Convocados por el Papa Juan Pablo II e impulsados por el Espíritu de Dios nuestro Padre, los Obispos participantes en la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, reunida en Santo Domingo, en continuidad con las precedentes de Río de Janeiro, Medellín y Puebla, proclamamos nuestra fe y nuestro amor a Jesucristo. él es el mismo «ayer, hoy y siempre» (cf. Heb 13, 8).
Reunidos como en un nuevo cenáculo, en torno a María la Madre de Jesús, damos gracias a Dios por el don inestimable de la fe y por los incontables dones de su misericordia. Pedimos perdón por las infidelidades a su bondad. Animados por el Espíritu Santo nos disponemos a impulsar con nuevo ardor una Nueva Evangelización, que se proyecte en un mayor compromiso por la promoción integral del hombre e impregne con la luz del Evangelio las culturas de los pueblos latinoamericanos. él es quien debe darnos la sabiduría para encontrar los nuevos métodos y las nuevas expresiones que hagan más comprensible el único Evangelio de Jesucristo hoy día a nuestros hermanos. Y así responder a los nuevos interrogantes.
(Santo Domingo, Conclusiones 1)
Al contemplar, con una mirada de fe, la implantación de la Cruz de Cristo en este continente, ocurrida hace cinco siglos, comprendemos que fue él, Señor de la historia, quien extendió el anuncio de la salvación a dimensiones insospechadas. Creció así la familia de Dios y se multiplicó para gloria de Dios el número de los que dan gracias (cf. 2Cor 4, 15; cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural, 3). Dios se escogió un nuevo pueblo entre los habitantes de estas tierras que, aunque desconocidos para el Viejo Mundo, eran bien «conocidos por Dios desde toda la eternidad y por él siempre abrazados con la paternidad que el Hijo ha revelado en la plenitud de los tiempos» (Juan Pablo II, Discurso inaugural, 3).
(Santo Domingo, Conclusiones 2)
Jesucristo es en verdad el centro del designio amoroso de Dios. Por eso repetimos con la epístola a los Efesios:
«Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1, 3 -5).
Celebramos a Jesucristo, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rom 4, 25), que vive entre nosotros y es nuestra «esperanza de la gloria» (Col 1, 27). él es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creatura en quien fueron creadas todas las cosas. él sostiene la creación, hacia él convergen todos los caminos del hombre, es el Señor de los tiempos. En medio de las dificultades y las cruces queremos seguir siendo en nuestro continente testigos del amor de Dios y profetas de aquella esperanza que no falla. Queremos iniciar «una nueva era bajo el signo de la esperanza» (cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural, V).
(Santo Domingo, Conclusiones 3)
Bendecimos a Dios que en su amor misericordioso «envió a su Hijo, nacido de mujer» (Gál 4, 4) para salvar a todos los hombres. Así Jesucristo se hizo uno de nosotros (cf. Heb 2, 17). Ungido por el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 15) proclama en la plenitud de los tiempos la Buena Nueva diciendo: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Este Reino inaugurado por Jesús nos revela primeramente al propio Dios como «un Padre amoroso y lleno de compasión» (Rmi 13), que llama a todos, hombres y mujeres, a ingresar en él.
- Para subrayar este aspecto, Jesús se ha acercado sobre todo a aquellos que por sus miserias estaban al margen de la sociedad, anunciándoles la «Buena Nueva». Al comienzo de su ministerio proclama que ha sido enviado a «anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18). A todas las víctimas del rechazo y del desprecio, conscientes de sus carencias, Jesús les dice: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6, 20; cf. Rmi 14). Así, pues, los necesitados y pecadores pueden sentirse amados por Dios, y objeto de su inmensa ternura (cf. Lc 15, 1 -32).
