que nosotros, llegando a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5), reflejásemos más plenamente la inescrutable realidad de la paternidad de Dios y, al mismo tiempo, la verdad sobre la humanidad propia de cada uno y de todos.
La oración «ecuménica», la oración de los hermanos y hermanas, expresa todo esto. Ellos, precisamente por estar divididos entre sí, con mayor esperanza se unen en Cristo, confiándole el futuro de su unidad y de su comunión. A esta situación se podría aplicar una vez más felizmente la enseñanza del Concilio:«El Señor Jesús, cuando pide al Padre' que todos sean uno[...] como nosotros también somos uno'(Jn 17, 21-22), ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor».
La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento:«Los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad. Por ello, debemos implorar del Espíritu divino la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y espíritu de generosidad fraterna hacia ellos».
27. Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad. En efecto, sólo de este modo ésta formará parte plenamente de la realidad de nuestra vida y de los compromisos que hayamos asumido en la Iglesia. Para poner de relieve esta exigencia he querido proponer a los fieles de la Iglesia católica un modelo que me parece ejemplar, el de una religiosa trapense, María Gabriela de la Unidad, que proclamé beata el 25 de enero de 1983. Sor María Gabriela, llamada por su vocación a vivir alejada del mundo, dedicó su existencia a la meditación y a la oración centrada en el capítulo 17 del Evangelio de san Juan y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es el soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo. El ejemplo de sor María Gabriela nos enseña, nos hace comprender cómo no existen tiempos, situaciones o lugares particulares para rezar por la unidad. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos, siempre y en todo lugar.
28. Si la oración es el «alma» de la renovación ecuménica y de la aspiración a la unidad; sobre ella se fundamenta y en ella encuentra su fuerza todo lo que el Concilio define como «diálogo». Esta definición no está ciertamente lejos del pensamiento personalista actual. La actitud de «diálogo» se sitúa en el nivel de la naturaleza de la persona y de su dignidad. Desde el punto de vista filosófico, esta posición se relaciona con la verdad cristiana sobre el hombre expresada por el Concilio. En efecto, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»; por tanto «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo». El diálogo es paso obligado del camino a recorrer hacia la autorrealización del hombre, tanto del individuo como también de cada comunidad humana. Si bien del concepto de «diálogo» parece emerger en primer plano el momento cognoscitivo (dia-logos), cada diálogo encierra una dimensión global, existencial. Abarca al sujeto humano totalmente; el diálogo entre las comunidades compromete de modo particular la subjetividad de cada una de ellas.
Esta verdad sobre el diálogo, expresada tan profundamente por el Papa Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam, fue también asumida por la doctrina y la actividad ecuménica del Concilio. El diálogo no es sólo un intercambio de ideas. Siempre es de todos modos un «intercambio de dones».
29. Por este motivo, el Decreto conciliar sobre el ecumenismo pone también en primer plano «todos los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que por lo mismo hagan más difíciles las relaciones mutuas con ellos». Este Documento afronta la cuestión desde el punto de vista de la Iglesia católica y se refiere al criterio que ella debe aplicar en relación con los demás cristianos. Sin embargo, en todo esto hay una exigencia de reciprocidad. Seguir este criterio es un compromiso indispensable de cada una de las partes que quieren dialogar y es condición previa para comenzarlo. Es necesario pasar de una situación de antagonismo y de conflicto a un nivel en el que uno y otro se reconocen recíprocamente como asociados. Cuando se empieza a dialogar, cada una de las partes debe presuponer una voluntad de reconciliación en su interlocutor, de unidad en la verdad. Para realizar todo esto, deben evitarse las manifestaciones de recíproca oposición. Sólo así el diálogo ayudará a superar la división y podrá acercar a la unidad.
30. Se puede afirmar, con viva gratitud hacia el Espíritu de verdad, que el Concilio Vaticano II fue un tiempo providencial durante el cual se realizaron las condiciones fundamentales para la participación de la Iglesia católica en el diálogo ecuménico. Por otra parte, la presencia de numerosos observadores de varias Iglesias y Comunidades eclesiales, su profunda implicación en el acontecimiento conciliar, los numerosos encuentros y las oraciones en común que el Concilio ha hecho posibles, han contribuido a que se dieran las condiciones para el diálogo. Durante el Concilio, los representantes de las Iglesias y Comunidades cristianas experimentaron la disposición para el diálogo del episcopado católico del mundo entero y, en particular, de la Sede Apostólica.
