Mayo 7, 2000
1. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).
Con estas palabras Jesús, la víspera de su pasión, anuncia su glorificación a través de la muerte. La comprometedora afirmación ha resonado hace poco en la aclamación al Evangelio. Esa resuena con fuerza en nuestro espíritu esta tarde, en este lugar significativo, donde hacemos memoria de los «testigos de la fe del siglo XX».
Cristo es el grano de trigo que muriendo ha dado frutos de vida inmortal. Y sobre las huellas del rey crucificado han caminado sus discípulos, convertidos a lo largo de los siglos en legiones innumerables «de toda lengua, raza, pueblo y nación»: apóstoles y confesores de la fe, vírgenes y mártires, audaces heraldos del Evangelio y silenciosos servidores del Reino.
Queridos hermanos y hermanas, unidos por la fe en Cristo Jesús, me es muy grato dirigiros hoy mi fraterno abrazo de paz, mientras juntos conmemoramos los testigos de la fe del siglo XX. Saludo con afecto a los representantes del Patriarcado ecuménico y de las otras Iglesias hermanas ortodoxas, así como a los de las Antiguas Iglesias de Oriente. Igualmente agradezco la presencia fraterna de los representantes de la Comunión Anglicana, de las Comuniones Cristianas Mundiales de Occidente y de las Organizaciones ecuménicas.
Para todos nosotros es motivo de intensa emoción encontrarnos juntos esta tarde, reunidos junto al Coliseo, para esta sugestiva celebración jubilar. Los monumentos y las ruinas de la antigua Roma hablan a la humanidad de los sufrimientos y de las persecuciones soportadas con fortaleza heroica por nuestros padres en la fe, los cristianos de las primeras generaciones.
Estos antiguos vestigios nos recuerdan la verdad de las palabras de Tertuliano que escribía: «"sanguis martyrum semen christianorum" - la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos» (Apol., 50,13: CCL 1, 171).
2. La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que también marca todas las épocas de su historia. En el siglo XX, tal vez más que en el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de la fe con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo derramando también la sangre. Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes, experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato. Muchos países de antigua tradición cristiana volvieron a ser tierras donde la fidelidad al Evangelio se pagó con un precio muy alto. En nuestro siglo «el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes» («Tertio millennio adveniente», 37).
La generación a la que pertenezco ha conocido el horror de la guerra, los campos de concentración y la persecución. En mi Patria, durante la segunda Guerra Mundial, sacerdotes y cristianos fueron deportados a los campos de exterminio. Sólo en Dachau fueron internados casi tres mil sacerdotes; su sacrificio se unió al de muchos cristianos provenientes de otros países europeos, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales.
Yo mismo fui testigo en los años de mi juventud, de tanto dolor y de tantas pruebas. Mi sacerdocio, desde sus orígenes, «ha estado inscrito en el gran sacrificio de tantos hombres y de tantas mujeres de mi generación» («Don y Misterio», p. 47). La experiencia de la Segunda Guerra Mundial y de los años siguientes me ha movido a considerar con grata atención el ejemplo luminoso de cuantos, desde inicios del siglo XX hasta su fin, experimentaron la persecución, la violencia y la muerte, a causa de su fe y de su conducta inspirada en la verdad de Cristo.
3. ¡Y son tantos! Su recuerdo no debe perderse, más bien debe recuperarse de modo documentado. Los nombres de muchos no son conocidos; los nombres de algunos fueron manchados por sus perseguidores, que añadieron al martirio la ignominia; los nombres de otros fueron ocultados por sus verdugos. Sin embargo, los cristianos conservan el recuerdo de gran parte de ellos. Lo han demostrado las numerosas respuestas a la invitación de no olvidar, llegadas a la Comisión «Nuevos mártires» dentro del Comité del Gran Jubileo, que ha trabajado con tesón para enriquecer y actualizar la memoria de la Iglesia con los testimonios de todas aquellas personas, también las desconocidas, que «han dado su vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo» (Hch 15,26). Sí, como escribía --la víspera de su ejecución-- el metropolita ortodoxo de San Petersburgo, Benjamín, martirizado en 1922, «los tiempos han cambiado y ha surgido la posibilidad de padecer sufrimientos por amor de Cristo...». Con la misma convicción, desde su celda de Buchenwald, el pastor luterano Paul Schneider lo afirmaba ante sus verdugos: «Así dice el Señor, yo soy la Resurrección y la Vida».