(Santo Domingo, Conclusiones 4)
La entrada en el Reino de Dios se realiza mediante la fe en la Palabra de Jesús, sellada por el bautismo, atestiguada en el seguimiento, en el compartir su vida, su muerte y resurrección (cf. Rom 6, 9). Esto exige una profunda conversión (cf. Mc 1, 15; Mt 4, 17), una ruptura con toda forma de egoísmo en un mundo marcado por el pecado (cf. Mt 7, 21; Jn 14, 15; Rmi 13); es decir, una adhesión al anuncio de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1 -10).
El misterio del Reino, escondido durante siglos y generaciones en Dios (cf. Col 1, 26) y presente en la vida y las palabras de Jesús, identificado con su persona, es don del Padre (cf. Lc 12, 32 y Mt 20, 23) y consiste en la comunión, gratuitamente ofrecida, del ser humano con Dios (cf. EN 9; Jn 14, 23), comenzando en esta vida y teniendo su realización plena en la eternidad (cf. EN 27).
El amor de Dios se atestigua en el amor fraterno (cf. 1Jn 4, 20), del cual no puede separarse: «Si nos amamos unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1Jn 4, 12). «Por tanto, la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios» (Rmi 15).
(Santo Domingo, Conclusiones 5)
Para la realización del Reino, «Jesús instituyó Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14), a los cuales reveló los «misterios» del Padre haciéndolos sus amigos (cf. Jn 15, 15) y continuadores de la misma misión que él había recibido de su Padre (cf. Jn 20, 21), y estableciendo a Pedro como fundamento de la nueva comunidad (cf. Mt 16, 18).
Antes de su ida al Padre, Jesús instituyó el sacramento de su amor, la Eucaristía (cf. Mc 14, 24), memorial de su sacrificio. Así permanece el Señor en medio de su pueblo para alimentarlo con su Cuerpo y con su Sangre, fortaleciendo y expresando la comunión y la solidaridad que debe reinar entre los cristianos, mientras peregrinan por los caminos de la tierra con la esperanza del encuentro pleno con él. Víctima sin mancha ofrecida a Dios (cf. Heb 9, 14), Jesús es igualmente el sacerdote que quita el pecado con una única ofrenda (cf. Heb 10, 14).
él, y sólo él, es nuestra salvación, nuestra justicia, nuestra paz y nuestra reconciliación. En él fuimos reconciliados con Dios y por él nos fue confiado el «Ministerio de la Reconciliación» (2Cor 5, 19). él derriba todo muro que separa a los hombres y a los pueblos (cf. Ef 2, 14). Por eso hoy, en este tiempo de Nueva Evangelización, queremos repetir con el apóstol San Pablo: «Déjense reconciliar con Dios» (2Cor 5, 20).
(Santo Domingo, Conclusiones 6)
Confesamos que Jesús, que verdaderamente resucitó y subió al cielo, es Señor, consubstancial al Padre, «en él reside toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9); sentado a su derecha, merece el tributo de nuestra adoración. «La resurrección confiere un alcance universal al mensaje de Cristo, a su acción y a toda su misión» (Rmi 16). Cristo resucitó para comunicarnos su vida. De su plenitud todos hemos recibido la gracia (cf. Jn 1, 16). Jesucristo, que murió para liberarnos del pecado y de la muerte, ha resucitado para hacernos hijos de Dios en él. Si no hubiera resucitado, «vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe» (1Cor 15, 14). él es nuestra esperanza (cf. 1Tim 1, 1; 3, 14 -16), ya que puede salvar a los que se acercan a Dios y está siempre vivo para interceder en favor nuestro (cf. Heb 7, 25).
Conforme a la promesa de Jesús, el Espíritu Santo fue derramado sobre los apóstoles reunidos con María en el cenáculo (cf. Hch 1, 12 -14; 2, 1). Con la donación del Espíritu en Pentecostés, la Iglesia fue enviada a anunciar el Evangelio. Desde ese día, ella, nuevo pueblo de Dios (cf. 1Pe 2, 9 -10) y cuerpo de Cristo (cf. 1Cor 12, 27; Ef 4, 12), está ordenada al Reino, del cual es germen, signo e instrumento (cf. Rmi 18) hasta el fin de los tiempos. La Iglesia, desde entonces y hasta nuestros días, engendra por la predicación y el bautismo nuevos hijos de Dios, concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios (cf. LG 64).