Estructuras locales del diálogo
31. El diálogo ecuménico, tal y como se ha manifestado desde los días del Concilio, lejos de ser una prerrogativa de la Sede Apostólica, atañe también a las Iglesias locales o particulares. Las Conferencias episcopales y los Sínodos de las Iglesias orientales católicas han instituido comisiones especiales para la promoción del espíritu y de la acción ecuménicos. Oportunas estructuras análogas trabajan a nivel diocesano. Estas iniciativas manifiestan el deber concreto y general de la Iglesia católica de aplicar las orientaciones conciliares sobre ecumenismo: este es un aspecto esencial del movimiento ecuménico. No sólo se ha emprendido el diálogo, sino que se ha convertido en una necesidad declarada, una de las prioridades de la Iglesia; en consecuencia, se ha perfilado la «técnica» para dialogar, favoreciendo al mismo tiempo el crecimiento del espíritu de diálogo. En este contexto se quiere ante todo considerar el diálogo entre cristianos de las diferentes Iglesias o Comunidades,«entablado entre expertos adecuadamente formados, en el que cada uno explica con mayor profundidad la doctrina de su Comunión y presenta con claridad sus características». Sin embargo, conviene que cada cristiano conozca el método adecuado al diálogo.
32. Como afirma la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa,«la verdad debe buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante la investigación libre, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y del diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; una vez conocida la verdad, hay que adherirse a ella firmemente con el asentimiento personal».
El diálogo ecuménico tiene una importancia esencial.«Pues, por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y una estima más justa de la doctrina y de la vida de cada Comunión; además, también las Comuniones consiguen una mayor colaboración en aquellas obligaciones en pro del bien común exigidas por toda conciencia cristiana, y se reúnen, en cuanto es posible, en la oración unánime. Finalmente, todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y emprenden valientemente, como conviene, la obra de renovación y de reforma».
Diálogo como examen de conciencia
33. En la intención del Concilio, el diálogo ecuménico tiene el carácter de una búsqueda común de la verdad, particularmente sobre la Iglesia. En efecto, la verdad forma las conciencias y orienta su actuación en favor de la unidad. Al mismo tiempo, exige que la conciencia de los cristianos, hermanos divididos entre sí, y sus obras se conformen a la oración de Cristo por la unidad. Existe una correlación entre oración y diálogo. Una oración más profunda y consciente hace el diálogo más rico en frutos. Si por una parte la oración es la condición para el diálogo, por otra llega a ser, de forma cada vez más madura, su fruto.
34. Gracias al diálogo ecuménico podemos hablar de mayor madurez de nuestra oración común. Esto es posible en cuanto el diálogo cumple también y al mismo tiempo la función de un examen de conciencia.¿Cómo no recordar en este contexto las palabras de la Primera Carta de Juan?«Si decimos:' No tenemos pecado', nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él [Dios] para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia»(1, 8-9). Juan nos lleva aún más allá cuando afirma:«Si decimos:' No hemos pecado', le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros»(1, 10). Una exhortación que reconoce tan radicalmente nuestra condición de pecadores debe ser también una característica del espíritu con que se afronta el diálogo ecuménico. Si éste no llegara a ser un examen de conciencia, como un «diálogo de las conciencias»,¿podríamos contar con la certeza que la misma Carta nos transmite?«Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero»(2, 1-2). El sacrificio salvífico de Cristo se ofrece por todos los pecados del mundo, y por tanto también los cometidos contra la unidad de la Iglesia: los pecados de los cristianos, tanto de los pastores como de los fieles. Incluso después de tantos pecados que han contribuido a las divisiones históricas, es posible la unidad de los cristianos, si somos conscientes humildemente de haber pecado contra la unidad y estamos convencidos de la necesidad de nuestra conversión. No sólo se deben perdonar y superar los pecados personales, sino también los sociales, es decir, las «estructuras» mismas del pecado que han contribuido y pueden contribuir a la división y a su consolidación.
35. Una vez más el Concilio Vaticano II nos ayuda. Se puede decir que todo el Decreto sobre el ecumenismo está lleno del espíritu de conversión. El diálogo ecuménico presenta en este documento un carácter propio; se transforma en «diálogo de la conversión», y por tanto, según la expresión de Pablo VI, en auténtico «diálogo de salvación». El diálogo no puede desarrollarse siguiendo una trayectoria exclusivamente horizontal, limitándose al encuentro, al intercambio de puntos de vista, o incluso de dones propios de cada Comunidad. Tiende también y sobre todo a una dimensión vertical que lo orienta hacia Aquél, Redentor del mundo y Señor de la historia, que es nuestra reconciliación. La dimensión vertical del diálogo está en el común y recíproco reconocimiento de nuestra condición de hombres y mujeres que han pecado. Precisamente esto abre en los hermanos que viven en comunidades que no están en plena comunión entre ellas, un espacio interior en donde Cristo, fuente de unidad de la Iglesia, puede obrar eficazmente, con toda la potencia de su Espíritu Paráclito.
Diálogo para resolver las divergencias
36. El diálogo es también un instrumento natural para confrontar diversos puntos de vista y sobre todo examinar las divergencias que obstaculizan la plena comunión de los cristianos entre sí. El Decreto sobre el ecumenismo describe, en primer lugar, las disposiciones morales con las que se deben afrontar las conversaciones doctrinales:«Los teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, deben seguir adelante en el diálogo ecuménico con amor a la verdad, caridad y humildad, investigando juntamente con los hermanos separados sobre los misterios divinos».