La participación de Representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales da a nuestra celebración de hoy un valor y elocuencia singulares dentro de este Jubileo del año 2000. Muestra cómo el ejemplo de los heroicos testigos de la fe es verdaderamente hermoso para todos los cristianos. La persecución ha afectado a casi todas las Iglesias y comunidades eclesiales en el siglo XX, uniendo a los cristianos en los lugares del dolor y haciendo de su común sacrificio un signo de esperanza para los tiempos venideros.
Estos hermanos y hermanas nuestros en la fe, a los que hoy nos referimos con gratitud y veneración, son como un gran cuadro de la humanidad cristiana del siglo XX. Un mural del Evangelio de las Bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre.
4. «Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12). Qué bien se aplican estas palabras de Cristo a los innumerables testigos de la fe del siglo pasado, insultados y perseguidos, pero nunca vencidos por la fuerza del mal.
Allí donde el odio parecía arruinar toda la vida sin la posibilidad de huir de su lógica, ellos manifestaron cómo «el amor es más fuerte que la muerte». Bajo terribles sistemas opresivos que desfiguraban al hombre, en los lugares de dolor, entre durísimas privaciones, a lo largo de marchas insensatas, expuestos al frío, al hambre, torturados, sufriendo de tantos modos, ellos manifestaron admirablemente su adhesión a Cristo muerto y resucitado. Escucharemos dentro de poco algunos de sus impresionantes testimonios.
Muchos rechazaron someterse al culto de los ídolos del siglo XX y fueron sacrificados por el comunismo, el nazismo, la idolatría del Estado o de la raza. Muchos otros cayeron, en el curso de guerras étnicas o tribales, porque habían rechazado una lógica ajena al Evangelio de Cristo. Algunos murieron porque, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, quisieron permanecer junto a sus fieles a pesar de las amenazas. En todos los continentes y a lo largo del siglo XX hubo quien prefirió dejarse matar antes que renunciar a la propia misión. Religiosos y religiosas vivieron su consagración hasta el derramamiento de la sangre. Hombres y mujeres creyentes murieron ofreciendo su vida por amor de los hermanos, especialmente de los más pobres y débiles. Tantas mujeres perdieron la vida por defender su dignidad y su pureza.
5. «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna» (Jn 12,25). Hemos escuchado hace poco estas palabras de Cristo. Se trata de una verdad que frecuentemente el mundo contemporáneo rechaza y desprecia, haciendo del amor hacia sí mismo el criterio supremo de la existencia. Pero los testigos de la fe, que también esta tarde nos hablan con su ejemplo, no buscaron su propio interés, su propio bienestar, la propia supervivencia como valores más grandes que la fidelidad al Evangelio. Incluso en su debilidad, ellos opusieron firme resistencia al mal. En su fragilidad resplandeció la fuerza de la fe y de la gracia del Señor.
Queridos hermanos y hermanas, la preciosa herencia que estos valientes testigos nos han legado es un patrimonio común de todas las Iglesias y de todas las Comunidades eclesiales. Es una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división. El ecumenismo de los mártires y de los testigos de la fe es el más convincente; indica el camino de la unidad a los cristianos del siglo XXI. Es la herencia de la Cruz vivida a la luz de la Pascua: herencia que enriquece y sostiene a los cristianos mientras se dirigen al nuevo milenio.
Si nos enorgullecemos de esta herencia no es por parcialidad y menos aún por deseo de revancha hacia los perseguidores, sino para que quede de manifiesto el extraordinario poder de Dios, que ha seguido actuando en todo tiempo y lugar. Lo hacemos perdonando a ejemplo de tantos testigos muertos mientras oraban por sus perseguidores.
6. Que permanezca viva la memoria de estos hermanos y hermanas nuestros a lo largo del siglo y del milenio recién comenzados. Más aún, ¡que crezca! Que se transmita de generación en generación para que de ella brote una profunda renovación cristiana. Que se custodie como un tesoro de gran valor para los cristianos del nuevo milenio y sea la levadura para alcanzar la plena comunión de todos los discípulos de Cristo.
Con el espíritu lleno de íntima emoción expreso este deseo. Elevo mi oración al Señor para que la nube de testigos que nos rodea nos ayude a todos nosotros, creyentes, a expresar con el mismo valor nuestro amor por Cristo, por Él que está vivo siempre en su Iglesia: como ayer, así hoy, mañana y siempre.