(Santo Domingo, Conclusiones 7)
En la comunión de la fe apostólica, que por boca de Pedro confesó en Palestina: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16), hoy hacemos nuestras las palabras de Pablo VI que al empezar nuestros trabajos nos recordaba Juan Pablo II: « ¡Cristo! Cristo, nuestro principio. Cristo, nuestra vida y nuestro guía. Cristo, nuestra esperanza y nuestro término... Que no se cierna sobre esta asamblea otra luz que no sea la de Cristo, luz del mundo. Que ninguna otra verdad atraiga nuestra mente fuera de las palabras del Señor, único Maestro. Que no tengamos otra aspiración que la de serle absolutamente fieles. Que ninguna otra esperanza nos sostenga, si no es aquélla que, mediante su palabra, conforta nuestra debilidad...» (Juan Pablo II, Discurso inaugural, 1).
Sí, confesamos que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. él es el Hijo único del Padre, hecho hombre en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, que vino al mundo para librarnos de toda esclavitud de pecado, a darnos la gracia de la adopción filial, y a reconciliarnos con Dios y con los hombres. él es el Evangelio viviente del amor del Padre. En él la humanidad tiene la medida de su dignidad y el sentido de su desarrollo.
(Santo Domingo, Conclusiones 8)
Reconocemos la dramática situación en que el pecado coloca al hombre. Porque el hombre creado bueno, a imagen del mismo Dios, señor responsable de la creación, al pecar ha quedado enemistado con él, dividido en sí mismo, ha roto la solidaridad con el prójimo y destruido la armonía de la naturaleza. Ahí reconocemos el origen de los males individuales y colectivos que lamentamos en América Latina: las guerras, el terrorismo, la droga, la miseria, las opresiones e injusticias, la mentira institucionalizada, la marginación de grupos étnicos, la corrupción, los ataques a la familia, el abandono de los niños y ancianos, las campañas contra la vida, el aborto, la instrumentalización de la mujer, la depredación del medio ambiente, en fin, todo lo que caracteriza una cultura de muerte.
¿Quién nos librará de estas fuerzas de muerte? (cf. Rom 7, 24). Sólo la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, ofrecida una vez más a los hombres y mujeres de América Latina, como llamada a la conversión del corazón. La renovada evangelización que ahora emprendemos debe ser, pues, una invitación a convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres (cf. Juan Pablo II, Discurso inaugural, 18), para que los cristianos seamos como el alma en todos los ambientes de la vida social (cf. Carta a Diogneto, 6).
(Santo Domingo, Conclusiones 9)
Identificados con Cristo que vive en cada uno (cf. Gál 2, 20) y conducidos por el Espíritu Santo, los hijos de Dios reciben en su corazón la ley del amor. De esta manera pueden responder a la exigencia de ser perfectos como el Padre que está en el cielo (cf. Mt 5, 48), siguiendo a Jesucristo y cargando la propia cruz cada día hasta dar la vida por él (cf. Mc 8, 34 -36).
(Santo Domingo, Conclusiones 10)
Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica y la amamos. Fundada por Jesucristo «sobre el fundamento de los Apóstoles» (cf. Ef 2, 20) cuyos sucesores, los obispos, presiden las distintas Iglesias particulares. En comunión entre ellos y presididos en la caridad por el Obispo de Roma, sirven a sus Iglesias particulares, de modo que en cada una de ellas esté viva y operante la Iglesia de Cristo. Ella es «la primera beneficiaria de la salvación. Cristo la ha adquirido con su sangre (Hch 20, 28) y la ha hecho su colaboradora en la obra de la salvación universal» (cf. Rmi 9).