El amor a la verdad es la dimensión más profunda de una auténtica búsqueda de la plena comunión entre los cristianos. Sin este amor sería imposible afrontar las objetivas dificultades teológicas, culturales, psicológicas y sociales que se encuentran al examinar las divergencias. A esta dimensión interior y personal está inseparablemente unido el espíritu de caridad y humildad. Caridad hacia el interlocutor, humildad hacia la verdad que se descubre y que podría exigir revisiones de afirmaciones y actitudes.
En relación al estudio de las divergencias, el Concilio pide que se presente toda la doctrina con claridad. Al mismo tiempo, exige que el modo y el método de enunciar la fe católica no sea un obstáculo para el diálogo con los hermanos. Ciertamente es posible testimoniar la propia fe y explicar la doctrina de un modo correcto, leal y comprensible, y tener presente contemporáneamente tanto las categorías mentales como la experiencia histórica concreta del otro.
Obviamente, la plena comunión deberá realizarse en la aceptación de toda la verdad, en la que el Espíritu Santo introduce a los discípulos de Cristo. Por tanto debe evitarse absolutamente toda forma de reduccionismo o de fácil «estar de acuerdo». Las cuestiones serias deben resolverse, porque de lo contrario resurgirían en otros momentos, con idéntica configuración o bajo otro aspecto.
37. El Decreto Unitatis redintegratio señala también un criterio a seguir cuando los católicos tienen que presentar o confrontar las doctrinas:«Han de recordar que existe un orden o' jerarquía' de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana. Así se preparará el camino por el cual todos, por esta emulación fraterna, se estimularán a un conocimiento más profundo y a una exposición más clara de las riquezas insondables de Cristo.
38. En el diálogo nos encontramos inevitablemente con el problema de las diferentes formulaciones con las que se expresa la doctrina en las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, lo cual tiene más de una consecuencia para la actividad ecuménica.
En primer lugar, ante formulaciones doctrinales que se diferencian de las habituales de la comunidad a la que se pertenece, conviene ante todo aclarar si las palabras no sobrentienden un contenido idéntico, como, por ejemplo, se ha constatado en recientes declaraciones comunes firmadas por mis Predecesores y por mí junto con los Patriarcas de Iglesias con las que desde siglos existía un contencioso cristológico. En relación a la formulación de las verdades reveladas, la Declaración Mysterium Ecclesiae afirma:«Si bien las verdades que la Iglesia quiere enseñar de manera efectiva con sus fórmulas dogmáticas se distinguen del pensamiento mutable de una época y pueden expresarse al margen de estos pensamientos, sin embargo, puede darse el caso de que tales verdades pueden ser enunciadas por el sagrado Magisterio con palabras que sean evocación del mismo pensamiento. Teniendo todo esto presente hay que decir que las fórmulas dogmáticas del Magisterio de la Iglesia han sido aptas desde el principio para comunicar la verdad revelada y que, permaneciendo las mismas, lo serán siempre para quienes las interpretan rectamente». A este respecto, el diálogo ecuménico, que anima a las partes implicadas a interrogarse, comprenderse y explicarse recíprocamente, permite descubrimientos inesperados. Las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde dos perspectivas diversas. Es necesario hoy encontrar la fórmula que, expresando la realidad en su integridad, permita superar lecturas parciales y eliminar falsas interpretaciones.
Una de las ventajas del ecumenismo es que ayuda a las Comunidades cristianas a descubrir la insondable riqueza de la verdad. También en este contexto, todo lo que el Espíritu realiza en los «otros» puede contribuir a la edificación de cada comunidad. Y en cierto modo a instruirla sobre el misterio de Cristo. El ecumenismo auténtico es una gracia de cara a la verdad.
39. Finalmente, el diálogo pone a los interlocutores frente a las verdaderas y propias divergencias que afectan a la fe. Estas divergencias deben sobre todo ser afrontadas con espíritu sincero de caridad fraterna, de respeto de las exigencias de la propia conciencia y la del próximo, con profunda humildad y amor a la verdad. La confrontación en esta materia tiene dos puntos de referencia esenciales: la Sagrada Escritura y la gran Tradición de la Iglesia. Para los católicos es una ayuda el Magisterio siempre vivo de la Iglesia.
40. Las relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social, e incluso en el testimonio del mensaje del Evangelio.
«La cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo siervo». Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica por la comunión fraterna, sino que es una epifanía de Cristo mismo.
Además, la cooperación ecuménica es una verdadera escuela de ecumenismo, es un camino dinámico hacia la unidad. La unidad de acción lleva a la plena unidad de fe:«Con esta cooperación, todos los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los cristianos».
A los ojos del mundo la cooperación entre los cristianos asume las dimensiones del común testimonio cristiano y llega a ser instrumento de evangelización en beneficio de unos y otros.