Peregrina en este continente, está presente y se realiza como comunidad de hermanos bajo la conducción de los obispos. Fieles y pastores, congregados por el Espíritu Santo (cf. CD 11) en torno a la Palabra de Dios y a la mesa de la Eucaristía, son a su vez enviados a proclamar el Evangelio, anunciando a Jesucristo y dando testimonio de amor fraterno.
(Santo Domingo, Conclusiones 11)
«La Iglesia peregrinante es, por naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (AG 2). La evangelización es su razón de ser; existe para evangelizar (cf. EN 15). Para América Latina, providencialmente animada con un nuevo ardor evangélico, ha llegado la hora de llevar su fe a los pueblos que aún no conocen a Cristo, en la certeza confiada de que «la fe se fortalece dándola» (Juan Pablo II, Discurso inaugural, 28).La Iglesia quiere realizar en estos tiempos una Nueva Evangelización que transmita, consolide y madure en nuestros pueblos la fe en Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Esta evangelización «debe contener siempre- como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo- una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios» (EN 27).
(Santo Domingo, Conclusiones 12)
El anuncio cristiano, por su propio vigor, tiende a sanar, afianzar y promover al hombre, a constituir una comunidad fraterna, renovando la misma humanidad y dándole su plena dignidad humana, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio (cf. EN 18). La Evangelización promueve el desarrollo integral, exigiendo de todos y cada uno el pleno respeto de sus derechos y la plena observancia de sus deberes, a fin de crear una sociedad justa y solidaria, en camino a su plenitud en el Reino definitivo. El hombre está llamado a colaborar y ser instrumento con Jesucristo en la Evangelización. En América Latina, continente religioso y sufrido, urge una Nueva Evangelización que proclame sin equívocos el Evangelio de la justicia, del amor y de la misericordia.
Sabemos que, en virtud de la encarnación, Cristo se ha unido en cierto modo a todo hombre (cf. GS 22). Es la perfecta revelación del hombre al propio hombre y el que descubre la sublimidad de su vocación (cf. ib.). Jesucristo se inserta en el corazón de la humanidad e invita a todas las culturas a dejarse llevar por su espíritu hacia la plenitud, elevando en ellas lo que es bueno y purificando lo que se encuentra marcado por el pecado. Toda evangelización ha de ser, por tanto, inculturación del Evangelio. Así toda cultura puede llegar a ser cristiana, es decir, a hacer referencia a Cristo e inspirarse en él y en su mensaje (cf. Juan Pablo II, Discurso a la II Asamblea plenaria de la Pontificia Comisión para América Latina, 14. 6. 91, 4). Jesucristo es, en efecto, la medida de toda cultura y de toda obra humana. La inculturación del Evangelio es un imperativo del seguimiento de Jesús y necesaria para restaurar el rostro desfigurado del mundo (cf. LG 8). Es una labor que se realiza en el proyecto de cada pueblo, fortaleciendo su identidad y liberándolo de los poderes de la muerte. Por eso podemos anunciar con confianza: hombres y mujeres de Latinoamérica, ¡Abrid los corazones a Jesucristo. él es el camino, la verdad y la vida, quien le sigue no anda en tinieblas! (cf. Jn 14, 6; 8, 12).
(Santo Domingo, Conclusiones 13)
Creemos que Cristo, el Señor, ha de volver para llevar a su plenitud el Reino de Dios y entregarlo al Padre (cf. 1Cor 15, 24), transformada ya la creación entera en «los cielos y la tierra nueva en los que habita la justicia» (cf. 2Pe 3, 13). Allí alcanzaremos la comunión perfecta del cielo, en el gozo de la visión eterna de la Trinidad. Hombres y mujeres, que se hayan mantenido fieles al Señor, vencidos finalmente el pecado, el diablo y la muerte, llegarán a su plenitud humana, participando de la misma naturaleza divina (cf. 2Pe 1, 4). Entonces Cristo recapitulará y reconciliará plenamente la creación, todo será suyo y Dios será todo en todos (cf. 1Cor 15, 28).
(Santo Domingo, Conclusiones 14)
Confirmando la fe de nuestro pueblo queremos proclamar que la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, es la primera redimida y la primera creyente. María, mujer de fe, ha sido plenamente evangelizada, es la más perfecta discípula y evangelizadora (cf. Jn 2, 1 -12). Es el modelo de todos los discípulos y evangelizadores por su testimonio de oración, de escucha de la Palabra de Dios y de pronta y fiel disponibilidad al servicio del Reino hasta la cruz. Su figura maternal fue decisiva para que los hombres y mujeres de América Latina se reconocieran en su dignidad de hijos de Dios. María es el sello distintivo de la cultura de nuestro continente. Madre y educadora del naciente pueblo latinoamericano, en Santa María de Guadalupe, a través del Beato Juan Diego, se «ofrece un gran ejemplo de Evangelización perfectamente inculturada» (Juan Pablo II, Discurso inaugural, 24). Nos ha precedido en la peregrinación de la fe y en el camino a la gloria, y acompaña a nuestros pueblos que la invocan con amor hasta que nos encontremos definitivamente con su Hijo. Con alegría y agradecimiento acogemos el don inmenso de su maternidad, su ternura y protección, y aspiramos a amarla del mismo modo como Jesucristo la amó. Por eso la invocamos como Estrella de la Primera y de la Nueva Evangelización.
(Santo Domingo, Conclusiones 15)
2. A los 500 años de la primera evangelización
«En los pueblos de América, Dios se ha escogido un nuevo pueblo,... lo ha hecho partícipe de su Espíritu. Mediante la Evangelización y la fe en Cristo, Dios ha renovado su alianza con América Latina» (Juan Pablo II, Discurso inaugural, 3).
El año 1492 fue clave en este proceso de predicación de la Buena Nueva. En efecto, «lo que la Iglesia celebra en esta conmemoración no son acontecimientos históricos más o menos discutibles, sino una realidad espléndida y permanente que no se puede infravalorar: la llegada de la fe, la proclamación y difusión del Mensaje evangélico en el continente americano. Y lo celebra en el sentido más profundo y teológico del término: como se celebra a Jesucristo, Señor de la historia y de los destinos de la humanidad» (Juan Pablo II, Alocución dominical, 5. 1. 92, 2).
(Santo Domingo, Conclusiones 16)
La presencia creadora, providente y salvadora de Dios acompañaba ya la vida de estos pueblos. Las «semillas del Verbo», presentes en el hondo sentido religioso de las culturas precolombinas, esperaban el fecundo rocío del Espíritu. Tales culturas ofrecían en su base, junto a otros aspectos necesitados de purificación, aspectos positivos como la apertura a la acción de Dios, el sentido de la gratitud por los frutos de la tierra, el carácter sagrado de la vida humana y la valoración de la familia, el sentido de solidaridad y la corresponsabilidad en el trabajo común, la importancia de lo cultual, la creencia en una vida ultraterrena y tantos otros valores que enriquecen el alma latinoamericana (cf. Juan Pablo II, Mensaje a los indígenas, 12. 10. 92, 1). Esta religiosidad natural predisponía a los indígenas americanos a una más pronta recepción del Evangelio, aunque hubo evangelizadores que no siempre estuvieron en condiciones de reconocer esos valores.
(Santo Domingo, Conclusiones 17)
Como consecuencia, el encuentro del catolicismo ibérico y las culturas americanas dio lugar a un proceso peculiar de mestizaje, que si bien tuvo aspectos conflictivos, pone de relieve las raíces católicas así como la singular identidad del Continente. Dicho proceso de mestizaje, también perceptible en múltiples formas de religiosidad popular y de arte mestizo, es conjunción de lo perenne cristiano con lo propio de América, y desde la primera hora se extendió a lo largo y ancho del Continente.
La historia nos muestra «que se llevó a cabo una válida, fecunda y admirable obra evangelizadora y que, mediante ella, se abrió camino de tal modo en América la verdad sobre Dios y sobre el hombre que, de hecho, la Evangelización misma constituye una especie de tribunal de acusación para los responsables de aquellos abusos de colonizadores a veces sin escrúpulos» (Juan Pablo II, Discurso inaugural, 4).
(Santo Domingo, Conclusiones 18)
La obra evangelizadora, inspirada por el Espíritu Santo, que al comienzo tuvo como generosos protagonistas sobre todo a miembros de órdenes religiosas, fue una obra conjunta de todo el pueblo de Dios, de Obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos. Entre éstos últimos hay que señalar también la colaboración de los propios indígenas bautizados, a los que se sumaron, con el correr del tiempo, catequistas afroamericanos.
Aquella primera evangelización tuvo sus instrumentos privilegiados en hombres y mujeres de vida santa. Los medios pastorales fueron una incansable predicación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, la catequesis, el culto mariano, la práctica de las obras de misericordia, la denuncia de las injusticias, la defensa de los pobres y la especial solicitud por la educación y la promoción humana.
(Santo Domingo, Conclusiones 19)
Los grandes evangelizadores defendieron los derechos y la dignidad de los aborígenes, y censuraron «los atropellos cometidos contra los indios en la época de la conquista» (Juan Pablo II, Mensaje a los indígenas, 12. 10. 92, 2). Los Obispos, por su parte, en sus Concilios y otras reuniones, en cartas a los Reyes de España y Portugal y en los decretos de visita pastoral, revelan también esta actitud profética de denuncia, unida al anuncio del Evangelio.
Así, pues, «la Iglesia, que con sus religiosos, sacerdotes y obispos ha estado siempre al lado de los indígenas, ¿cómo podría olvidar en este V Centenario los enormes sufrimientos infligidos a los pobladores de este Continente durante la época de la conquista y la colonización? Hay que reconocer con toda verdad los abusos cometidos debido a la falta de amor de aquellas personas que no supieron ver en los indígenas hermanos e hijos del mismo Padre Dios» (Juan Pablo II, Mensaje a los indígenas, 12. 10. 92, 2). Lamentablemente estos dolores se han prolongado, en algunas formas, hasta nuestros días.
Uno de los episodios más tristes de la historia latinoamericana y del Caribe fue el traslado forzoso, como esclavos, de un enorme número de africanos. En la trata de los negros participaron entidades gubernamentales y particulares de casi todos los países de la Europa atlántica y de las Américas. El inhumano tráfico esclavista, la falta de respeto a la vida, a la identidad personal y familiar y a las etnias son un baldón escandaloso para la historia de la humanidad. Queremos con Juan Pablo II pedir perdón a Dios por este «holocausto desconocido» en el que «han tomado parte personas bautizadas que no han vivido según su fe» (Juan Pablo II, Discurso en la Isla de Gorea, Senegal, 21. 2. 92; Mensaje a los afroamericanos, Santo Domingo, 12. 10. 92, 2).
(Santo Domingo, Conclusiones 20)
Mirando la época histórica más reciente, nos seguimos encontrando con las huellas vivas de una cultura de siglos, en cuyo núcleo está presente el Evangelio. Esta presencia es atestiguada particularmente por la vida de los santos americanos, quienes, al vivir en plenitud el Evangelio, han sido los testigos más auténticos, creíbles y cualificados de Jesucristo. La Iglesia ha proclamado las virtudes heroicas de muchos de ellos desde el Beato indio Juan Diego, Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres hasta San Ezequiel Moreno.
En este V Centenario queremos agradecer a los innumerables misioneros, agentes de pastoral y laicos anónimos, muchos de los cuales han actuado en el silencio, y especialmente a quienes han llegado hasta el testimonio de la sangre por amor de Jesús.
(Santo Domingo, Conclusiones 21)